Blogia
::: Dorotatxu :::

Artículos de opinión

LA OPINIÓN DE BENIGNI

El actor y director italiano Roberto Benigni –que obtuvo el Oscar con su película “La vida es bella”- es un personaje singular. Políticamente de izquierdas (es famosa su foto con el entonces Secretario del Partido Comunista italiano –Enrico Berliger- en brazos) no tiene, sin embargo, una mentalidad cerrada a la transcendencia, como parece ser “obligado” según un cierto modo de entender la política.  

Todo esto viene a propósito de una entrevista publicada por Il Giornale de Milán, donde Benigni se refería al impacto que provoca el Evangelio, con declaraciones como éstas: 

”¿Cómo no quedar fascinado por la figura de Jesucristo. Se lee el Evangelio y se pregunta uno: ¿quién es Éste?.

Yo lo leo por gusto. Leo también otros libros de la Biblia, como el Libro de la Sabiduría, pero es con el Evangelio con el que quedo hecho polvo; basta una línea de las parábolas. Tiene una fuerza espectacular, casi te pones de pie en la silla…

Tiene dentro una violencia interior que te da alas.

Una fuerza que te desbarata toda la vida, porque te dice que siempre puedes recomenzar otra vez. Te pone en condiciones de que cada uno pueda hacer una revolución de sí  mismo.

Antes de que llegase Jesucristo, la relación con Dios consistía en el dolor, y Él ha tomado todo sobre sí. Para mí es desconcertante” 

Benigni en el fondo, es un poeta –dice el entrevistador-. Basta verlo recitar a Dante (en televisión) para contagiarse de su emoción ante el amor y el misterio. Dice que para disfrutar de Dante no hace falta creer en Dios, pero sí conocer el cristianismo. Esto no es difícil –añade- pues “toda nuestra civilización es cristiana sin saberlo” 

Hasta aquí el contenido de la entrevista. 

Desde luego Benigni es un hombre intuitivo…

… pero vamos a tratar de descubrir ahora por qué El Evangelio tiene esa gran fuerza creadora que Benigni percibe… 

La razón no es otra que el hecho de que en El Evangelio se contiene la Palabra de Dios, una Palabra que –en la Vida misma de Cristo- se concreta precisamente en su predicación… 

Jesús es “el sujeto” mismo de la predicación, y su mensaje cobra sentido -vuelve a ser una “realidad activa” para todos nosotros- cada vez que el Espíritu que lo ha inspirado lo prende en el corazón de quienes lo escuchan. 

Así es como Dios habla también hoy a quienes acogen esa Palabra. 

La “sacramentalidad” de la Palabra de Dios se ve cuando tantas veces actúa manifiestamente más allá de la comprensión de la persona, más allá de toda explicación humana, y con una desproporción evidente entre el signo y la realidad que produce.

Es por ello que cuando celebramos la Santa Misa, hablamos de Ella como de la doble Mesa de la Eucaristía y de la Palabra. En ella, las lecturas están destinadas a que reconozcamos a Quien se hace presente al partir el pan, iluminando cada vez más un aspecto particular del misterio que se realiza, y es de este modo –como sucedió con los discípulos de Emaús, quienes fue escuchando la explicación de las Escrituras como reconocieron después a Jesús por el modo de partir el pan- como nosotros podemos también reconocerle. 

Es al hacerlo cuando no somos sólo oyentes, sino interlocutores e incluso actores de la misma, puesto que llegamos a participar más conscientemente y a manifestar en nosotros y actuando sobre nosotros, la realidad de la Palabra de Dios.

Tal vez a estas alturas lo haya decubierto ya Benigni...

RELATIVISMO Y CREENCIA

Supongo que todos hemos leído los artículos sobre la TEORÍA DEL CONOCIMIENTO I, II y III, y el de la DEFENSA NECESARIA ANTE LAS IDEOLOGÍAS Y EL RELATIVISMO que colocábamos como prolegómenos al artículo que hoy presentamos.

Pues bien.

En relación a ellos, comenzaremos hoy diciendo, que

  • ante la infinitud de lo cognoscible,
  • existen infinita diversidad e infinitas combinaciones en la formulación de aquello que conocemos,
  • dando como resultado que, a base de compartir concepciones individuales,
  • como sociedad vamos evolucionando en nuestras opciones y a través de ellas.

Esto es así porque a los seres humanos nos es necesario conocer para optar (o, dicho de otro modo, conocer para amar), pero eso es así también porque la sociedad no es propiamente un ente, sino una entidad.

Quiere esto decir,

  • que la sociedad no es algo en sí misma, sino la suma del “algo” que son cada uno de sus componentes,
  • y que no es ella la que realiza sus propios actos, sino que los mismos son también el resultado de los que realizan individualmente cada uno de sus miembros.

La cuestión es, que sobre los actos tanto individuales como colectivos de los seres humanos cabe una valoración moral, y que “algo así” es lo que subyace en la causa de la evolución de una sociedad.

En el artículo de Frei Betto que también colgábamos en este blog, recordaréis que se nos daba su opinión sobre los efectos que los distintos movimientos sociales han tenido para la sociedad a lo largo de nuestra historia reciente. Recordaréis también que el mismo terminaba con la consideración de que otro estado de cosas “habrá de ser posible”, se deducía, “por cuanto que necesario” para la sociedad.

Pero dicho cambio no será posible sin nuestra participación, y lo que sucede es que,

  • a título individual,
  • quien no vive conforme a lo que cree,
  •  cree conforme a lo que vive.

Me temo que eso precisamente es lo que subyace en el planteamiento de nuestro artículo de hoy.

En realidad, en la misma terminología está la diferencia, porque

  • mientras que el relativismo –como todo los “ismos”- supone una reducción
  • lo que la creencia supone, es una aceptación.

Pero veamos ahora qué es lo que se acepta, o que es lo que se reduce en uno u otro caso.

Cuando hablábamos de la valoración moral que nos merecen nuestros actos, nos quedó decir que la misma no consiste sino en el juicio que nos merece su adecuación o no a la plena realización del ser humano.

Pues bien.

Cuando tal hacemos, es evidente que presuponemos algo con lo que comparar.

Este “objeto de comparación” no es otro que la propia razón que se comparte en base a los dictámenes de la Ley Natural,

  • una razón contenida implícitamente en ella
  • y que hace que ante sus dictámenes instintivamente y por una razón de bien todos reaccionemos
    • puesto que en cuanto que su contenido está ordenado a nuestra propia conveniencia
    • todos la llevamos grabada -de un modo u otro según las distintas naturalezas- en nuestra respectiva condición.

Lo que esto supone, es una previa ordenación, y así,

  • aunque los respectivos teóricos de una u otra época hayan o hayamos pensado que tal Ley Natural no existe, o partamos de que su formulación sea algo puramente teórico,
  • lo cierto es que los resultados tanto de nuestras concepciones, como de nuestros análisis y de nuestra actuación nos remiten constantemente a ella,
    • por lo que se nos hace evidente su existencia,
      • como modo de transmisión de una Razón preexistente a nosotros,
      • y que es precisamente la que la Ley Natural trata en nosotros de estructurar.

Para que me entendáis mejor, os diré ahora que la razón en una relación, es algo que se transmite a través de ella, pero que es exterior a la misma. Por ejemplo, en una relación paterno-filial, aunque cabe considerarse sus dos extremos (padre e hijo), la razón que propiamente se transmite a través de ella es algo que a ambos les transciende, y que no es otra que la propia paternidad.

Pues bien.Lo que la creencia supone, es la aceptación de esta realidad.

Puesto que la misma es “en relación”, le decía el otro día a JML que los creyentes –me refería lógicamente a los cristianos- también somos relativistas,

  • juzgándonos “relativamente” participantes de tal relación puesto que lo hacemos en función de nuestras convicciones,
  • pero conscientes en todo caso de que tal relación existe,
  • y de que está debidamente ordenada de acuerdo con la Ley Natural hacia su Razón Última –que no es otra, por supuesto, que la Razón subsistente de Dios-.

Sin embargo, hay otras maneras de concebir -también “relativas”- a nuestro modo de concepción, lo que sucede es que las mismas se demuestran coyunturales y, en tanto que se apartan de una realidad subsistente, generadoras de situaciones más o menos perjudiciales para nuestra realidad.

Esta es la reflexión a la que yo llego a través de las lecturas que nos proponíamos.

Menos mal que, como decía MLS y el propio Frei Betto, otra realidad nos es concebible, nos es apreciable, y nos es además conseguible.

Lucharemos por ella.

Lo que sucede es que en el modo de compartir nuestra verdad como creyentes, una cosa es nuestra creencia, y otra cosa es querer imponerla.

Las cosas son como os digo, no sólo a la luz de la fe o porque así se nos haya manifestado a través de la Revelación, sino porque tienen en sí mismas una razón de bondad y en tanto a tal nos son –individual y colectivamente- más o menos convenientes.

No es que no sean “relativas” a nosotr@s, puesto que si no las considerásemos así, ni las conoceríamos ni podrían serían “algo” “para nosotros”,

  • pero las cosas son lo que son,
  • son buenas en tanto que ordenadas,
  • están ordenadas conforme a su razón de bien,
  • y están ordenadas para nuestro propio bien,
    • no porque nosotros así las consideremos,
    • sino porque participan de la Razón de Bien que todos compartimos y que constituye el sustrato de la realidad.

Es éste un planteamiento que nos permite analizar y asumir lo bueno de cualquier teoría sin ningún género de violencia, y debería de ser también el que nos librase de todo dogmatismo, aunque comprendo que en ocasiones no es así,

  • de un dogmatismo que, por todo lo que hemos dicho, tampoco lo considero razonable por cuanto que nos aparta de una Razón que no es en modo alguno manipulable,
  •  y que –como otros “ismos” que pudieran considerarse- debería ser objeto de revisión.

Bueno.

Hasta aquí hemos llegado.

Espero que de los artículos presentados anteriormente hayáis obtenido material para sacar vuestras propias conclusiones, y que de éste de ahora también se derive -aunque sea mínimamente- un poco de luz para que lleguéis a considerar un planteamiento serio y realista, que no es otro que el que se deriva del contenido de la Revelación.

Que así sea.

OSCURO E INCIERTO SE PRESENTA EL REINADO DE WITIZA

De alguna manera esta frase que recuerdo de cuando estudiábamos la lista de los reyes godos, me recuerda a la tesis de la Sra. Lacalle y a la intervención del P. Garza.

Quien la pronunciara, no cabe duda de que lo hacía desde el temor, un temor no justificado puesto que el reinado de Witiza -hasta donde dicen los anales de la historia- comportó prosperidad y gozo para Hispania.  

En el caso de la Sra. Lacalle, el temor estimo que nace del desconocimiento de las realidades de las que habla. No hablo de un conocimiento teórico, sino vivenciado. 

Sin duda no ignora que las leyes se votan en el Parlamento, y que la constitución de éste depende del resultado de los comicios electorales. Pues bien.  Lo primero que me llama la atención de la publicación de este artículo, es su coincidencia en cuanto a fechas con la proximidad de los del 9 de Marzo.  

Yo a la Sra. Lacalle le diría lo siguiente: 

  1. En primer lugar, que el conjunto de normas no hacen sino ordenar la convivencia.
  2. Que realmente hay una serie de valores que como sociedad se comparten,
  3. Pero que la sociedad es algo dinámico.  

No quiero decir con esto que los valores en cuanto ordenados al bien del ser humano hayan de ser susceptibles de variación según una u otra época o según una u otra tendencia, sino que los modelos de sociedad han evolucionado lo suficiente como para que se revisen determinadas concepciones.  

Sin menospreciar que algunas de las disposiciones de las que habla la Sra. Lacalle tengan detrás auténticos dramas humanos (considérese que por muy feminista y/u homosexual que se sea, a nadie le gusta que no se le reconozca su identidad, que se le pretenda marginar de la sociedad, o haber experimentado un fracaso personal –por no decir algún tipo de opción que pueda tomarse en una situación límite en la que realmente, objetivamente o no, interpretes que de ella depende tu subsistencia-), la cuestión es que una vez promulgada una norma y en el caso de que a la vista de su aplicación se demuestren inadecuada, podría modificarse.   

Simplemente porque todos optamos por una razón de bien.  

Y así, aunque coyunturalmente y por razones de oportunismo político se trate de favorecer una determinada opción, y aun suponiendo que ésta alcance el número de votos suficientes, el buen o mal uso que se haga de un supuesto logro electoral, será determinante para un resultado electoral posterior.  

Mantiene la Sra. Lacalle que la ideología de género ha logrado imponerse en España en tres ámbitos legislativos clave: la identidad personal, la familia y la educación.  Su tesis desarrolla estos temas. Pero en lo que creo que tanto la Sra. Lacalle como el P. Garza se equivocan (a mi modo de ver) es en la consideración de que estas iniciativas legislativas de las que habla obedezcan a la intención de cambiar la cultura por motivos ideológicos, o que puedan suponer un experimento de ingeniería genética de resultados nefastos y funestos para la sociedad.

Su postura me recuerda a quien vaticinaba del reinado de Witiza una época de incertidumbre y oscuridad. 

Mire usted, Sra. Lacalle: 

  • La aceptación individual y/o colectiva de la identidad de un ser personal,
  • las distintas formas de familia co-existentes en la actualidad,
  •  o el modo de integrar una determinada forma cultural por parte de la sociedad a través de un modelo de enseñanza, para nada darán al traste con lo que la comunidad humana es ni con el modo en que se interrelaciona. 

Esta situación sólo se daría si se pervirtiesen sus valores, es decir -y desde un punto de vista cristiano- si individual y/o colectivamente se rehusara ante los dones otorgados por Dios.

El primero y más fundamental es el de la Vida: La Vida que se comparte debidamente animada por Él. 

Nuestro modo de concebir la Vida incluye la dimensión transcendente, o mejor, el hecho de compartir la Vida transcendente es precisamente lo que da razón de identidad a los seres humanos, no su sexualidad. 

Séase hombre o  mujer, homosexual o heterosexual, la Vida de Dios habita en tod@s nosotros desde el momento de nuestro Bautismo, y en la medida en que nosotros no queramos apartarnos de Él. 

En ocasiones rehusamos, ¡desde luego que si!, y comprobamos en nuestro fuero interno que nosotros somos los primeros perjudicados ante lo que sin duda ha sido un error.

A veces nos resultan errores imperdonables (me refiero a un aborto voluntario por ejemplo, al parecer tan difícil de olvidar). Pero de nuestros errores podemos aprender, y simplemente con sabernos perdonados podemos perdonárnoslos  a nosotros mismos con la sincera voluntad de no volverlos a repetir. 

Quiero con esto decir, que nos es realmente imposible ponernos en la situación de algunos hermanos supuesto que no hayamos pasado por su experiencia, Sra. Lacalle. Tenga en cuenta que ellos, como nosotr@s, tienen y tenemos a diario ocasión de recomenzar. 

Pero en ningún modo considero un rehúse ante la Vida de Dios la reivindicación de que un ser humano sea aceptado en su idiosincrasia, o de que entre dos seres humanos pueda contraerse una unión estable y duradera que proteja y procure, y que además comparta con otros seres ya nacidos, la Vida de Dios.

No todos los seres humanos hemos sido creados para perpetuar nuestra especie, Sra. Lacalle, pero sí hemos sido creados para ser y ejercer libremente como hijos de Dios… 

En cuanto a la educación con la tolerancia como vínculo, considero que tampoco supone una amenaza para la cultura de occidente –de raíces profundamente cristianas como ustedes dicen- ni un peligro para la sociedad. La idea no puede ser manipular nuestra opinión mediante el miedo a lo desconocido para llegar a controlar las Leyes, Sra. Lacalle. El poder nunca es un buen consejero evangélicamente hablando.

Si lo que subyace a tal intención es el bien de la sociedad, yo les sugeriría otro tipo de argumento. Nosotros –l@s cristian@s- no educamos en la fe por tradición, sino conscientes de su conveniencia para nosotros mismos.

Si defendemos y pretendemos mantener un orden asentado en nuestra sociedad a través de los siglos, no es por un afán de dominio, sino porque el ejercicio de tal escala de valores, no sólo la ha demostrado válida y constructiva,  sino que realmente conduce a la plena evolución del ser humano.

El futuro está por venir. Lo construiremos entre todos. A veces no sabemos si lo que vendrá será lo que queremos; pero lo que sí sabemos claramente es lo que no queremos: que nos manipulen con la pretensión de hacer de las verdades propias verdades absolutas.

Tenga en cuenta, Sra. Lacalle, que una parte de sus lectores nos sabemos ciudadanos del cielo. Que, dispuestos a ejercitar una opción política, lo haremos en conciencia y con la libertad propia de los hijos de Dios.

Sería también un buen momento para recordarle –con San Pablo- la conveniencia como Iglesia de la unidad en lo fundamental (que en ningún caso puede separarse del contenido del Evangelio), la discrecionalidad ante lo opinable, y en medio de todo ello, la caridad.    

 

LAS VIRTUDES TEOLOGALES EN BENEDICTO XVI (prolegómenos)

Lo primero que vamos a decir para introducirnos en este artículo, es que Dios no es como nosotros. Él es la perfección absoluta y la vida ilimitada, mientras que nosotros somos una composición de perfecciones susceptibles de evolución a lo largo de nuestra más corta o más larga vida. 

Tratando de explicar esta realidad en relación con nosotros, Benedicto XVI ha elaborado las dos primeas de sus encíclicas: Dios es caridad, y Salvados por la esperanza.  

Como sabéis, y en un intento de racionalizar cuanto hasta este momento en mi vida se me ha referenciado sobre Dios, me he permitido asociar al Padre con la forma de ser, al Espíritu Santo con la forma de actuar, y al Hijo con la forma de relacionarse de esa realidad trascendente a la que denominamos Dios. 

De Él decimos que su naturaleza es el Amor, y hasta aquí llegamos, al considerar que puesto que las Tres Personas divinas se comparten entre sí, y puesto que tenemos asimilado que cuantos individuos comparten una misma forma de ser, de actuar y de relacionarse, constituyen una misma naturaleza, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo también, en tanto que se comparten, comparten una única naturaleza (la divina) a la que tradicionalmente denominamos Amor. 

Personalmente me gusta más la idea de referirme al Amor como a la personalidad de Dios. Reconozco que es una idea propia, pero si tenemos en cuenta que cuando hablamos de la cualidad de persona de un ser personal (es decir, de su personalidad) aludimos a las características de su modo de ser, de su modo de actuar y de su forma de manifestarse en relación a nosotros, utilizando el mismo criterio podemos atrevernos a decir que, efectivamente, el Amor puede ser interpretado como la personalidad de Dios. 

Pero vamos ahora a ver por qué decimos que Dios es un “Ser en Acto” (es decir, por que decimos que Dios es “El que es”). 

Para ello tenemos que hablar de la característica específica de la naturaleza divina, que es la infinitud, la ilimitación. 

  • Dios es un ser que es “ilimitadamente” un Espíritu Puro (el Padre);
  • un ser que actúa “ilimitadamente” (el Espíritu Santo),
  • y un ser que está “ilimitadamente” manifestándose en su relación con nosotros (el Hijo).

Es un ser, por tanto, que es, actúa y se relaciona ilimitadamente. 

Así, a este Ser trascendente que es, actúa y se relaciona ilimitadamente y a quien nos referimos cuando hablamos del Amor, yo me refiero también al decir, que

  • por un único acto de Amor del Amor, de cuyos efectos se derivaron el modo de ser, de actuar y de relacionarse de todas las criaturas (la creación), 
    • el Amor se hizo amante al amar (es lo que queremos decir cuando mantenemos que Dios se ama a sí mismo)
    • y constituyó en amante a lo amado. 

Por este acto creaccional, pues, se les confirió a todas las criaturas la esencia y la existencia; una esencia y una existencia en estado incoativo, para que entre ellas y en relación, alcanzaran a través de los efectos de sus actos el grado de perfección para el que fueron creadas dentro de las respectivas naturalezas. 

La perfección de la naturaleza humana incluye la capacidad de trascenderse superando las limitaciones espacio-temporales que impone la materia, puesto que, dotados de una naturaleza dual, por mor del principio espiritual de nuestra naturaleza -nuestra alma-,

  • al tiempo que participamos de la naturaleza material en virtud del otro de nuestros co-principios -nuestro cuerpo-,
  • somos también individuos pertenecientes a la naturaleza espiritual y por lo tanto seres personales. 

Esta capacidad de transcendernos superando las limitaciones espacio-temporales que impone la materia, nos permite comunicarnos con otros seres espirituales y con Dios mismo,

  • pero para comunicarnos con Dios nuestras sola capacidad es insuficiente por cuanto limitada: precisamos que Dios se comunique antes con nosotros, elevando nuestra naturaleza espiritual como efecto de la participación en su Gracia. 

Con la Gracia, pues, se nos comunica “algo” de la naturaleza divina que “eleva” nuestras potencialidades y que nos permite no tanto comunicarnos –para lo que desde el principio éramos capaces- como compartirnos con Dios.  

Compartimos así un poco de su naturaleza divina, lo cual “regenera” o "vivifica" vamos a decir las características de nuestro co-principio espiritual, de modo que nuestro modo de ser, de actuar y de relacionarnos ya de por sí espirituales, pueden llegar a trascender nuestras limitaciones creaturales hasta llegar un punto en el que, mediada nuestra intervención, podamos llegar a compartir nuestro ser (sin dejar de ser criaturas, claro está) con el del mismísimo Dios. 

Pero como el existir antecede al ser, y el ser al actuar según la filosofía clásica, para que ese “re-formateo” de nuestra forma sustancial se produzca, será necesario que se modifique en primer lugar nuestra forma de actuar,

  • que por los efectos inmanentes de nuestros actos alcanzaría a nuestro modo de ser, 
  •  y que por los efectos transeúntes de los mismos afectaría a todos los seres personales con los que nos relacionamos y también a nuestro entorno.

Pues bien. 

Si consideramos la Gracia como una participación en la Vida Divina, 

  • si a la participación en la forma de actuar ilimitada del Amor le llamamos caridad,
  • si como consecuencia de ello y por haberse perfeccionado ilimitadamente nuestra capacidad de comprensión al conocimiento de lo que el Amor es le llamamos fe,
  • y si tal comprensión motiva que coloquemos nuestra esperanza en llegar a alcanzar la comunicación con Él,
    • si todo esto, repito, lo hacemos coherente con nuestros actos,
    • nos encontraremos con que, a base de la repetición de los mismos, llegaremos a alcanzar el grado máximo de perfección para el que hemos sido creados, que no es otro que, como venimos diciendo, alcanzar la participación en el Amor de Dios, un Amor que por lo demás, nos es participado.

Todo esto acontece –o va aconteciendo- a lo largo del tiempo, pero no es el tiempo lo que determina este proceso. 

La comunicación con Dios en el Amor y desde Él con otros seres espirituales, tiene lugar independientemente de la historia, y sólo está mediada por la inter-correspondencia. 

Así, y puesto que los seres humanos somos en sociedad, Benedicto XVI puede hablar de la Comunión de los Santos, o también de la mutua intercesión entre los componentes de la Iglesia Triunfante y Militante. 

Esta comunión con Dios en el Amor, tiene lugar en la persona del Hijo. Él es, como decíamos, la forma de relacionarse de Dios, y también lo es la forma de relacionarnos con Dios en el Amor. 

Cuantos fuimos creados capaces de ello y en la medida en que prestemos nuestra adhesión, participamos en Cristo de su Gracia creada. No somos dioses, pero sí estamos llamados a ser “otros Cristos”: otros seres llamados a manifestar en sí la Gloria de Dios. 

Para todos nos obtuvo Cristo su Gracia. Nosotros debemos prestar nuestra adhesión. Pero en ocasiones, por circunstancias, o por vanidad, todos nos hemos apartado más o menos de Él. 

Nuestro paso por la tierra es nuestra época de merecer. Pero llegará un momento –más o menos próximo- en que nuestros días acaben. A unos habremos antecedido, y otros nos continuarán, pero los méritos adquiridos para nosotros por Nuestro Señor Jesucristo no lo fueron para 6, para 9 o para 900.000 millones de cristianos, sino para toda la humanidad. 

Quiere esto decir, que aún en el caso de las personas fallecidas, y puesto que aún son parte de nosotros y nosotros parte de ellos en una determinada dimensión (la del Amor), sus posibles actos -y sus previsibles consecuencias- de desamor, no prevalecerán, pero sí cobrarán realidad el día del Juicio sus actos de positivo amor, que les habrán llevado a ellos también a ser amantes y como tal dignos participantes del Amor, a los ojos del Amor. 

Aquí es donde juega un importante papel la intercesión de unos con respecto a los otros, confiando siempre en la Misericordia de Dios, y a ello es lo que se refiere el Papa cuando habla del Purgatorio. 

Espero que esto que os cuento os sirva para entender un poquito mejor algunas de las afirmaciones  que han resultado más controvertidas en la segunda de las Encíclicas de Benedicto XVI. 

Si no se entiende bien, podéis preguntar; pero os ruego que únicamente consideréis mi trabajo como una aportación -que aunque espero sea positiva- en todo caso estoy dispuesta a contrastar.

Un saludo  muy especial para Martika y para Joaquim, quienes creo que alguna de estas consideraciones las estarían esperando. 

LA FAMILIA DE LOS HIJOS DE DIOS

La Iglesia, como común-unión de cuantos nos compartimos entre nosotros y con Él mismo actuados por el Poder del Espíritu de Dios, es ontológicamente una, santa, católica y apostólica. Una, porque es el mismo Espíritu quien la constituye, mantiene y vivifica. Santa, porque es Él mismo quien la justifica. Católica, porque su vocación es la universalidad, y Apostólica, porque el mismo Cristo tuvo a bien fundarla en base a la fe de los primeros Apóstoles.

Cuantos la constituimos, es decir, la comunidad de los bautizados, formamos un pueblo de profetas, sacerdotes y reyes, y esa es nuestra irrenunciable condición.

Así, bajo la acción del Poder del Espíritu de Dios (del Espíritu Santo) la profundidad de campo que nos da la fe nos hace proclamar a Dios como nuestro origen y nuestro común destino, y la experiencia del trato con Él, también bajo la acción del Espíritu Santo, lo que nos convierte en sus apóstoles.

Pero esto no quiere decir que en todo momento –individual ni colectivamente- seamos merecedores de semejante condición. Ésa condición tendríamos que ganárnosla, y para ello habríamos de responder correcta y permanentemente a las mociones del Espíritu de Dios, y ésto no siempre es así.

En realidad, y supuesta nuestra buena intención, andamos siempre “corrigiendo el rumbo”.

Si todo funcionara bien, seríamos una armónica familia. Serían impensables las exclusiones. Seríamos los amados amantes de Dios, y por ende de toda la creación, pero por desgracia por medio quedan nuestras actuaciones...

Si os pongo estos antecedentes, es para argumentar a continuación cómo se puede ser plenamente consciente de la pertenencia a la Iglesia de Dios,

o         cómo se puede considerar que la familia es un bien a proteger,

o         cómo se puede creer en la virtualidad del matrimonio cristiano precisamente como efecto de la Gracia de ese Sacramento (de la que ya hemos hablado),

o         y no dar por buenas determinadas interpretaciones de algunos miembros de la Iglesia que resultan excluyentes para otr@s de l@s que -con todo derecho- son, se consideran, y quieren seguir perteneciendo a la comunidad de los hijos de Dios.

Más que de interpretaciones, tendríamos que hablar de intencionalidades quizá. Su análisis podría resultar más o menos sencillo, si no representara para quienes se sienten excluíd@s un motivo de sufrimiento.

Ell@s y nosotr@s, y ell@s con nosotr@s, formamos una misma Iglesia. Dinámica. Sujeta a evolución hasta que lleguemos a alcanzar, unid@s tod@s, nuestro común destino. Como hermanos, o mejor, como co-herederos. Sólo nosotros podemos renunciar a tal condición, porque no nos la ha dado nadie sino nuestro Padre Dios.

Las circunstancias personales de cada uno son diversas. Las modalidades de familia que coexisten hoy en día también.

No es que haya más o menos homosexualidad o más o menos separaciones o uniones de hecho que antes. La cantidad no es importante.

    • Lo que realmente importa es la ordenación de los afectos al Amor.

Informar de éllo es la función que –a mi modo de ver- con todo amor, ha de cumplir la Iglesia.

No desuniendo, sino convocando. Pero no sólo los miembros de la jerarquía, sino tú y yo: comprendiendo, amando, y haciendo extensivo el Amor.

La familia cristiana constituida en base al Sacramento del Matrimonio y bajo el influjo de la Gracia es la mejor de las posibilidades,

o        pero es que a mí se me antoja existente también en otro tipo de uniones, siempre que lo que se comparta sea el verdadero Amor.

Cierto que en la unión hombre-mujer se basa la continuidad de la especie humana,

o        pero no es eso sino el Sacramento del Bautismo lo que nos da la dignidad de los hijos de Dios.

Hay que recordar también, que de la conformidad para la unión en el Amor de Dios de dos bautizad@s, sólo saben esas dos personas y Dios.

o        Ellos son los ministros de su unión, y todos los demás en una unión de ese tipo presentes (me refiero a la celebración en un Templo de un matrimonio cristiano), incluido el Sacerdote, somos únicamente testigos de la expresión de su voluntad, pero no mediamos en la celebración del Sacramento, que únicamente tiene lugar entre los contrayentes y Dios.

Así, pues, una familia cristiana –a mi modo de ver- no es únicamente la constituida por relaciones de parentesco,

o        sino la constituida en base al Amor que Cristo nos participó...

Una familia en la que cabemos todos. Cada uno con sus circunstancias personales. Amándonos como somos, y a partir de ahí, ayudándonos a caminar y a ser individual y colectivamente cada vez mejor.

En eso se notará que somos hijos de la Iglesia.

o        No en las manifestaciones ni en los eslóganes.

o        No en los miedos ni en la desconfianza.

o        No en la manipulación, aunque estimemos que sea en evitación de posibles perjuicios o por un bien mayor,

o        sino en sabernos todos libres, iguales, coexistentes, y amados por el mismo Dios, ¿no lo creéis así?.

 

CUANTO AÑORAMOS

Dicen que la Navidad es un tiempo de añoranza. Añoramos lo que fué, añoramos lo que podía haber sido y añoramos también lo que creemos llamado a ser, apenas sin darnos cuenta de que lo que subyace en todas nuestras añoranzas, es el deseo de ser felices compartiendo nuestra felicidad.

Este íntimo deseo hace que lo que añoremos (haya o no sucedido) realmente lo amemos en nuestro presente histórico:

  • que lo amemos ya,
  • que lo atesoremos en nuestro corazón,
  • y que velemos para que en la medida en que de nosotros dependa, aquello que añoramos llegue a ser en nuestro presente (aunque sea como un recuerdo) una realidad.

Pues bien.

Aquí es donde coge una cierta dosis de relatividad,

  • porque las cosas ciertamente ni han sido, ni son, ni serán como nosotros ni porque nosotros queramos que sean,
  • sino que han sido, son o serán como están llamadas (a veces con nuestra intervención) a ser.

En ello está implicada una cierta dosis de indeterminación, y también lo están las decisiones de nuestra voluntad.

Pero sucedan como sucedan, o hayan sucedido como hayan sucedido las cosas, todos podemos comprobar que nuestro deseo de felicidad subsiste, pese a lo acontecido, y pese a la indeterminación de lo llamado a acontecer,

  • porque lo que realmente amamos y tutelamos, no es otra cosa que aquello que concebimos como el modo de ser felices, llegando a compartir con otros nuestros momentos de felicidad.

Así, echamos de menos momentos especiales en los que ya nos hemos compartido, o intuimos momentos especiales en los que podríamos llegar a compartirnos sintiéndonos enormemente dichosos, sin darnos cuenta de que,

  • aunque somos puntualmente felices,
  • la felicidad no tiene propiamente una dimensión de temporalidad.

Nos sucede además, que en llegar a alcanzar estos momentos de felicidad ciframos nuestra esperanza, sin pararnos a considerar que algunos de esos momentos que añoramos ni siquiera son realistas, y que otros, ni siquiera lo son convenientes para nuestra propia realidad; pero, en todo caso ciframos en ellos nuestra esperanza,

  • porque precisamente en disfrutarlos es donde identificamos se encuentra nuestra auténtica felicidad.

Así, algunas de nuestros momentos añorados son convenientes y realistas, y otros sin embargo no.

Podría pensarse que puesto que todos subsisten en el mismo sujeto, se tratara de un fenómeno subjetivo, pero no es así:

  • hay un ámbito y un rango en esto de las añoranzas.

Todos tenemos la experiencia de que, aunque algunos de esos momentos añorados pudieran llegar a ser realidades o ya lo hubieran sido en nuestras vidas (bienestar, familia, salud, éxito...), aún y cuando hubiera podido ser excelentes,

  • inexorablemente nos desilusionan por cuanto perecederos,
  • si no los tenemos ordenados en base a algo más profundo que los de cohesión y que eleve nuestras expectativas a una nueva dimensión.

Esa dimensión no es otra cosa que la esperanza cristiana, y es en su ámbito donde nuestras expectativas cobran una dimensión de intemporalidad que nos permite a su vez juzgar sobre ellas y otorgarles a cada una el rango que les corresponde en aras a alcanzar nuestra auténtica felicidad, aún dentro ya de nuestro presente histórico.

El P. Cantalamessa se refiere a cuanto os digo con esta luminosa imagen.

“Miremos lo que sucede con la tela de araña; es una obra de arte, perfecta en su simetría, elasticidad, funcionalidad, tensa desde todos los puntos por hilos que tiran de ella horizontalmente. Se sujeta en el centro por un hilo desde arriba, el hilo que la araña ha tejido descendiendo. Si uno desprende uno de los filamentos laterales, la araña sale, lo repara rápidamente y vuelve a su sitio. Pero si se rompe ese hilo de lo alto, todo se distiende. La araña sabe que no hay nada que hacer y se aleja.

La Esperanza teologal es el hilo de lo alto en nuestra vida, lo que sustenta toda la trama de nuestras esperanzas”.

Los que esperamos, por tanto, -como dice en su último discurso de Adviento, el P. Cantalamessa refiriéndose a quienes esperan-

  • “No es gente que espera ser feliz, sino gente que es feliz de esperar; feliz ya, ahora,  por el simple hecho de esperar”

Precisamente a esta esperanza unitiva y permanente, sustentada por la fe y motivadora de nuestra caridad de la que nos habla Benedicto XVI, que nos aviene a través de la Gracia del Niño Dios que nació en Belén y que nos es tan necesaria para llegar a ser en plenitud y por lo tanto felices, es también a la que hoy os conmino y la que pretendo compartir con todos vosotros, a fin de que podamos celebrar dignamente, haciéndola presente a lo largo de nuestras vidas, esta gozosa Navidad.

Con infinito cariño... 

ADDENDA PRIMA

Mi primer y único añadido al artículo de D. Gabriel Mª de Otalora (ver SOBRE UNA SENTENCIA APARECIDA EN VALENCIA) fue para sugerir que sobre el tema del derecho a la apostasía, tal vez hubiera algo que añadir. Pues bien.

Hoy me gustaría decir que encuentro francamente irrazonable que nadie (en un momento en que su identidad no se vea amenazada), renuncie voluntariamente a su propia fe. Tendría que ser una persona desesperanzada (que no ofendida) quien así lo hiciera y quien decidiera conscientemente actuar contra ella misma (cosa poco probable). 

Digo ésto porque la razón es una facultad humana que sintetiza nuestro conocimiento y nuestra voluntad ante situaciones razonables, y pienso que el renunciar a nuestra condición de cristian@s conscientemente no lo es. 

Queda dicho en un artículo anterior (ver REFLEXIONES PRE-BAUTISMALES), que aunque el Sacramento del Bautismo no constriña la capacidad de Dios de comunicarse con un ser humano, sí que es el modo ordinario instituido por Nuestro Señor de hacerse presente en el alma humana por lo que a través de él se produce en quien lo recibe la inhabitación trinitaria, y con ello el comienzo de una nueva vida para el cristiano. 

Es así como comienza a vivir en nosotros, y a manifestarse  mediante nuestros actos (siempre que así lo propiciemos) el poder del Espíritu de Dios, y lo que con ello sucede es que se plenifican en la nueva criatura sus naturales capacidades de conocer a Dios y su bondad ontológica (como efecto de la fe), de saber de Él como nuestro Fin Último (lo mismo de la esperanza), y de optar por Él y actuar en consecuencia, siempre por nuestro propio bien (igualmente de la caridad). 

Esta presencia de la Vida de Dios en el alma (la Gracia) es preciso que la hagamos nuestra, es decir, que la acomodemos a  nuestras coyunturales circunstancias y que a base de la repetición de actos tendentes a ello, las hagamos en nosotros virtud. Un hombre o una mujer virtuos@ pues, teológicamente hablando, es un ser evolucionad@ en la adquisición de estas tres virtudes. 

Cuando bautizamos a nuestr@s hij@s siendo conscientes de esta realidad pues, no tratamos de incrementar las estadísticas, y ni siquiera les damos o les quitamos nada a es@s niñ@s: sencillamente favorecemos la celebración del Sacramento porque somos conscientes de que ello supone para el/la niñ@ el comienzo de una vida mística contando con la que a través de su vida podrá alcanzar su pleno desarrollo humano, moral y espiritual.  Sencillamente lo hacemos por su propio bien. 

Posiblemente por el relajo de todos estos conceptos en nuestra sociedad y porque muchas veces padres, padrinos y comunidad hemos hecho dejación de nuestras obligaciones, nos encontramos con que personas en su niñez bautizadas, como no ven coherencia entre lo que manifestamos con nuestras palabras pero demostramos no haber hecho nuestro con el corazón, ante determinados comportamientos excluyentes de algunos miembros de la Iglesia rechazan su propia identidad y no admiten para sí el hecho de ser considerados cristianos. 

Pero aunque sus datos puedan hacerse desaparecer con facilidad de un determinado registro, y aunque con ello (y supuesto que alguien lo mirara) se pudiera llegar a considerar que el número de cristianos descendiera, os diré que hay cosas que no van a pasar.

No es la primera vez que en la historia de la Iglesia se viven momentos de crisis. Pero porque la misma en su conjunto actúa bajo el poder del Espíritu de Dios, pervivirá.

De Ella, con nuestros aciertos y desaciertos participamos todos los bautizados porque con el Sacramento del Bautismo adquirimos una idiosincrasia que nos constituye en un Pueblo de Reyes, una Asamblea Santa, un Pueblo Sacerdotal... ¡Tenemos por qué ser, pues, un pueblo orgulloso!.

Pero puesto que las relaciones que se establecen entre los grupos humanos según su idiosincrasia son capaces de influir en el comportamiento individual de las personas, os diría que ante determinados comportamientos no hay que dejarse vencer ni violentar, porque de las relaciones de un ser humano con Dios sólo saben dos personas: ese ser humano, y Dios. 

Sabemos que Él no nos abandona. Se nos ha dado ya. Es nuestro, o mejor, tenemos que hacerlo cada vez más nuestro: tuyo y mío, o tuyo y mío (cristiano de cualquier condición) y entre los dos (entre toda la cristiandad). Ésto es lo que supone el carácter que imprime en nosotros el Sacramento del Bautismo

Mirad: el otro día le preguntaban a nuestro Lehendakari (el Sr. Ibarretxe) a ver cómo se podía entender en nuestros días lo que conocemos en nuestra tierra como el “Pase Foral” (es decir, aquello de que “se acepta, pero no se cumple”), y el Sr. Ibarretxe contestaba (a mi juicio con mucho acierto), que "el Pase Foral en el siglo XXI es tener capacidad para tomar nuestras propias decisiones".

Pues bien: únicamente nosotros podemos apartarnos de Dios. Además, Él sabe de nuestra intención.

Si nuestra intención al pretender borrarnos de un “registro de buenos cristianos” fuera manifestar nuestra disconformidad con una determinada situación, me temo queridos míos que no estaríamos hablando propiamente de una apostasía, sino de una infructuosa pataleta.

Sabiéndonos miembros de la Iglesia (porque juntos lo somos –querámoslo o no-) debemos velar porque la misma progrese en una determinada dirección.

No es cuestión de que vaciemos los Templos, porque aunque como postura pueda resultar expresiva del malestar de una parte de la Iglesia, lo cierto es que de la falta de relación con Jesús Sacramentado quien se perjudica es el cristiano, no el Señor.

Por eso os diría que veléis por seguir relacionándoos con Aquel que primero os ama y os hace capaces de amar.

Hablad con Él. Sentid su Amor. Os veréis fortalecidos y veréis que esta situación con la maduración como Iglesia desaparecerá.

Poneos en la fila para recibir la Eucaristía, porque que yo sepa ningún celebrante con la Forma en la mano pide la filiación. Reconciliaos en lo que de vosotros dependa con quienes no piensen (seguro que porque desconocen vuestras vivencias) como vosotros, sabiendo positivamente que también a ellos los ama Dios.

Mi propósito por supuesto no es provocaros a la insurrección, sino exponer la idea de que esta Iglesia peregrina tiene que continuar enderezando el rumbo (no sólo de la sociedad civil sino de la suya propia y las veces que sean necesarias) hasta llegar a alcanzar su madurez definitiva para lo cual los cristianos no podemos darnos por vencidos ante determinadas situaciones, sabiéndonos como somos co-herederos del cielo y auténticos hij@s de Dios.

Mucho ánimo pues, porque la Fuerza que nos viene de lo Alto nunca nos faltará...

 

DOS SANTOS, DOS PAPAS Y UN BEATO

Aunque no lo parezca, bajo el artículo que nos remitía Txebox y que yo titulaba SOBRE LOS JESUÍTAS se estaba hablando del carisma de dos grandes Santos, de las limitaciones y de la actuación de dos Sucesores de San Pedro, y del incomprendido tratamiento que se le podría estar dando en la actualidad al proceso de beatificación de un vasco singular denominado Pedro Arrupe, S.J.
El medio de conducción: un colectivo, la Compañía de Jesús.
Puesto que solicitas mi opinión, querido Txebox, ésta es:
Lo primero que quiero decir y que ya he manifestado en alguna otra ocasión, es que los carismas de dos santos no pueden estar en contradicción, puesto que los dones del Espíritu Santo al tiempo que tienen un mismo origen, se otorgan para la edificación de la Iglesia.
Dicho esto, estableceremos que la aportación de S. Josemaría Escribá de Balaguer fue su manea radical la de meter a Dios en todo y para todo. Según dicen sus seguidores, fue un comunicador de Amor (como no podía ser menos) a quien le distinguía singularmente su amor por la Virgen María y su confianza total en una activa comunión de los santos. Vaya por delante mi reconocimiento para este Santo.
Aun siendo su presencia entre nosotros anterior en el tiempo, para mí el carisma de S. Ignacio es especialmente valioso en la actualidad.
Su espiritualidad está formulada desde el prisma del discernimiento: no a través de grandes discursos, sino de orientaciones prácticas y asequibles a todo aquel que se proponga sinceramente hacer de su vida una expresión clarividente de la voluntad de Dios.
El de Loyola nos transmitió su experiencia de Dios en base a un recorrido espiritual que nos remite a “la acción, tras la contemplación, y mediante la formación”.
Es un recorrido que él mismo efectuó y que relata admirablemente en forma de novela histórica Pedro Lamet, S.J. en su libro “El caballero de las dos banderas” cuya lectura os sugiero. (Éste jesuita es también biógrafo del P. Arrupe, el quinto de los protagonistas de cuantos pretendemos también hoy hablar).
Pues bien.
Sucede que los carismas de estos dos grandes Santos nos los encontramos ahora contextualizados, vividos en sociedad.
El carisma de San Josemaría, ha dado vida a la Prelatura del Opus Dei, y el carisma de San Ignacio a la Compañía de Jesús, Orden Religiosa de la Iglesia Católica cuyos miembros son popularmente conocidos como jesuitas, quienes trabajan por la evangelización del mundo en defensa de la fe y la promoción de la justicia en permanente diálogo cultural e interreligioso, como dicen de ellos mismos.
Unos y otros son hijos e hijas de la Iglesia (por cierto, que la Compañía de Jesús también tuvo una jesuita: la princesa Juana, única mujer que murió con votos –puesto que haber hubieron otras tres, Isabel Roser, Lucrecia di Brandine y Francisca Cruyillas en cuyo caso no fue así), y como tal asumen la obediencia filial al Papa, cada uno animados por el carisma propio que caracteriza a su formación.
Aquí es donde aparecen en mi razonamiento las figuras de también dos grandes Papas: Juan Pablo II, y Benedicto XVI.
El proceso de beatificación del primero de ellos parece estar adelantado en el tiempo al del quinto de mis personajes, Pedro Arrupe, situación ésta que –como es lógico- incomoda en gran medida a los miembros de la Compañía de Jesús, y que realmente puede extrañar y hasta escandalizar a personas diversas que interpreten que pudiéramos estar ante una maniobra “de la Jerarquía”.
Dejadme decir que tiene que ser realmente difícil dirigir los destinos de la Iglesia. Juan Pablo II se encontró con hijos de la misma con verdadero carácter, con verdadero carácter sacerdotal, quiero decir. Uno de ellos fue Pedro Arrupe.
Tal vez las formas de uno y otro les hicieran extrañarse y hasta desconfiar. Como dice Jesús Rodríguez en su artículo, el P. Arrupe no dominaba el lenguaje de la curia, y era un vasco directo y cabezota además.
Profundamente jesuita, su carisma le remitía al discernimiento, y su discernimiento quizá, a su más humilde y resistente coherencia con la Verdad.
Algunos años han pasado.
Ahora rige los destinos de la Iglesia y ostenta la responsabilidad de dirigir la barca de S. Pedro otra autoridad: Benedicto XVI (un gran teólogo como reconocía en su artículo el articulista mencionado). A él le corresponde el discernimiento, por lo que vamos a pedirle a Dios que le ilumine especialmente en la resolución de lo que subyace en el origen de mi comentario.
Precisamente hoy van a beatificarse 498 mártires del siglo XX en España: son mártires por causa de la fe en medio de una contienda fraticida, y la Iglesia reconoce en ellos una intervención divina para afianzar la fe de la comunidad.
Algo similar parece haberse reconocido en el caso de Juan Pablo II, cuya causa de beatificación ha avanzado tan prontamente porque, antecediéndose al criterio de la Iglesia como institución, parece que el pueblo llano ha dado muestras de su percepción y es eso precisamente lo que motiva su actuación.
No es el caso de P. Arrupe. A él es muy poco probable que le conocieran las masas, porque, aparte de todo yo no diría que era un papa negro, sino un papa traslúcido: un hombre que “sabíase sólo” un instrumento de Dios.
¡Ojala pronto veamos su reconocimiento como participante oficial de la comunidad de los Santos, tal y como la concebiría S. Josemaría Escrivá de Balaguer!...
Que él vele y se comunique con nosotros desde el cielo.
Pero si para eso fuera necesario el reconocimiento de un milagro mediante su intervención, con todo descaro me atrevería a pedirle a este postulante a santo, (a Pedro Arrupe, S.J.), que rogara a Dios para que Benedicto XVI supiera interpretar los signos de los tiempos, lo cual estaría en la base de la comprensión de una Iglesia en la que tod@s los hijos de Dios tuvieran cabida, y en la que todas las interpretaciones sirvieran para dilucidar y conseguir una unidad de acción ante la Verdad.
Tal vez penséis que el milagro que solicito es demasiado grande, pero yo creo que no es así, porque no son los santos los que hacen milagros: los milagros los hace Dios (a veces mediante su intercesión).

Dios quiera pues, que una de las primeras manifestaciones de este milagro, sea precisamente la aceleración de su proceso de beatificación.
Esto es lo que opino, Txebox...
... no se lo que te parecerá.