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Artículos de opinión

POLVO DE ESTRELLAS

Mucho más de lo que pensamos, tendemos a colonizar conciencias. Pretendemos tener razón, pero no nos damos cuenta de que la razón, que es aquello que queremos transmitir, nos transciende y antecede y, en su caso, queda restringida por nuestra manera de interpretar.

Nos cuesta admitir que cuanto pensamos haya sido concebido antes, y que sólo porque ésto es así, cuanto pensamos tiene una mayor o menor dosis de racionalidad.

El estudio de esa razonabilidad así como de su origen, es lo que constituye el objeto propio de una ciencia: la metafísica, que es precisamente la que nos va a servir para argumentar.

En lo que yo denomino “intentos de colonización” subyace siempre un enfoque filosófico, y en ese sentido el Sr. Vargas (ver el artículo inmediatamente anterior) argumenta que el concepto bíblico de un Dios racional y una creación racional y ordenada, con una regularidad de los fenómenos naturales reflejo del mismo orden divino creador, es la base para suponer a la naturaleza sometida a leyes regulares.

Nos dice también que el admitir que el Dios de los cristianos «ordena todas las cosas por medida, número y peso» (Libro de la Sabiduría, 11:21) sostiene la racionalidad del Universo, lo que permite una investigación cuantitativa para entenderlo.

Estoy de acuerdo con el Sr. Vargas en que esta concepción filosófica ha estado en la base y ha dado orientación al progreso de la ciencia y en ese sentido la filosofía cristiana no puede ser considerada a-científica ni anti-científica. Pero me temo que independientemente de lo que descubriera Arquímedes o de lo que en su tiempo pensara Galileo, las leyes de la física han estado siempre ahí, y que sólo cuando ésto captamos, es cuando somos capaces de empezar a elaborar.

Quiero con esto decir,

o        que no hay verdades en las noticias, ni novedades en la verdad.

o        que la Verdad es inmutable, y que nuestra verdad es sólo participada,

o        y que para que nuestros conocimientos subsistan no es suficiente con una filosofía que los sustente, sino que lo necesario es que dichos conocimientos se correspondan auténticamente con la Verdad.

Dicho esto, diremos ahora que sí coge una argumentación metafísica que justifica la razonabilidad de la filosofía cristiana.  No se trata aquí, pues, de “colonizar conciencias”, sino de ofrecer algunos argumentos objetivos que contrarresten “objetivamente” las dificultades que a veces tenemos de comprender.

En un artículo anterior os he expuesto la teoría de que Adán y Eva eran expresión de dos momentos de la misma realidad: de la humanidad en cuanto capaz de Dios y en comunicación con Él (Adán), y de la humanidad en cuanto capaz de Dios, en comunicación con Él, y capaz de compartir y de hacer efectiva mediante sus actos la obra Dios -Eva-.Os hablaba también de una vocación: de la llamada a compartir la dignidad de los hijos de Dios. Por esa vocación abandonaríamos todo (os decía) en una libérrima interpretación del Génesis que sigo considerando no carente de razonabilidad.

Esta comunidad, participando y participadora de la Vida de Dios no es otra cosa que la Iglesia, que como veis y en mi criterio, tiene una existencia anterior al pecado original. Pero vamos a dar un paso atrás.

  • ¿Por qué es posible esta comunicación?.
  • ¿Por qué Dios nos eligió para extender su Amor entre todas las criaturas llamadas a participar de Él cada una del modo conveniente a sus respectivas naturalezas?.
  • ¿Por qué la creación de los seres humanos supuso una novedad?
  • ¿Qué es lo que nos hizo tan "nuevos"?...

Sabemos que tenemos materia, ¿no es así?. También sabemos que tenemos instintos -hasta aquí todos de acuerdo, supongo-. Pero de nosotros decimos también que somos "espíritus encarnados", o también “cuerpos espiritualizados”, es decir: que aunque nuestro cuerpo esté compuesto por átomos, y que aunque compartamos con otros seres animados las funciones de todo viviente y también determinados instintos, los seres humanos tenemos "algo" a lo que denominamos alma que nos otorga unas facultades superiores a las de los individuos de otras especies, y que por tales ser, nos constituyen precisamente en seres personales, es decir, en individuos participantes de una naturaleza espiritual.

Es nuestra participación en esa naturaleza lo que nos permite comunicarnos a un nivel intencional con otros seres personales (y por ende con Dios mismo) y es esa participación también la que justifica el origen a dos facultades específicamente humanas como son la autotrascendencia, es decir, la capacidad de dirigirnos a objetivos “fuera” de nosotr@s mism@s, y el autodistanciamiento, es decir, la capacidad de tomar distancia de los síntomas, de los “datos”, o dicho de otro modo, la capacidad de objetivizar.

Ambas “capacidades” como decimos, tienen un origen espiritual, pero al mismo tiempo también están mediatizadas por el otro co-principio de nuestra naturaleza: la materia.

Al parecer, el origen de toda materia (también de la que constituye el cuerpo humano) se encuentra en la condensación de gases de una estrella. Esto es lo que se ofrece como un dato objetivo.

Pero la materia no es sino la sustancia sobre la que inhiere la Vida con unas distintas características según la naturaleza que pueda considerarse, y lo hace a través de las diferentes formas sustanciales.

Es así como se nos otorga un modo de ser, una forma de actuar, y una forma de relacionarnos específicas; pero no se nos otorga por lo que somos exactamente, sino para que seamos, es decir: para que en relación, llevemos nuestro ser a la perfección a través de los efectos inmanentes (los que recaen sobre nosotros mismos) y transeúntes (los que recaen sobre las realidades de nuestro entorno) de nuestros actos.

Es así como la Vida (que sólo es de Dios) se comparte, y es el hecho de que hayamos sido creados “a su imagen y semejanza”, es decir, participantes aunque de un modo limitado de su naturaleza espiritual, lo que nos permite compartirnos con Él, trascendiendo las limitaciones espacio-temporales que impone nuestra materia. (En ese sentido, no creo que sea significativo datar el momento en que esa forma de Vida pudiera inherir sobre la naturaleza humana, puesto que las facultades espirituales de las que hablamos no están sujetas a temporalidad, por lo que considero perfectamente posible compatibilizar una teoría creacionista con una evolucionista).

Supongo que hasta aquí iremos al unísono también; pero por si alguien quisiera hablarme de la comunicación entre individuos de otras naturalezas diferentes de la humana en términos "científicos", le someto la idea de si es o no equiparable la actividad de un hormiguero con la contemplable en el museo del Louvre, por ejemplo.

El ejemplo de un museo nos permite hablar ahora de nuestra manera de conocer, y nos permite también argumentar que mientras nuestras capacidades espirituales no están sujetas a temporalidad, no ocurre lo mismo en cambio con nuestra necesidad de contemporizar.

Veamos:

Nuestra capacidad de comprensión nos diferencia de cualquier otra de las especies creadas. Pero aunque por cuanto que somos seres abiertos al infinito ésta es en principio ilimitada, la misma está mediada por nuestro modo de conocimiento y por nuestra necesidad de contextualización.

Nuestro modo de conocimiento es mediato (es decir, nos adviene por medio de nuestros sentidos externos –vista, oído, tacto, gusto, olfato-), procesual y acumulativo (vamos incorporando los nuevos conocimientos a conocimientos ya contrastados, conformando lo que se denomina un mapa conceptual). Éste es el modo en que hacemos nuestro lo cognoscible. Pero aunque ésto sea así, nuestra apertura al infinito nos permite imaginar cosas o situaciones aún y cuando no hayan tenido aún lugar en la realidad.

A algunas de ellas las damos forma con nuestra creatividad  y es así como lo que imaginamos cobra realidad (es lo que hacemos cuando a partir de formas sustanciales ya existentes somos capaces de transformarlas sea convertidas en una obra de arte o en un pedazo de pan, por ejemplo –que en algún momento se inventaría, ¡digo yo!-). Pero para que lo imaginamos cobre realidad antes que nada para nosotros mismos, necesitamos llevar a cabo lo que los filósofos antiguos denominaban “conversio ad fantasmata”, es decir, contrastar (convertir) lo que imaginamos (nuestro fantasma) con algo para nosotros tangible, es decir, con nuestra propia realidad.

(Esto no quiere decir que lo que para nosotros sea real sea “todo lo real”, y en ese sentido le cuestionaba el otro día a Joaquim hablando de la posibilidad de existencia o no de extraterrestres y de la posibilidad de que los mismos se comunicaran con nosotros, si no habría que meter en el razonamiento la posibilidad de que el espacio y el tiempo fueran tan sólo magnitudes y como tal maneras de medir, o la posibilidad también de que, caso de que los mismos existieran tuvieran que tener o no forzosamente nuestros condicionantes, pero este tema vamos a dejarlo ahí).

Hasta aquí hemos utilizado razonamientos con una cierta base metafísica, que en principio podría ser común a otras concepciones, puesto que para llegar a ellos no es preciso en absoluto un certificado de bautismo ni que cada uno renuncie a su propia fe.

Pero lo que hace perdurable la filosofía cristiana, lo que ha dado ánimo al avance de la ciencia, no son unos razonamientos, sino la percepción de que real y vivencialmente, esta filosofía se corresponde con la Verdad.

Como dice S. Pablo en la 1ª Carta a los Romanos, es la fe en un Dios creador la que salva.

Hemos dicho que nuestro modo de conocimiento es mediato, procesual y acumulativo, y así es. Pero existe también un lenguaje íntimo y no codificado con el que Dios se nos refiere y a través del que se nos informa sobre la adecuación de nuestro actuar con el Orden todo de la creación, y es esa una comunicación que se lleva a cabo en el ámbito de nuestra conciencia.

Pero para que lo que intuíamos pudiera ser para nosotros una realidad, era necesario que se nos manifestara en términos “reales”, y por eso la encarnación de Dios “precisamente en un judío del s. I” no responde más que a la necesidad de concreción de aquella comunidad que por lo demás es tipo de todo el género humano.

Previamente informados a través de “los voceadores de Dios” (los profetas) y ya con una fe en comunidad que es lo que les hacía ser un pueblo elegido, “en la plenitud de los tiempos” (es decir, en el momento en el que la madurez del pueblo así lo aconsejó), el Verbo de Dios tomó carne humana.  

Supimos así del Ser de Dios como Trinidad de Personas (que es de lo que nos informó Jesús), y supimos también de los designios salvíficos de Nuestro Padre Dios.

Pero me temo que no fueron sólo sus palabras lo que nos hicieron creer en Él. Ni siquiera el poder que Cristo manifestaba a través de sus milagros, aunque ésto si fuera revelador de las obras de su Espíritu en las capacidades de un ser humano que se dejara actuar por Él. Es así como supimos del destino al que estábamos llamados. Así es como comprendimos nuestra vocación como comunidad: nuestra llamada a compartir mediante nuestros actos el Poder del Espíritu de Dios.

Como en todo caso es necesario conocer para amar, el objetivo de la manifestación de Dios estaba cumplido.

Pero para responder a la comunicación de Dios era preciso que se elevara nuestra capacidad de respuesta, puesto que la participación en la Vida de Dios no era algo que nos conviniera por naturaleza., y por ello fue necesario que el Hombre-Dios Jesucristo, haciendo conforme su voluntad humana con los designios de su Padre Dios para con Él, restituyera para nosotros la comunicación de la Vida divina que supone la Gracia.

Él es el nuevo Adán por cuanto que origen, y la nueva Eva por cuanto que realización, de la nueva comunidad renacida a la Vida de Dios que es la Iglesia. Esta comunidad orante y reunida, recibió El Espíritu de Dios y con Él sus Siete Dones, y es entonces cuando pudieron hacer suyo lo insondable de su Misterio.

En esta última parte mi discurso podría resultar invasivo o colonizador para otras creencias, pero realmente no es así: sencillamente estoy hablando de una realidad.

  • De una realidad que anima a la Iglesia, y que hace que sus formulaciones sean fecundas.
  • Que hace que la ciencia progrese en sus debidos cauces, porque es el Espíritu Santo del que hablo el que conduce a la revelación de la Verdad completa.
  • No porque los cristianos lo creamos, sino porque es así.

 

LA ORACIÓN DE ROUCO

Mi intervención será corta hoy, Pero no puedo dejar de comentar la impresión que me ha producido la determinación del Sr. Arzobispo de Madrid de que en todas las Eucaristías se rece "por el rey y por la corona", seguido de una oración por la "unidad de España".

Precisamente ayer estábamos tomando un cafelito una amiga y yo, y hablando sobre la situación de la Iglesia, mientras que yo le decía que Benedicto XVI me parecía un gran teólogo, ella decía que comparativamente con Juan Pablo II, no acababa de llegar. Que quizá debería encargar una especie de "macro-campaña publicitaria" o algo así, de modo que el mensaje pudiera llegar al pueblo llano.

Yo le decía que lo que realmente necesitábamos, es que fuera de los grandes discursos, la Iglesia fuera creíble porque en nuestro comportamiento se manifestara siempre la Verdad.

La Verdad del Evangelio está desarrollándose en distintas comunidades y con distintas sensibilidades, y por ello creo que la derminación del Sr. Rouco ha sido francamente desacertada.

Jesús nos dijo claramente que el Padre ya sabe de qué tenemos necesidad antes de que se lo pidamos.

En esta hora complicada y hasta crispada, lo que procede pedirle al Dios de la Vida, no es por el rey o por la corona, por la unidad de España o por la autodeterminación, sino para que entre todos sepamos llegar a la paz y a la unidad, de modo que de verdad seamos Uno como Jesús y Él lo son.

Pienso que sólo así el mundo creerá.

¿ABSOLUTO?, ¿RELATIVO?

Me alegro de que las palabras de Benedicto XVI del día 5 hayan suscitado vuestros comentarios. Me vais a permitir ahora que os someta un razonamiento un poco más elaborado si no sobre ellas, sí sobre lo que las msmas pretenden suscitar o sobre lo que de las mismas yo interpreto. Vosotros me diréis.

Mirad: sólo la consideración de un absoluto puede llevarnos a la consideración de un relativo, puesto que relativo es "aquello que hace relación a". Dicho ésto, y en relación con la Transcendencia, utilizando notas, guarismos o versos, nosotros no hacemos sino "relativizar" su realidad.

La cuestión es si existe o no una correspondencia de nuestras opiniones con aquello que interpretamos, dando por supuesta en todo caso nuestra buena voluntad.

Esta correspondencia viene determinada por un rango que fija la Ley Natural, como expresión imperceptible de una ordenación que impera el Cosmos (imperceptible quiero decir si pretendemos percibirla con nuestros sentidos externos, y no con la luz de la razón).

Es la razón una facultad humana que sintetiza nuestro conocimiento y nuestra voluntad permitiéndonos conocer realidades razonables; pero aunque como posibilidad existe y está abierta a todos los seres humanos en el ámbito de su conciencia (en ocasiones pienso que es más expresivo denominarla consciencia), lo cierto es que las verdades o las realidades que tratamos de razonar para poder interpretarlas tienen que ser razonables, es decir, tienen que tener razonabilidad y ser acordes a la razón.

La razón que se nos transmite el relación con el Absoluto, es el conocimiento de Dios. 

Todos habremos oído mil veces (o más), que nuestra conciencia ha de estar formada, o aquello que yo decía de que "sin ciencia no hay conciencia". Pues bien. No se trata de una ciencia cuantificable, sino de la que surge de la experiencia de Dios, de aquel momento en el que lo que sabemos se nos muestra como certero porque surge de la vivencia de una evidencia.

Ante esta percepción, eliminamos o renovamos argumentos o formulaciones anteriores, porque "sabemos" que estamos en pleno progreso.

Pues bien: en ocasiones, y en ese "nuestro progresar", el conocimiento de la realidad de Dios de la que hablo se ve contaminada aparte de nuestra coyuntural necedad, por opiniones ajenas a las que damos un valor exagerado. No dejan de ser "buscantes" (como nosotros mismos) que en ningún caso van a llegar a manifestar (como tampoco nosotros) la verdad acabada del conocimiento que pretendemos poseer.

Como los cristianos sabemos, ese conocimiento "sensible" de las cosas de Dios se nos ha alcanzado con la encarnación de Nuestro Señor Jesucristo. Él si conoce la verdad de Dios y nos la ha participado.

Reconozco que yo soy la primera a la que le ha costado lo suyo caer en esa vivencia, pero gracias a Dios ha sido así. La cuestión es que siempre estaba ahí, pero, aunque yo lo intuía, mi "nescencia" precisamente no me permitía vislumbrarlo.

Otras personas no creyentes también han llegado a esa vivencia, porque  Dios a todos nos habla. Esa percepción les llega precisamente porque son contemplativos: porque son capaces de ver la mano de Dios en toda la naturaleza e incluso (pese a nuestros errores) en el comportamiento humano.

 Pero en ocasiones ese conocimiento se nubla en ellos como en nosotros precisamente por nuestra vanidad: porque queremos ser como dioses. Así, manipulamos, conducimos o erramos a otros seres racionales, queramoslo o no, no buscando la razón que queremos transmitir por ella misma, sino nuestra propia interpretación de la realidad.

Acaso que nuestras versiones sean compartidas nos afiancen. Pero aunque fuéramos todos opinando al unísono, nunca variaríamos ese orden pre-establecido del que habla Benedicto XVi y que no es sino la expresión viva a través de sus actos de la Sabiduría de Dios.

No se lo que os parecerá lo que me he decidido a compartir con vosotros...

LA TEORÍA DE LOS GLADIOLOS

Mucho se rió mi profesor de Metafísica cuando, para tratar de explicar el modo en que yo concebía no la creación humana, sino la procreación humana, le hablaba de mi teoría de los gladiolos.

No me cogía de la cabeza (como pienso que a nadie lo hará), la posibilidad que de una figura de varón (Adán) y una de hembra (Eva), ambas únicas, procediera toda la estirpe humana, y se me ocurrió formular la teoría de que tal vez con ellos sucediera lo mismo que sucede con un bulbo de gladiolo: si uno plantáramos, al cabo de un tiempo de esa misma raíz surgirían algunos más...

En medio quedaron algunos razonamientos sobre el modo de reprodución humana que invalidaban mi planteamiento, pero el pensamiento quedó en mí: algo incomprensible enconraba yo en la manera de entender no ya el origen sino el modo de continuación de la estirpe humana, y ello me llevó a concretar aún más mi combatida teoría dando lugar a una interpretación propia, tanto de este tema como de la vocación del ser humano a la perpetuidad, que a continuación expondré...

Veréis:

Nos dice el Génesis, que partiendo de la naturaleza material creó Dios al primer viviente, y lo hizo participándole una forma de ser y de actuar determinada que le permitirían, aparte de la posibilidad de relacionarse con otros seres de su misma especie para transmitir y compartir la vida propia (hablamos de relaciones de generación, de parentesco o de participación en determinadas formas sociales), asimilar, compartir o transformar las formas sustanciales de otros seres (pensemos en las funciones metabólicas, en la asimilación de conocimientos o en la realización de obras de arte o de creatividad en suma), de modo que partiendo de ese modo de ser y de actuar característico, la Vida de Dios fuera en él y a través de él mediante los efectos inmanentes y transeúntes de sus actos.

Pero aunque  nos encontráramos así con un viviente dotado de creatividad, capaz de actuar y por lo tanto de relacionarse, la perfección de su ser personal no comportaba la posibilidad de generar un viviente semejante a él capaz de transmitir la vida de Dios, puesto que la Vida de Dios no era algo que le conviniese por naturaleza.

Así (y sin su intervención) a ese ser humano le añadió Dios una nueva perfección (la capacidad de transmitir la dignidad de los hijos de Dios), constituyéndole en padre por cuanto que inicio (Adán), y madre por cuanto que modo de realización (Eva, "madre de todos los vivientes") de toda la humanidad.

Ambos serían una misma carne, pero no hablamos con ello del hecho de generar hijos al modo que lo hacen otras especies animales, sino de que ambos (Adán y Eva, principio y realización) servirían de sustancia para que, sobre su progenie,  habitara y los hiciera capaces de transmitir la Vida de Dios.

Así, cuando hablamos de que por esa nueva realidad (Eva) el ser humano (Adán) dejaría padre y madre, tampoco estamos hablando de nada físico, sino de una vocación a la Vida de Dios: de nuestra llamada a participar y a hacer realidad en nosotros y a través nuestro, la dignidad de los hijos de Dios.

¿Qué os ha parecido en qué quedó mi tan ingénua "teoría de los gladiolos"?...

PAR DE FUERZAS

Actuamos entre un par de fuerzas: una tira de nosotros hacia el bien, y hacia el mal tira la otra, condicionando de uno u otro modo nuestro actuar. Este par de fuerzas están presentes en nuestra vida en forma de tendencias, y contando con ellas co-existimos con todo lo creado en una situación pre-existente, sobre la que impera en todo momento nuestra libertad.

Así, cuando actuamos conforme a nuestra inclinación al bien, evolucionamos y nos compartimos en un determinado sentido (positivo para nosotros y para cuanto nos rodea), mientras que cuando cedemos ante nuestra inclinación al mal, lo hacemos en un sentido negativo cuyos efectos son diametralmente opuestos a los del anterior.

Es, pues, a través de los efectos de nuestros actos como nuestro par de fuerzas actúa, como si dijéramos “iluminando” u “obscureciendo” una realidad. Pero ese “iluminamiento” u “obscurecimiento” de la realidad no nos es ajeno en absoluto, puesto que para que ello tenga lugar y como ha de ser a través nuestro, el proceso ha de contar con el beneplácito de nuestra voluntad.

Es en la medida en que optamos permanente y libremente por el bien y nos despojamos de un modo definitivo de la vanidad de nuestra inteligencia, del hedonismo de nuestra conducta, y de la codicia de nuestra voluntad como nuestra propia humanidad es susceptible de ser iluminada.

Es de ese modo como la relación con la Luz (con Dios) se restablece (en un principio perdida como consecuencia de los efectos del pecado original), y es de este modo también como por efecto de nuestros actos, llegamos a hacernos en mayor o menor medida seres capaces de contener, de manifestar y de participar de esa Luz que emana de la Vida: de la Luz de Dios.

Lo que nuestras renuncias suponen, es un morir a nosotros mismos en aras a un Bien mayor.

No se consigue ni fácil ni inmediatamente, pero supongamos que lo consiguiéramos: sería entonces cuando nos resultara patente que detrás toda muerte, hay una resurrección.

Tras morirnos a nosotros mismos, llegaríamos a percibir desde la vivencia de la evidencia, los efectos de la presencia de Dios en nuestra alma: es decir, a reconocer en nosotros actuando, y a través de nosotros sobre otros, al Poder del Espíritu de Dios.

Percibiríamos su don de sabiduría, no para que supiéramos muchísimo de muchas cosas, sino para perfeccionar en nosotros ni más ni menos que el amor.

Lo haríamos también con su don de entendimiento, que potenciaría en nosotros la fe y con el que entenderíamos de modo admirable los más profundos misterios.

Con el don de ciencia se nos conferiría una ciencia verdadera: una ciencia que viene y va a Dios en directo, que perfecciona la fe que habríamos de transmitir a los demás y que nos enseñaría a juzgar rectamente las cosas creadas. Con seguridad merecería la vida entera conocerla y juzgarla.

El don de consejo ayudaría mucho, pero mucho, a esa virtud tan rara y pocas veces tomada en cuenta que es la de nuestra prudencia. Nuestras grandes determinaciones estarían signadas por este Don, no por nuestros criterios personales.

Con el don de piedad descubriríamos nuestra verdadera filiación y no decaeríamos en el amar a Dios con todas nuestras fuerzas y también a nuestros hermanos.

Con el don de fortaleza, resistiríamos y acometeríamos según la necesidad de cada momento, con una fuerza única que resistiría al mal. Resistiríamos el mal y haríamos siempre el bien sin cansarnos.

Y con el don de temor a Dios, tendríamos un temor pleno de amor justificado por el temor de perder nuestra relación con Él.

Hasta aquí hablaríamos del resultado de un proceso en el que interviene de un modo determinante nuestra voluntad, pero que tiene lugar y nos resulta más o menos evidente, tras la presencia de un modo también más o menos estable de Dios en nuestra alma.

Esto es así, porque cuando de una experiencia mística hablamos, lo que acontece es la comunicación entre dos seres personales: entre Aquel que es (Dios), y cada uno de nosotros (los llamados a ser) individualmente considerados.

Esta experiencia depende de nuestra capacidad de experimentarla, y esta capacidad (que como decíamos pasa por un morirnos a nosotros mismos) se ejercita de un modo evolutivo a través de toda nuestra existencia.

La meta de esa evolución consiste en llegar a ser “personas virtuosas”, es decir, en llegar a adquirir de un modo estable a base de la repetición de actos en un determinado sentido, la calidad de personas para la que hemos sido creadas. 

Pero lo que en el momento en que lo alcancemos nos resultará evidente, se hace patente también en determinados momentos de nuestra vida ordinaria. Nuestra intuición de Dios, nuestras pequeñas experiencias, nos llevan a perseguirlas con un ardor todavía ciego. Es a esta situación a la que creo que los teólogos y los místicos se refieren cuando hablan de la vía purgativa. 

Llegado un grado de evolución suficiente (aunque aún condicionados por las circunstancias de nuestra vida presente), la comunicación con Dios puede llevarnos a una percepción sensible de su presencia y de los efectos que ésta conlleva, y se me antoja que de ello hablan también los grandes místicos cuando se refieren a la vía iluminativa. 

En la vía unitiva por último, se daría en nosotros la circunstancia de que, la actuación del Poder de Dios (del Espíritu Santo) sería tal, que nos capacitaría para trascender toda circunstancia espacio-temporal para llegar así a la unidad con Él aún en nuestras temporales circunstancias. (De esa trascendencia los efectos físicos son también observables, al parecer). 

Pero no nos engañemos: la presencia de Dios en el alma humana depende en todo caso y siempre de su Voluntad. 

Cuando esto acontece, utilizando categorías humanas los humanos tratamos de expresarlo, y es así como llegamos a tener otras referencias (aparte de la propia) de esta realidad. 

Pero la comunicación que de Sí mismo Dios hace es libérrima, y puesto que no depende sino de nuestra capacidad de vivenciarla, podemos encontrarnos con referencias de personas de otras culturas o de otras religiones que hablen de la misma realidad. 

Lo que los cristianos sabemos, es que esta presencia de Dios en el alma humana no es otra cosa que la Gracia.

  • Que a esa Gracia (que en todo caso es un don de Dios) accedemos por participar de la Gracia creada de Jesús de Nazaret.
  • Que fue por el hecho de asumir nuestra humana naturaleza y tras su aceptación voluntaria de la voluntad de su Padre para con Él como la comunicación de los seres humanos con Dios (perdida como consecuencia del mal uso que hicimos de nuestra libertad en el pecado original) se restableció.
  • Y que con la ayuda de su Gracia, siempre que actuemos de un modo “semejante” al de Cristo, es decir, que seamos capaces de morir voluntariamente a nosotros mismos en cumplimiento de la voluntad de Dios para con nosotros, nos haremos semejantes a Él.

 Los resultados de esta experiencia están fuera de toda duda. Así lo atestiguan los testimonios de los grandes místicos (S. Juan de la Cruz, Teresa de Ávila, Fray Luis de León o Francisco de Borja, por ejemplo) a lo largo de la historia. 

De la mayor o menor identificación con Cristo se deriva nuestra mayor o menor unidad con Dios. 

Pero la adquisición de Cristo para su Iglesia (comunidad de seres humanos susceptibles de compartir la Gracia de Dios y que como tal pre-existe al pecado original) lo fue para todos los seres humanos, y lo fue para todos los tiempos. 

Es por ello que, merced a los méritos del Hijo del Hombre, los seres humanos de toda época (estando de nuevo en condiciones de entrar en comunicación con Dios en virtud de Su Gracia) podemos llegar (mediada nuestra conducta) incluso a la comunión con el mismísimo Espíritu de Dios. 

Hasta aquí mi reflexión. Tampoco esto deja de ser una manera de hablar. Espero con impaciencia lo que vosotros tendríais que añadir. Que así sea.

 

LA EXPERIENCIA DE DIOS

Se me ha sugerido que hablemos de la experiencia de Dios. Pues bien: os diré que la experiencia de Dios tiene cabida en nuestra vida, contando con nuestra experiencia, pero de un modo no condicionado por la misma. Pasa por un reconocimiento de Dios y de sus designios, prescindiendo previamente de nuestras valoraciones y vaciándonos de nosotros mismos

¡Mirad de qué modo tan explícito expresaba algo tan abstracto nuestra amiga Zoe cuando comentaba un artículo mio aparecido en este blog el pasado mes de Mayo, en el que trataba de explicar el sentido del sufrimiento humano y que se denominaba PARA ENTENDERLO!

 Nuestra amiga Zoe dice así:

"Como tu dices el sufrimiento no es deseable pero ya de tener que ser poder aprenderlo maximo de el. En mi vida ha sido curioso,como he podido vivir mas mi experiencia espiritual a traves del dolor. Me daba cuenta que esos eran los momentos en que me ponia de rodillas,me quitaba la mascara y pedia ayuda. Eran en esos momentos cuando me sucedian los milagros,llamenlos cada uno como quiera,claridad ante el problema,descanso ante el dolor,paz..etc. Despues de muchas experiencias y todas solucionarlas de la misma manera,me dije ¿Porque no me quedo en esta postura? Si,la de rodillas,que no tiene nada que ver con la humillacion,sino dejando que las cosas transciendan,quitandome la mascara,dejando actuar al que sabe,al Espiritu Santo. La verdad es que pocas veces lo logro,porque tiendo a ponerme la mascara,a saber mas que nadie,a darle a la cabeza como una lavadora. Pero cuando lo consigo,si,es agua bendita!!!!"
Precisando un poquito más, yo diría que el que actuaba en ella era Dios, a través del Espíritu Santo, y que con Él le alcanzaban a Zoe sus siete dones. 
Zoe había comprendido que por fin ella actuaba para quien actuaba en ella, y es esa una auténtica experiencia mística a la que todos estamos llamados.
Decía el Evangelio del domingo pasado, que El Señor no había venido a traer paz, sino guerra. Pues bien: la experiencia de Dios supone el éxito de una batalla; pero no contra el demonio o contra el mal, sino contra nosotros mismos.
La experiencia de Zoe nos ha hecho ver, que para escribir como  ella lo hace, no es necesario considerar todas las reflexiones que puedan hacerse al respecto: ella simplemente ha considerado una voluntad que no es la suya, y ha sabido respetarla y asumirla por considerar que proviene del Amor.
Para esta percepción pueden molestarnos nuestras percepciones, puesto que nuestro conocimiento de la realidad está mediado por nuestras experiencias y por nuestros sentidos, y mayormente tendemos a considerar conforme a lo que creemos la propia realidad. Pero la realidad de Dios se hace manifiesta y su voluntad se impone, siempre que renazca a ella nuesto conocimiento y hagamos con ello nuestra Su voluntad.
Es el conocimiento de nosotros mismos y de la realidad de Dios como el Totalmente Otro y como el Totalmente Amor para nosotros lo que presenta mayor dificultad, y ésto es producto de nuestra propia vanidad, y por éso,
  • sólo cuando sabemos reducir nuestro valor y nuestro criterio a a sus justos términos en relación a Él, llegamos a comprender la existencia de sus designios pese a que nos contravengan,
  • y sólo cuando nos sabemos actuados y actuando por su Amor y para su Amor, tiene lugar con la base de nuestra entrega, la magnífica experiencia de la que hablamos.
Te felicito, Zoe, y te agradezco mucho tu intervención, porque como digo tu manifestación no puede ser más explícita.

LA UNISEXUALIDAD DE DIOS

En el artículo anterior (EL CORAZÓN Y LOS ANDARES DE LA IGLESIA) partíamos del axioma de que sólo lo inteligible es interpretable, y sólo lo amable es digno de amor. Una vez considederado, vamos a introducir ahora el siguiente silogismo: “sólo lo que para nosotros es amable, es capaz de generar nuestra conducta en aras a su consecución”. 

 

Esto es así porque las personas queremos por una razón de bien, es decir, sólo cuando algo es considerado bueno para nosotros lo admitimos como tal, sencillamente por considerar que forma parte de nuestro propio bien, y es de este modo como llega a formar parte de nuestra propia realidad. 

 

Pero comoquiera que nuestros actos de conocimiento y amor son puntuales, acumulativos y mediatos (es decir, porque sólo conocemos a través de nuestra experiencia, porque sólo incorporamos conceptos en la medida en que nos sean significativos de la realidad, y porque sólo conocemos mediante nuestros sentidos externos), sólo en la medida en que nuestros conceptos sean y se demuestren veraces se convertirán en principios ordenadores de nuestra conducta y constituirán para nosotros una experiencia de la vivencia de nuestra propia felicidad.

 

Es pues con sucesivos actos puntuales y acumulativos de conocimiento y amor como vamos evolucionando a lo largo de nuestra vida, no dudando en sustituir o incorporar nuevos conceptos en la medida en que los juzguemos significativos de nuestra verdad.

 Pero independientemente de nuestras consideraciones, la verdad es algo que se impone por cuanto que todas las cosas tienen una razón de bien o de bondad en sí mismas, es decir: las cosas son y son buenas en la medida en que son como deben, o dicho de otro modo, en la medida en que son e interactúan de la manera conveniente a sus respectivas naturalezas, formando parte cada una en su medida de una razón de bien universal. 

Es esta razón de bien universal lo que justifica la bondad de todo lo bueno, y es el hecho de participar en ella del modo conveniente (sepámoslo o no) lo que nos convierte en auténticamente amables y como tal en seres dignos de compartir amor.

 Hemos llegado pues, a lo que yo considero una obviedad: si hay algo real, netamente bueno es el Amor, pero son nuestras connivencias, nuestras maneras cicateras y restrictivas de compartir unos conocimientos sobre Él que no dejan de ser sino interpretaciones filosóficas de esta neta realidad lo que dificulta nuestra participación y nuestra co-existencia dentro de ella, provocando en la medida en que los absoluticemos incomprensiones y desarraigos en quienes, pese a su deseo de compartirla, no sean conscientes del peligro de esa posibilidad. 

Es, pues, amando convenientemente como compartimos el Amor. 

Pero este Amor que impera en y entre todas las naturalezas y que se nos comparte, no actúa circunscribiéndose a las características .creadas de ninguna de ellas.

 

Sencillamente actúa, y precisamente porque actúa existe “en” y es compartido “por” todas ellas.

 

Dicho de otro modo: nosotr@s amamos, precisamente porque el Amor existe, porque Él nos ama primero e ininterrumpidamente, y porque vivificad@s por ese Amor que existe, nos ama, y actúa en nosotr@s ininterrumpidamente, a través de nuestras relaciones somos capaces de participar y de compartir, siempre que lo hagamos convenientemente, el verdadero Amor.

 

Pero el Amor del que hablamos tiene unas características especiales que como hemos adelantado, no están circunscritas a ninguna de las características de las distintas naturalezas creadas entre las que se comparte.

 

Su naturaleza es netamente espiritual (por no decir divina), y es a través de sus relaciones “con”, “entre” y “por” los actos de otros seres que participan aunque limitadamente de esta naturaleza (es decir, de otros seres personales), como ese Amor de naturaleza divina impera conforme a un cierto rango “en” todas sus criaturas.

 

Es por eso que hablo de la “unisexualidad” de Dios.

 Porque aunque con categorías humanas podamos hablar de Dios indistintamente como Padre o Madre en razón de la procedencia de su Amor, la realidad es que el Amor de Dios existe y actúa “en” y “a través” de los actos de los seres humanos independientemente de cuál sea su condición sexual,

... porque ése el modo previsto para que su Amor alcance en función nuestra a todas las criaturas manifestándose de ese modo el poder y la Gloria del Creador,

... y porque aunque los seres humanos tengamos un cuerpo sexuado, y realmente haya un modo específico de compartir nuestro amor de naturaleza racional ordenado a la perpetuación de nuestra especie, lo que los seres racionales compartimos, lo que no somos capaces de dar por nosotros mismos, y lo que justifica nuestra condición como seres personales precisamente por haber sido creados a imagen y semejanza de Dios, es el hecho de ser capaces de compartir ese Amor ilimitado de naturaleza espiritual y para el que no existen categorías, que es el Amor de Dios. 

 

Hablando de la capacidad de generar seres de nuestra misma especie,

... una cosa es el discernimiento, la elección, la libre entrega de la intimidad, la aceptación consciente de la relación y la actuación que resulte debida y consiguiente...

 

Son éstas opciones y valores positivos que la Iglesia defiende por cuanto que tienen una razón de bondad implícita en todas las relaciones que con origen en la conyugalidad y a partir de ella se establezcan entre los miembros de una familia (fraternidad, filiación...)

 Pero eso no quiere decir que el Amor esté limitado por ellos, y es únicamente considerándolo bajo esta acepción como podemos hablar sin faltar a la verdad, de conceptos como la maternidad de la Iglesia, la paternidad espiritual de los sacerdotes y del mismo Papa, o la hermandad y solidaridad universales. 

 

Acabemos diciendo:

  • que sólo Dios conoce nuestra intención.
  • que es a través de una dimensión intencional como las facultades espirituales se comparten,
  • y que es precisamente así como los seres racionales nos comunicamos y participamos del Amor de Dios.

  Esa participación en el Amor de Dios como pareja, se nos alcanza en el Sacramento del Matrimonio. Es así como se nos comunica la gracia específica para, por encima de nuestros medios, poder perpetuar en pareja en el Amor de Dios. 

Pero aunque, los padres incoan y favorecen en sus hijos el conocimiento y el amor a Dios, nunca olvidemos, que quien da, participa, y mantiene la vida mistérica no son los progenitores, sino Dios.

  Así las cosas, una vida ya nacida puede ser encauzada hacia Él por personas que, no siendo propiamente sus generadoras, sean incoadoras, favorecedoras y protectoras de su crecimiento espiritual, y como la vida espiritual es propiamente vida por cuanto que en ella convergen las funciones necesarias para considerarla tal por (las ideas o los afectos también se asimilan, se comparten y se generan), podemos concluir que en temas tan analizados como el de la familia o el matrimonio, cabe la consideración de nuevos planteamientos, máxime si se tiene en cuenta que en el caso del Sacramento del Matrimonio, la unión se establece entre los contrayentes y Dios, siendo el Sacerdote y la comunidad meros testigos de la expresión del consentimiento de los auténticos sujetos y ministros del Sacramento: la pareja. 

 

Confío en que estos razonamientos sirvan para aclarar alguna de las ideas barajables por una y otra parte (me refiero a opiniones tanto de personas homosexuales como a miembros de la misma Iglesia), porque como decía en otra ocasión,

  • los cristianos estamos obligados a entendernos cuando hablamos del verdadero Amor,
  • y porque, como también decía, sea cual sea la tendencia sexual de una persona, desde el momento en que participa del Cuerpo Místico de Cristo a través del Sacramento del Bautismo, puesto que el mismo imprime carácter, salvo que renuncie a ella, no hay quien le quite esa condición.

EL CORAZÓN Y LOS ANDARES DE LA IGLESIA

Me van a permitir comenzar este artículo con el siguiente axioma: “Sólo lo inteligible es capaz de interpretarse, y sólo lo que es auténticamente amable es digno de amor”.

Pretendo a partir de él contrarrestar algunas interpretaciones injustas que tanto algunos miembros de los colectivos de homosexuales, como algunos miembros de la Iglesia Católica, mantienen sobre sus respectivas realidades.

Participando en este mismo blog, podemos considerar la opinión de Teófilo como representativa de hasta qué punto una persona homosexual se puede sentir afectada por determinadas posturas de la Iglesia (ver el artículo “Teófilo responde”), y también a través de este blog puede comprobarse cómo la Iglesia es consciente de que “la cuestión de la homosexualidad es una cuestión muy delicada que ha de ser tratada con extrema atención por parte de los formadores, toda vez que “en torno a ella, en cuanto a su naturaleza y génesis, en las perspectivas de soluciones y en sus límites, no existe todavía un consenso por parte de los estudiosos”.(véase el artículo “Luz para homosexuales y lesbianas”, donde quedan recogidas estas y otras declaraciones del Sr. Amedeo Cencini aparecidas en la revista electrónica Zenit, -publicación ésta que ofrece “una visión del mundo visto desde Roma”-)

Sobre estas opiniones impera y planea la interpretación de la Iglesia, quien tratando de salvaguardar los valores de la familia y de la institución del matrimonio, en ocasiones consigue afectar, escandalizar y apartar a los colectivos de homosexuales de su propia realidad.

En la mesa pues, el material de trabajo a partir del que nos dedicaremos a elaborar.

Con la sincera intención de llegar a un entendimiento, intentaremos hacer inteligible mediante este artículo el ser de la Iglesia a los colectivos homosexuales, para que puedan de ese modo interpretar y en su caso seleccionar, las opiniones que sobre su realidad viertan determinados miembros de la Iglesia, dejando para un artículo posterior el análisis de lo que yo considero el valor que hace auténticos los que aceptamos como auténticos valores de la familia y/o del matrimonio...

Para empezar, quiero decirle a Teófilo que él y yo hablamos de una misma realidad, sólo que mientras yo hablo de su corazón y de aquello que le vivifica, él señala una y otra vez los efectos que le acarrea una cojera coyuntural.

Se podría decir que juego con desventaja, puesto que el corazón de la Iglesia no podemos verlo, mientras que sí podemos percibir claramente sus andares, pero veámoslo o no, la realidad de la Iglesia es sólo una: Es algo vivo, y es algo vivo porque su vitalidad se la infunde el Espíritu de Dios.

Es esa vida la que hace que su corazón lata ininterrumpidamente a través de los contínuos avatares de la historia, y esto es así porque su pervivencia está garantizada por la ilimitada pervivencia de Dios.

Es esa vida también la que se nos participa a todos los bautizados, precisamente porque por haber sido creados a imagen y semejanza de Dios, somos capaces de acogerla y de vivirla, permitiendo de ese modo que la Vida de Dios viva en nosotros, para mayor gloria del Creador...

Es pues a través del corazón animado de la Iglesia como se manifiesta actuando el poder del Espíritu de Dios, y es de ese modo también como bajo su actuación y mediante nuestras obras, al tiempo que se pone de manifiesto la magnitud de su Gloria, se puede realizar en la historia el proyecto del Creador.

Pero para que esta Gloria sea patente, nuestra actuación ha de ser proclive a su manifestación, y para que su proyecto se lleve a cabo, es necesario que nosotros prestemos a sus designios la atención de nuestra inteligencia, y la adhesión de nuestra voluntad.

Así, es a través de los actos de los seres humanos como la Iglesia animada por el Espíritu de Dios camina, enderezando a través de la historia un rumbo siempre tendente a poner en evidencia la Gloria de Dios...

Esta realidad en ningún caso se ve deformada por el hecho de que a veces sus andares no resulten los más convenientes, puesto que no podemos dejar de reconocer en Ella su pureza de intención y su voluntad de, llegado el caso, rectificar.

Porque ésto es así, en los constantes avatares de la historia la Iglesia trata de medir y de sopesar las circunstancias teniendo claro que hay una serie de valores a defender como parte que son del depósito de nuestra fe.

Entre ellos se encuentra el concepto de familia como célula de la sociedad y como comunidad de vida y amor, en la que éste se comparte en una relación de justicia precisamente como efecto de la voluntaria participación en el amor.

Es aquí donde termino este artículo para pasar en uno posterior que os adelanto se llamará "LA UNISEXUALIDAD DE DIOS" a analizar hasta qué punto nuestra participación en el verdadero amor pueda verse condicionada de uno u otro modo por nuestra condición sexual, pero eso será en otra ocasión...

Os agradezco vuestra atención