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PAR DE FUERZAS

Actuamos entre un par de fuerzas: una tira de nosotros hacia el bien, y hacia el mal tira la otra, condicionando de uno u otro modo nuestro actuar. Este par de fuerzas están presentes en nuestra vida en forma de tendencias, y contando con ellas co-existimos con todo lo creado en una situación pre-existente, sobre la que impera en todo momento nuestra libertad.

Así, cuando actuamos conforme a nuestra inclinación al bien, evolucionamos y nos compartimos en un determinado sentido (positivo para nosotros y para cuanto nos rodea), mientras que cuando cedemos ante nuestra inclinación al mal, lo hacemos en un sentido negativo cuyos efectos son diametralmente opuestos a los del anterior.

Es, pues, a través de los efectos de nuestros actos como nuestro par de fuerzas actúa, como si dijéramos “iluminando” u “obscureciendo” una realidad. Pero ese “iluminamiento” u “obscurecimiento” de la realidad no nos es ajeno en absoluto, puesto que para que ello tenga lugar y como ha de ser a través nuestro, el proceso ha de contar con el beneplácito de nuestra voluntad.

Es en la medida en que optamos permanente y libremente por el bien y nos despojamos de un modo definitivo de la vanidad de nuestra inteligencia, del hedonismo de nuestra conducta, y de la codicia de nuestra voluntad como nuestra propia humanidad es susceptible de ser iluminada.

Es de ese modo como la relación con la Luz (con Dios) se restablece (en un principio perdida como consecuencia de los efectos del pecado original), y es de este modo también como por efecto de nuestros actos, llegamos a hacernos en mayor o menor medida seres capaces de contener, de manifestar y de participar de esa Luz que emana de la Vida: de la Luz de Dios.

Lo que nuestras renuncias suponen, es un morir a nosotros mismos en aras a un Bien mayor.

No se consigue ni fácil ni inmediatamente, pero supongamos que lo consiguiéramos: sería entonces cuando nos resultara patente que detrás toda muerte, hay una resurrección.

Tras morirnos a nosotros mismos, llegaríamos a percibir desde la vivencia de la evidencia, los efectos de la presencia de Dios en nuestra alma: es decir, a reconocer en nosotros actuando, y a través de nosotros sobre otros, al Poder del Espíritu de Dios.

Percibiríamos su don de sabiduría, no para que supiéramos muchísimo de muchas cosas, sino para perfeccionar en nosotros ni más ni menos que el amor.

Lo haríamos también con su don de entendimiento, que potenciaría en nosotros la fe y con el que entenderíamos de modo admirable los más profundos misterios.

Con el don de ciencia se nos conferiría una ciencia verdadera: una ciencia que viene y va a Dios en directo, que perfecciona la fe que habríamos de transmitir a los demás y que nos enseñaría a juzgar rectamente las cosas creadas. Con seguridad merecería la vida entera conocerla y juzgarla.

El don de consejo ayudaría mucho, pero mucho, a esa virtud tan rara y pocas veces tomada en cuenta que es la de nuestra prudencia. Nuestras grandes determinaciones estarían signadas por este Don, no por nuestros criterios personales.

Con el don de piedad descubriríamos nuestra verdadera filiación y no decaeríamos en el amar a Dios con todas nuestras fuerzas y también a nuestros hermanos.

Con el don de fortaleza, resistiríamos y acometeríamos según la necesidad de cada momento, con una fuerza única que resistiría al mal. Resistiríamos el mal y haríamos siempre el bien sin cansarnos.

Y con el don de temor a Dios, tendríamos un temor pleno de amor justificado por el temor de perder nuestra relación con Él.

Hasta aquí hablaríamos del resultado de un proceso en el que interviene de un modo determinante nuestra voluntad, pero que tiene lugar y nos resulta más o menos evidente, tras la presencia de un modo también más o menos estable de Dios en nuestra alma.

Esto es así, porque cuando de una experiencia mística hablamos, lo que acontece es la comunicación entre dos seres personales: entre Aquel que es (Dios), y cada uno de nosotros (los llamados a ser) individualmente considerados.

Esta experiencia depende de nuestra capacidad de experimentarla, y esta capacidad (que como decíamos pasa por un morirnos a nosotros mismos) se ejercita de un modo evolutivo a través de toda nuestra existencia.

La meta de esa evolución consiste en llegar a ser “personas virtuosas”, es decir, en llegar a adquirir de un modo estable a base de la repetición de actos en un determinado sentido, la calidad de personas para la que hemos sido creadas. 

Pero lo que en el momento en que lo alcancemos nos resultará evidente, se hace patente también en determinados momentos de nuestra vida ordinaria. Nuestra intuición de Dios, nuestras pequeñas experiencias, nos llevan a perseguirlas con un ardor todavía ciego. Es a esta situación a la que creo que los teólogos y los místicos se refieren cuando hablan de la vía purgativa. 

Llegado un grado de evolución suficiente (aunque aún condicionados por las circunstancias de nuestra vida presente), la comunicación con Dios puede llevarnos a una percepción sensible de su presencia y de los efectos que ésta conlleva, y se me antoja que de ello hablan también los grandes místicos cuando se refieren a la vía iluminativa. 

En la vía unitiva por último, se daría en nosotros la circunstancia de que, la actuación del Poder de Dios (del Espíritu Santo) sería tal, que nos capacitaría para trascender toda circunstancia espacio-temporal para llegar así a la unidad con Él aún en nuestras temporales circunstancias. (De esa trascendencia los efectos físicos son también observables, al parecer). 

Pero no nos engañemos: la presencia de Dios en el alma humana depende en todo caso y siempre de su Voluntad. 

Cuando esto acontece, utilizando categorías humanas los humanos tratamos de expresarlo, y es así como llegamos a tener otras referencias (aparte de la propia) de esta realidad. 

Pero la comunicación que de Sí mismo Dios hace es libérrima, y puesto que no depende sino de nuestra capacidad de vivenciarla, podemos encontrarnos con referencias de personas de otras culturas o de otras religiones que hablen de la misma realidad. 

Lo que los cristianos sabemos, es que esta presencia de Dios en el alma humana no es otra cosa que la Gracia.

  • Que a esa Gracia (que en todo caso es un don de Dios) accedemos por participar de la Gracia creada de Jesús de Nazaret.
  • Que fue por el hecho de asumir nuestra humana naturaleza y tras su aceptación voluntaria de la voluntad de su Padre para con Él como la comunicación de los seres humanos con Dios (perdida como consecuencia del mal uso que hicimos de nuestra libertad en el pecado original) se restableció.
  • Y que con la ayuda de su Gracia, siempre que actuemos de un modo “semejante” al de Cristo, es decir, que seamos capaces de morir voluntariamente a nosotros mismos en cumplimiento de la voluntad de Dios para con nosotros, nos haremos semejantes a Él.

 Los resultados de esta experiencia están fuera de toda duda. Así lo atestiguan los testimonios de los grandes místicos (S. Juan de la Cruz, Teresa de Ávila, Fray Luis de León o Francisco de Borja, por ejemplo) a lo largo de la historia. 

De la mayor o menor identificación con Cristo se deriva nuestra mayor o menor unidad con Dios. 

Pero la adquisición de Cristo para su Iglesia (comunidad de seres humanos susceptibles de compartir la Gracia de Dios y que como tal pre-existe al pecado original) lo fue para todos los seres humanos, y lo fue para todos los tiempos. 

Es por ello que, merced a los méritos del Hijo del Hombre, los seres humanos de toda época (estando de nuevo en condiciones de entrar en comunicación con Dios en virtud de Su Gracia) podemos llegar (mediada nuestra conducta) incluso a la comunión con el mismísimo Espíritu de Dios. 

Hasta aquí mi reflexión. Tampoco esto deja de ser una manera de hablar. Espero con impaciencia lo que vosotros tendríais que añadir. Que así sea.

 

4 comentarios

dorota -

¿Y si tú tienes emotividad y razón, por qúé renunciar a la razón?...
Si eres razonable en tu emotividad, nadie tendría que tomarte por borracho.

Desde luego, y sin ser santa en absoluto, asimilando lo razonable de lo revelado con nuestra razón llegamos a ser servidores de la Verdad.
No de cualquier verdad, ni muco menos de nuestra verdad.

¡Ojalá hubiera sido para mí suficiente con la fe del barquero!...

Mi camino ha sido mucho más largo, pero ha merecido la pena.

Joaquim -

Te dejo unos versos de Djalal ud Din Rumi, el derviche sufí, el que afirmaba que ningún servidor de la Verdad era un verdadero musulmán:

"Hay un desierto fuera del Islam y del Infiel,
en el centro de ese espacio habita nuestro amor.
Cuando a él llega la amistad, en él pierde la cabeza;
Porque en este lugar ya no hay Islam, ni Infiel, ni siquiera lugar."

En el prólogo a sus Rubayats también se encuentra esta cita de Louis Cattiaux: "Así como el borracho ya no puede prescindir del vino, el santo ya no puede prescindir de Dios y la embriaguez de uno y otro hace sonreír a la gente razonable".

dorota -

La mayor parte de mi vida me he dejado lo que tú llamas "llevar", sólo que al final me he encontrado "con el dogma".

Desde luego, soy consciente de la presencia de Dios en mi vida, o si prefieres sé que puedo vivir animada por la Vida de Dios.

Como os decía en una ocasión, yo confieso que he sufrido (más o menos igual que decir que que he vivido). ¿No te ha pasado a tí nunca que después de hacer todo lo posible y de intentar todo lo imposible en un determinado sentido, una situación se concreta de un modo totalmente impensable para tí?...

Cuando algo así ocurre, y después de (en algunos casos) la rebeldía, surge la aceptación y con ella la paz.

No tiene por qué tratarse de una situación negativa, pero cuando algo así ocurre es cuando te das cuenta de que, efectivamente, tras un morirte a tí mismo (a tus prejuicios, a tus deseos), hay una resurrección.

Cuando quieras hablamos, por supuesto. Me encantará.

Joaquim -

He estado un rato escribiendo un comentario crítico al post pero prefero quedarme con tu apasionada visión mística de las cosas. Sólo te diré que parece que no quieres dejarte llevar, que de repente de acuerdas del dogma y das media vuelta. En fin, que tienes razón: Vanidad de vanidades y codicia: nada nuevo bajo el sol. Cuando tengas tiempo y ganas, háblanos a fondo de la mística y de las vías que has apuntado. Intuyo que de eso sabes algo. Bona nit.