REFLEXIÓN ANTE EL MONUMENTO
Estaba en oración delante del Monumento la noche del Jueves Santo, cuando me di cuenta de que sólo pretendía escuchar. Escuchar donde no había palabras... Recuerdo que, con la mente en blanco, me dirigía al Señor para recordarle -como S. Pedro- que Él ya sabía que le amaba.
Pretendía contarle lo difícil que era amar para mí en algunas circunstancias. Preguntarle qué quería de mí. Que me dijera que yo era para Él alguien especial,
... pero nada salvo el ruido de una calefacción se escuchaba…
Entretenida en la contemplación del Monumento -flores, velas, reclinatorios, orantes- no me daba cuenta de su Presencia, no porque Él no estuviera, sino porque realmente yo no le contemplaba…
Me sentía como la Magdalena cuando vivió la ausencia del Cuerpo del Amado del Sepulcro. Sentí su sentimiento de abandono. Sin embargo, había cosas que yo ya sabía, y entonces fue cuando empecé a recordar…
Me vinieron a la mente sus palabras: lo que Él nos dijo cuando todavía estaba con nosotros…
Cuando celebrando la Pascua con sus discípulos, a todos lavó los pies. Cuando para todos (también para el que le habría de entregar) partió el pan…
Fue entonces también cuando les dio un mandamiento nuevo:
… tendrían que vivir “amando”,
... “como Él les amó”…
Como a mí me estaba pasando en aquel momento, sus discípulos no debieron de entenderle,
... y sin embargo El Señor sabía muy bien lo que decía…
Entonces se dirigía “a su pequeña comunidad” y les adelantaba algo que ya antes habían escuchado: que lo que estaba dicho a través de los profetas, tendría en Él su cumplimiento…
Pero también les adelantaba algo más:
... que el cumplimiento tendría lugar en ellos,
... siempre que amaran como Él les amaba -lo que incluía que tomaran sobre sí mismos amorosamente su cruz…
No debían tener miedo, puesto que a partir de ese momento ya no estarían solos:
... porque con ellos y en medio de ellos, siempre estaría Él...
Sin duda El Señor sabía muy bien lo que decía, pero,
… a la vista de lo que después sucedió,
… ¿por qué les habría dicho que ya no estarían solos?….
Alguna vez sí que se apareció como El Resucitado (debió de ser para que concibieran aquello de que la muerte no tiene la última palabra)…
… ¿pero cómo podría ser aquello de que continuaría “siempre” con ellos?...
¿Acaso podría creerse que en unas simples especies, por muy escogidas que fueran, se iba a contener la Persona de Cristo y mucho menos su Divinidad?...
Aún hoy nos resulta incomprensible, ¡así que imaginémonos a ellos!...
Sin embargo, llegó un momento en el que sí lo comprendieron,
... cuando el mismo Poder del Resucitado les fue comunicado…
Supieron entonces acabadamente quiénes eran, y a qué estaban destinados. Supieron también de su misión, y del por qué de que recibieran el Poder del Espíritu de Dios.
Era para la edificación de la Iglesia.
Para que a través de sus obras el Pueblo de Dios comprendiera, que hay un solo Dios en Cristo, cuyo Poder a través de sus obras se manifestaba…
Sería a través de sus obras también como ese poder que entonces recibían (en Pentecostés) fuera perpetuado en un pueblo sacerdotal:
... en un pueblo llamado a participar en la común-unión con Cristo –único y verdadero Sacerdote- del Poder del Espíritu de Dios.
A un tiempo Sacerdote y Víctima, Él era quien ofrecía y redimía nuestra humanidad, y quien nos consagraba como pueblo haciéndonos uno con El al compartir con nosotros el Poder de su Divinidad.
Pero ese poder ilimitado que nos permite permanecer en El Cristo también se nos alcanza hoy a través del Sacramento del Sacerdocio Ministerial...
Es ese el modo previsto para que mediante la imposición de manos de un descendiente de los Apóstoles (el Obispo), cada persona llamada a esa vocación reciba de una manera singular el Poder del Espíritu de Dios destinado a la edificación de la Comunidad.
Es así también como ese ser humano, bajo la acción del Espíritu Santo –es decir, bajo la acción del Poder del Espíritu de Dios-, adquiere una especial “habilitación permanente” para su cometido.
Así es como la fe, la esperanza y la caridad propias de la Gracia de este Sacramento modifican "su sustancia" (es decir, su forma de ser, su forma de actuar y su forma de participarse), y a ello es a lo que nos referimos cuando decimos que el Sacramento del Orden "imprime carácter" al ordenando.
No adquiere con ello una especie de “halo” de santidad: en virtud de sus actos un sacerdote podrá ser tan santo o tan mezquino como cualquiera...
Sin embargo, lo singular, lo realmente importante, es que esa persona ha recibido un poder extraordinario que no proviene de él y que posibilita que el mismo Cristo actúe a través de sus obras comunicándonos su Gracia por el Poder del Espíritu de Dios.
La Gracia propia de este Sacramento modifica “sustancialmente” pues al sacerdote, pero es sin embargo una Gracia a compartir,
… una Gracia “al servicio” del Pueblo de Dios...
No quiere decir esto que de las palabras de un sacerdote se deriven “por sí mismas” la fe, la esperanza y la caridad para el Pueblo de Dios,
… sino que a través de ellas se proclama,
... se hace realidad,
... y se nos participa la misma Palabra de Dios…
¡El mismo Cristo resucitado!.
Así es como Él se hace presente entre nosotros, y así es también como se nos participa la Vida que nace de Su aceptación.
A estas alturas de mi reflexión, yo ya había encontrado las respuestas que buscaba, y me postré agradecida ante la presencia eucarística de su Palabra y ante los designios amorosos de Nuestro Padre Dios…