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Pedagogía teológica

REFLEXIÓN ANTE EL MONUMENTO

Estaba en oración delante del Monumento la noche del Jueves Santo, cuando me di cuenta de que sólo pretendía escuchar. Escuchar donde no había palabras... Recuerdo que, con la mente en blanco, me dirigía al Señor para recordarle -como S. Pedro- que Él ya sabía que le amaba.

Pretendía contarle lo difícil que era amar para mí en algunas circunstancias. Preguntarle qué quería de mí. Que me dijera que yo era para Él alguien especial,

... pero nada salvo el ruido de una calefacción se escuchaba… 

Entretenida en la contemplación del Monumento -flores, velas, reclinatorios, orantes- no me daba cuenta de su Presencia, no porque Él no estuviera, sino porque realmente yo no le contemplaba… 

Me sentía como la Magdalena cuando vivió la ausencia del Cuerpo del Amado del Sepulcro. Sentí su sentimiento de abandono. Sin embargo, había cosas que yo ya sabía, y entonces fue cuando empecé a recordar… 

Me vinieron a la mente sus palabras: lo que Él nos dijo cuando todavía estaba con nosotros… 

Cuando celebrando la Pascua con sus discípulos, a todos lavó los pies. Cuando para todos (también para el que le habría de entregar) partió el pan… 

Fue entonces también cuando les dio un mandamiento nuevo:

 … tendrían que vivir “amando”,

... “como Él les amó”…  

Como a mí me estaba pasando en aquel momento, sus discípulos no debieron de entenderle,

... y sin embargo El Señor sabía muy bien lo que decía… 

Entonces se dirigía “a su pequeña comunidad” y les adelantaba algo que ya antes habían escuchado: que lo que estaba dicho a través de los profetas, tendría en Él su cumplimiento…  

Pero también les adelantaba algo más:

... que el cumplimiento tendría lugar en ellos,

... siempre que amaran como Él les amaba -lo que incluía que tomaran sobre sí mismos amorosamente su cruz… 

No debían tener miedo, puesto que a partir de ese momento ya no estarían solos:

... porque con ellos y en medio de ellos, siempre estaría Él... 

Sin duda El Señor sabía muy bien lo que decía, pero,

 … a la vista de lo que después sucedió,

 … ¿por qué les habría dicho que ya no estarían solos?…. 

Alguna vez sí que se apareció como El Resucitado (debió de ser para que concibieran aquello de que la muerte no tiene la última palabra)…

… ¿pero cómo podría ser aquello de que continuaría “siempre” con ellos?...

¿Acaso podría creerse que en unas simples especies, por muy escogidas que fueran, se iba a contener la Persona  de Cristo y mucho menos su Divinidad?... 

Aún hoy nos resulta incomprensible, ¡así que imaginémonos a ellos!... 

Sin embargo, llegó un momento en el que sí lo comprendieron, 

... cuando el mismo Poder del Resucitado les fue comunicado… 

Supieron entonces acabadamente quiénes eran, y a qué estaban destinados. Supieron también de su misión, y del por qué de que recibieran el Poder del Espíritu de Dios. 

Era para la edificación de la Iglesia.  

Para que a través de sus obras el Pueblo de Dios comprendiera, que hay un solo Dios en Cristo, cuyo Poder a través de sus obras se manifestaba…  

Sería a través de sus obras también como ese poder que entonces recibían (en Pentecostés) fuera perpetuado en un pueblo sacerdotal:

... en un pueblo llamado a participar en la común-unión con Cristo –único y verdadero Sacerdote- del Poder del Espíritu de Dios. 

A un tiempo Sacerdote y Víctima, Él era quien ofrecía y redimía nuestra humanidad, y quien nos consagraba como pueblo haciéndonos uno con El al compartir con nosotros el Poder de su Divinidad. 

Pero ese poder ilimitado que nos permite permanecer en El Cristo también se nos alcanza hoy a través del Sacramento del Sacerdocio Ministerial...

Es ese el modo previsto para que mediante la imposición de manos de un descendiente de los Apóstoles (el Obispo), cada persona llamada a esa vocación reciba de una manera singular el Poder del Espíritu de Dios destinado a la edificación de la Comunidad.

Es así también como ese ser humano, bajo la acción del Espíritu Santo –es decir, bajo la acción del Poder del Espíritu de Dios-, adquiere una especial “habilitación permanente” para su cometido.

Así es como la fe, la esperanza y la caridad propias de la Gracia de este Sacramento modifican "su sustancia" (es decir, su forma de ser, su forma de actuar y su forma de participarse), y a ello es a lo que nos referimos cuando decimos que el Sacramento del Orden "imprime carácter" al ordenando. 

No adquiere con ello una especie de “halo” de santidad: en virtud de sus actos un sacerdote podrá ser tan santo o tan mezquino como cualquiera...  

Sin embargo, lo singular, lo realmente importante, es que esa persona ha recibido un poder extraordinario que no proviene de él y que posibilita que el mismo Cristo actúe a través de sus obras comunicándonos su Gracia por el Poder del Espíritu de Dios.  

La Gracia propia de este Sacramento modifica “sustancialmente” pues al sacerdote, pero es sin embargo una Gracia a compartir,

… una Gracia “al servicio” del Pueblo de Dios... 

No quiere decir esto que de las palabras de un sacerdote se deriven “por sí mismas” la fe, la esperanza y la caridad para el Pueblo de Dios,

… sino que a través de ellas se proclama,

... se hace realidad,

... y se nos participa la misma Palabra de Dios… 

¡El mismo Cristo resucitado!.  

Así es como Él se hace presente entre nosotros, y así es también como se nos participa la Vida que nace de Su aceptación.  

A estas alturas de mi reflexión, yo ya había encontrado las respuestas que buscaba, y me postré agradecida ante la presencia eucarística de su Palabra y ante los designios amorosos de Nuestro Padre Dios… 

EL TECHO DE CRISTAL

Como final de una conversación entre amigos se me sugirió que hablara en el blog del Espíritu Santo, puesto que –como quien me lo sugirió decía- a menudo no se sabe distinguir muy bien entre aquello que decimos sobre el Espíritu Santo y aquello que decimos sobre Dios.

Lo que sucede, es que lo que se dice sobre uno y sobre otro, no es un motivo de distinción.

Me explicaré.

Cuando hablamos del Espíritu Santo, lo hacemos de la forma de actuar ilimitada de Dios. Del Poder ilimitado del Espíritu de Dios. De su operatividad. Del modo en que hace las cosas, del “amorosamente” de Dios.

Como el Padre y el Hijo, es un ser personal, es decir, el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo son tres realidades espirituales y por tanto personales.

Pero cuando hablamos del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no lo hacemos exactamente de un modo conforme a nuestras categorías humanas. No son tres personas distintas como si se tratara de un tú, de un yo y de un él cualesquiera, que unidas formaran algo que ni siquiera se muy bien como expresar pero que en todo caso sería un conjunto… 

Dios no es un conjunto, sino una realidad personal.

Una persona sobre la que cabe referirse a su forma de ser (El Padre), a su forma de actuar (El Espíritu Santo) y de su forma de relacionarse a través de sus actos (el Hijo).

Es como si, al hablar de una persona como nosotros, nos refiriéramos al modo en que se desenvuelve, a las características que le son propias, o a lo que de ella sabemos a través de lo que se manifiesta por sus obras. Estaríamos hablando en todo caso de la misma persona, ¿no es así?... Bueno, ¡pues eso es lo que hacemos al hablar de la Santísima Trinidad y de lo que El Espíritu de Dios (que es lo mismo) es!…

Pero vayamos con El Espíritu Santo.

De Él decimos que es el Paráclito, el santificador y el vivificador, y lo que queremos expresar con ello, es que El Espíritu Santo es “para nosotros”  

  • “el principio de animación”  por el que actuamos,
  • “el origen”  de nuestra propia motivación, es decir, la causa de nuestro aliento
  • “y el artífice de nuestra evolución”  a lo largo de nuestra vida hacia la plena unión con Dios…

Bajo su acción, es decir, bajo la acción del Espíritu de Dios en base a su Poder (el Espíritu Santo) y en la persona del Hijo que es en quien cobra realidad nuestra realidad, es como tiene lugar la evolución de los seres humanos hacia Dios.

Pero la plena unión con Dios también tiene lugar en base a la acción del Espíritu Santo, como ahora os contaré.  

Veréis:

Podemos llegar a reconocer el Poder del Espíritu de Dios actuando sobre nosotros como decía S. Juan, y a ello aludimos cuando hablamos del Espíritu Santo como del Dulce huésped del alma.

Es por los efectos de esa actuación sobre nosotros por lo que nos hacemos capaces de comunicarnos con Dios: pero realmente quien vive y se persona en el alma humana -supuesto que ésta haya alcanzado un grado de evolución suficiente- es la Santísima Trinidad, es decir, el mismísimo Espíritu de Dios, y eso es precisamente lo que supone la inhabitación trinitaria.

Pero vamos a ver un poquito ahora por qué decimos estas cosas.

Para hablar del principio de actuación de las esencias, mantenían los antiguos –los filósofos antiguos quiero decir- que “el existir antecede al ser, y el ser al actuar”.

Ese existir del que hablaban los antiguos nos adviene precisamente a través de nuestra forma de actuar, y es porque tenemos capacidad de actuar precisamente por lo que actuamos,

  • constituyéndonos al hacerlo en agentes causantes de nuevas realidades (a través de los efectos transeúntes de nuestros actos),
  • y evolucionando en el desarrollo de nuestro ser a través de los efectos inmanentes de los mismos.

Aunque dicho así suena un poco difícil, todos recordaréis cómo decíamos –al hablar de los efectos de nuestros actos- que era a través de sus actos como un lector, por ejemplo, además de convertirse en tal a través de realizar actos de lectura, podía como efecto de estos mismos actos fomentar los negocios editoriales, o cómo un ladrón o un arquitecto –también como ejemplos- a base de realizar actos en un determinado sentido, además de convertirse en tales por los efectos inmanentes de sus actos, eran capaces de esquilmar o de construir casas como consecuencia de los efectos transeúntes de los mismos.

Pues bien.

Puesto que Dios además de ser un ser subsistente e ilimitado es un ser que actúa, vamos a decir ahora que dentro de la actuación de Dios que se manifiesta y concreta en la persona del Hijo, El Espíritu Santo es “la operatividad de Dios”

Como ya decíamos en otro artículo, fue por un acto conjunto de la Santísima Trinidad motivado por su deseo de compartir su Amor con todas las criaturas (es decir, por un acto de amor del Amor),

  • por lo que el Amor se hizo amante al amar (que es lo que queremos decir cuando mantenemos que Dios se ama a sí mismo, y que no es sino el modo de referirnos a los efectos inmanentes del acto creador),
  • y constituyó en amante a lo amado (es decir, lo hizo capaz de participar de su acto creador como consecuencia de los efectos transeúntes del mismo).

Esta realidad se hizo tangible en la persona del Hijo y con la intervención del Espíritu Santo:

  • era por tanto mediante la intervención del poder y del querer de Dios en la Persona del Hijo
  • el modo en que se otorgaba al total de las criaturas la esencia y la existencia.

Recordaréis que cuando hablábamos del acto de ser decíamos que para que algo sea,

  • además de tener una capacidad de ser, una capacidad de actuar, y una capacidad de relacionarse –común a todos los seres de cada naturaleza, que era a lo que llamábamos esencia-
  • para que esas capacidades pasen de la capacidad al acto –es decir, de la potencia a existencia- era necesario “la puesta a punto” o la actualización de las mismas, que es a lo que nos referíamos cuando hablábamos de su existencia.

Pues bien.

El Espíritu Santo es el modo en que,

  • por la actuación de Dios a través suyo, puesto que El Espíritu Santo es el el Poder del Espíritu de Dios
  • no sólo nos adviene la existencia,
  • sino que se nos mantiene en el ser a todas las criaturas, puesto que es Él quien actúa sobre nuestra capacidad de actuar, a lo largo de nuestras vidas.

Así es, pues, como “se nos enciende”  y se nos mantiene activada nuestra capacidad de actuar,

  • y así es también como -por los efectos inmanentes y transeúntes de nuestros actos-
    • desde un punto de partida inicial que tiene carácter incoativo (el momento de nuestro nacimiento),
    • vamos evolucionando en el ser, en relación con el resto de las criaturas, a lo largo de nuestra vida.

Pero veréis lo que ahora os digo:

Suponiendo a los seres humanos debidamente actuados por Dios a través del Espíritu Santo y coexistiendo dentro de un conjunto que conforme a Su voluntad tuviera una realidad evolutiva en la Persona del Hijo,

  • aunque hubieran sido creados capaces de comunicarse con Dios e incluso de participar de su acto creador -que lo fueron-,
  • y aunque fueran capaces de concebir tal posibilidad e incluso la misma de motivarles en su actuar –que lo era-,
  • esos seres humanos nunca podrían por ellos mismos comunicarse con Dios sin haber superado previamente los obstáculos que para ello les imponía su naturaleza.

Es como si, aun siendo capaces de contemplar esa posibilidad, les separara de su realidad una especie de techo de cristal.

Pues bien.

Aunque tal techo existiera –que existe- el Poder del Espíritu de Dios actúa "en relación a nosotros" sobre esa frontera natural que suponen nuestras limitaciones, produciéndose como efecto una "a modo de ósmosis" en base a la cual,

  • lo que los seres humanos somos –y sin dejar de serlo-
  • una vez capacitados para traspasar "nuestro techo" bajo la acción del Espíritu Santo,
  • nos hacemos capaces de compartirnos y de participar en la Vida de Dios.

Es así como nosotros somos en Dios (por compartir las posibilidades ilimitadas de su Vida) y como Dios es en nosotros a través de su Gracia (que es a lo que nos referíamos cuando hablábamos de la inhabitación trinitaria)

En fin.

No se me ocurre nada más que deciros sobre El Espíritu Santo, salvo que es un Don de Dios en auxilio de nuestra conveniencia.

Ya se que no son más que palabras,

… pero si de algo os sirvieran…

CUANDO DUELE EL AMOR

Tiene Miguel de Unamuno un poema dedicado a la muerte de su perro, que es una auténtica preciosidad. Lo que entre otras cosas en él nos dice, es que para cada perrill@, su amo es su Dios. Pues bien. Hoy os voy a hablar del mío: un schnauzer miniatura que se me fue con Mari Jaia (personaje emblemático de las fiestas de Bilbao) en agosto hará dos años.

Era un animal genial. Lleno de nervio. Pero lo que más me llamaba la atención, era la seguridad absoluta que tenía de ser digno de mi amor.

Era al mismo tiempo temeroso y temerario. Mimoso y altivo. Orgulloso y valiente, diría yo.

La cuestión es que Klaus –ese era su nombre- me recuerda con frecuencia a mí misma ante el Sacramento de la Reconciliación.

Así, el recuerdo de lo que en él eran ladridos, lamentos, pequeñas mordeduras y frecuentes zarpazos, me remiten a mi oración previa a la celebración del Sacramento,

... y lo que en él eran saltos de júbilo, menear de su pequeña colita, e ir a ofrecerme acto seguido el mejor de sus juguetes para que jugara con él, al gozo que se experimenta como efecto de la Gracia del Sacramento del Perdón.

Pero pasemos ahora un poquito a explicaros qué os quería decir con todo eso…

Veréis:

Cuando titulábamos este artículo bajo el epígrafe de CUANDO DUELE EL AMOR, no era porque creyésemos que así sea, sino para deciros a continuación que –como todos sabemos- lo que duele no es el Amor, sino que precisamente lo que duele es el verse apartado de Él.

En mayor o menor medida, tod@s sabemos lo que es estar –como dirían los ingleses- “caid@s” en el Amor.

Cuando lo estamos llegamos a sentirnos valiosos, porque hemos descubierto “con asombro” que lo somos para quien nos ama, y resulta que bajo esa apreciación comprobamos también que todo en nuestra vida cobra nuevo valor…

Sabemos del gozo que se experimenta cuando llegas a sentirte un@ con la persona amada, y también cómo harías cualquier cosa que de ti dependiera para permanecer en esa situación, porque las penalidades a su lado se trivializan. Nuestra vitalidad parece que creciera.. No es que no duelan -que lo hacen- pero de otro modo, porque como hemos dicho, lo que duele no es el Amor o nuestra forma de amar, sino el hecho de saberse apartado de Él…

A veces somos nosotros los responsables de ese apartamiento, y ése dolor precisamente -el de saberse apartado del verdadero Amor siendo nosotr@s únicamente l@s responsables- es el que subyace cuando hablamos de la contrición propia del Sacramento de la Reconciliación.

Pero para experimentar este dolor, previamente es necesario conocer hasta qué punto, por qué motivo, o bajo que circunstancias ha tenido lugar el apartamiento, y tener una voluntad clara además de no volver a repetir tal actuación. Nos encontramos aquí, pues, ante los tres supuestos previos –examen de conciencia, dolor de los pecados y propósito de la enmienda- a la celebración propiamente del Sacramento.

Hasta este momento, el cristiano o la cristiana no hace sino orar. Lo que hacía Klaus previamente a que yo le hiciera caso: implorar y tratar de merecer con nuestras disposiciones y nuestra pobre actuación, la atención del Amor.

Lo que sucede, es que a veces los cristianos, aunque no tengamos una voluntad clara y expresa de apartarnos del Amor de Dios, cuando de nuestro quehacer se trata no hacemos el Amor, sino el sudor.

Ésta es la expresión que utilizaba un conocido mío para referirse a la diferencia que había entre una relación sexual con entrega de uno mismo, o cuando la misma se realizaba únicamente para satisfacer el apetito carnal, y yo me referiré a ella para expresar que en nuestro actuar,

… la cuestión no es fijarnos una serie de objetivos y de conductas y cumplir con ellas escrupulosamente por un mero sentido del deber y “pese” a que sean trabajosas,

… sino realizarlas del modo más amorosamente posible, porque sabemos que el Amor existe para nosotros, y que las realizamos desde el Amor, y por el Amor.

Esto supone la ordenación de nuestros afectos, y nosotr@s estamos dispuest@s a realizarla, porque en ello estriba la diferencia entre el mayor o menor reconocimiento social (laboral, familiar…) y la auténtica vida cristiana.

Esta opción no es para nada baladí, sino que l@s cristian@s la ejercemos porque -como decía el estribillo de una conocida canción- “no estamos locos”, sino que “sabemos lo que queremos”.

¿Y qué es lo que queremos -alguno de vosotros se preguntará-?

Pues bien.

Lo que l@s cristian@s queremos es permanecer de un modo estable en el Amor: que el ser amantes sea nuestra condición.

A ello se llega en primer lugar ordenando nuestros afectos, porque no disipando nuestros esfuerzos y a base de realizar actos tendentes al Amor, es como la presencia  del Amor y de lo Amado es una realidad presente y generadora en nuestras vidas, y desde ella es como realmente llegamos a compartirnos y a compartir con nuestro entorno el Amor.

Pero como hemos dicho, en ocasiones –fundamentalmente pienso que por nuestro olvido de Dios, por nuestra intransigencia o por nuestra vanidad- somos nosotros los penitentes, “los que penan” al verse apartados del Amor.

En cada caso es necesaria nuestra “conversión”, es decir, “nuestro volver los ojos hacia Dios y nuestro encaminarnos a la unión con Aquel quien sólo es Amor, y sólo actúa por Amor”

Él sabe lo que hay en el fondo de nuestros corazones. Conoce nuestra intención y está deseando otorgarnos sus favores. Sólo que como nosotr@s no somos perrill@s y tenemos nuestro modo de expresarnos, presente Él en un Sacerdote y puesto que éste actúa “en persona de Cristo” para este Sacramento, tenemos ocasión de expresarle más acabadamente nuestros sentimientos, nuestros temores, nuestras incongruencias…

… y de pedirle perdón.

Ya sabéis cuál es el resultado: el “ego te absolvo”. El sacerdote sabe, y nosotr@s sabemos, que no es el sacerdote quien se nos da. Que no depende de su perdón nuestro perdón, sino que es la Gracia que nos adviene por este Sacramento la que nos da y nos hace evidente el amor incombustible, la amistad imperecedera, y el perdón misericordioso del Dios que es Amor.

Es de este modo como somos renovados con una nueva vitalidad y como experimentamos el gozo de la participación en el Amor de Dios. Daríamos saltos de alegría. Compartiríamos nuestros juguetes si fuéramos chuch@s, pero de nuevo os digo que no es ésa nuestra condición.

Nosotros también tenemos manera de expresar ese sentirnos renovad@s por el plus de oxígeno en nuestra sangre que supone la Gracia,

... porque a través de Ella somos cada vez más conscientes y por sus efectos sobre nuestra inteligencia a través de la virtud de la fe, de hasta dónde llega por nosotros el Amor de Dios,

... Siendo cada vez más conscientes por otro lado, a través de la virtud de la esperanza y de nuevo por efecto de la Gracia sobre nuestra inteligencia, también somos cada vez más conscientes del modo de tender a la unión con Él,

… y por último, a través de la virtud de la caridad, y una vez de ser conscientes de las mencionadas realidades, nuestra voluntad (nuestras opciones y nuestros actos) se ven reforzadas de modo que seamos capaces de hacer realidad el Amor de Dios no ya para nosotros mismos, sino para todos y todo lo demás...

Esta situación de amantes renovados, se hará expresa a través de nuestros actos.

Todos sabemos que por nuestra condición, volveremos a recaer…

… pero también sabremos a Quien recurrir cuantas veces sean necesarias, como os decía “volviendo” nuestra mirada, nuestra iniciativa y nuestro corazón hacia Aquel que sólo es Amor...

Él a través de la Gracia irá limando nuestras imperfecciones.

Porque sabemos que nos ama bajo cualquier circunstancia, llegaremos a considerarnos amables, y así, sabiéndonos amantes y amados, seremos también capaces de compartir con el Amor nuestro amor, y desde Él, a compartirlo con todos los demás.

Bajo su influjo, nuestra visión de la vida es diferente y nuestra vitalidad también lo es. Llegamos a comprender y a practicar el Amor desde nuestro amor pero con un espíritu renovado ante el que las dificultades no son sino ocasiones para mejorar, para llegar a ser cada vez mejores amantes por el hecho de participar cada vez más acabadamente del Amor de Dios.

Os deseo y me deseo a mí misma de todo corazón muchos éxitos en este terreno.

Que lleguemos a ser excelentes amantes, sabiéndonos animados para ello por el Amor de Dios.

Que así sea.

 

LO QUE DECÍA SIMONE DE BEAUVOIR

Dicen, que Simone de Beauvoir decía, que tras toda persona feliz había una historia. Fue al final de un programa sobre el centenario del nacimiento de esta precursora del feminismo donde el pasado día 9 lo escuché, y, como veis, todavía hoy sigo dándole vueltas en mi cabeza.  

Estaba recordando esta frase en la peluquería, mientras observaba a través de una puerta abierta a un montón de señoritas que al salir a atendernos, nos ofrecerían la mejor de sus sonrisas. No había ninguna que destacara. Eran muy semejantes y, sin embargo, cada una tenía detrás una historia que, poco a poco y como clientas, las que lo somos ya vamos conociendo. 

Extendí la mirada y nos ví a nosotr@s mism@s. Cada un@ con nuestra propia historia.  Si Simone de Beauvoir tenía razón, y puesto que tod@s tenemos detrás una historia, en principio tod@s tendríamos que ofrecer un semblante feliz; tendríamos al menos que parecer felices, pero me temo que no siempre es así... 

¿Qué tienen entonces detrás, las personas que realmente son felices?, me pregunté... 

Como cristiana, se que es fundamental una experiencia de fe; pero, sin embargo, también tengo observada una expresión de sincera felicidad en personas que en absoluto son creyentes. En algún caso, más bien todo lo contrario. Entonces, ¿qué es realmente lo que tienen en común, y que es lo que diferencia –en su caso- a unas y a otras?....  

Yo diría que las personas que son felices tienen en común el conocimiento: el conocimiento de sí mism@s, y en el conocimiento de la realidad que les circunda. Ése es el primer paso también para una experiencia de fe. 

Estas personas han comprendido en un momento o en otro que la vida es un proceso, y que, dentro de él, ell@s mism@s son un@s procesantes. 

Se saben conviviendo, es decir, viviendo-con con elementos coyunturales y variables. En algunas ocasiones puede que les falte un hijo o una hija; en otras, un trabajo; algún amig@ quizá...  

Distinguen ya que sus circunstancias -sean cuales sean o hayan sido las que puedan haber sido-, no son sino ocasiones, y desde luego, están decidid@s a aprovecharlas,  porque saben bien que, aunque con algunas añoranzas y pese a todo, ell@s siguen vivos y procesándose. 

Saben también que son “algo” para los demás. Que son sus con-vivientes. 

Tal vez no se planteen un futuro escatológico ni la llegada definitiva del Reino de Dios, pero saben de los efectos de sus actos y, en su caso, de la necesidad de corregirlos.  

Algunos han llegado así a un nivel de maduración francamente grande, y han hecho suyos mediante la práctica, valores como la honestidad, la conmiseración, la armonía, la mansedumbre, la coherencia… pero quizá otros no. En eso pienso que realmente estriba la diferencia entre personas que son felices y otras que no lo son. 

No es pues cuando tenemos una historia, sino cuando la tenemos asimilada y la reconocemos en cuanto ordenada a nuestro propio vivir, cuando nos mostramos satisfechos con nuestra propia vida.  

Es entonces cuando tenemos una experiencia de paz, y, para ello, habrá sido necesario superar nuestros coyunturales duelos, no tener nada especialmente grave que recriminarnos, o en todo caso, haber sido capaces de corregir convenientemente el rumbo y de integrar nuestros quebrantos en lo que realmente constituye el continuo de nuestra propia existencia. 

Así, pues, yo pienso que lo que las personas felices tienen en común, es la vivencia de que, aunque en su vida propia hayan sido intervinientes, no es su propia voluntad la que la determina. 

A las personas que realmente han sido capaces de hacer esta síntesis, es frecuente que recurramos con admiración a solicitar su consejo. 

Algunas nos hablarán de su presente y de su pasado, pero no se nos referirán sino con la duda a su futuro; sin embargo, hay otras personas que nos hablarán tranquilamente del mismo, no como de algo escatológico, sino como de algo que ya pueden intuir, puesto que se trata de una experiencia de la que son conscientes de haberla vivido ya en la realidad. 

Aquí es donde realmente observo la diferencia entre personas creyentes y personas que no lo son. 

Las personas creyentes saben que lo que realmente hace feliz a una persona, no es la conformidad con su propia vida ni la voluntad cierta de favorecerla, sino la confianza de una plena realización. 

Yo suelo decir que ante la vida caben dos tipos de posturas: la “realista”, que nos remite a la contextualización, y “la más realista”, que nos refiere a la trascendencia. 

Cuando pretenden comunicarnos su visión de la vida, las personas “realistamente felices” nos hablan del presente y del pasado, mientras que las personas “más realistamente felices” lo hacen también del futuro, hablando de él no como de algo escatológico como digo, sino como de algo que ya han podido experimentar. 

Así, las personas “realistamente felices”, pueden haber reconocido en la vida un sentido, y habiéndolo favorecido, llegar a alcanzar un cierto grado de evolución en relación a ella. Sin duda Dios, que es Padre de todos, habrá actuado también a través suyo.  Pero tal vez les falte el sentimiento de agradecimiento y de confianza de quienes se saben hijos de Dios, por cuanto conocen en quién hunde la vida sus raíces. 

Éstos, saben que la verdadera vida es la del Amor, y que es Él quien alienta y vivifica su propia existencia.  

Su vida, pues, la pasada, la presente y la futura, está alimentada y sostenida por el Amor. Saben que sólo por Amor existen, y que es animadas por ese Amor y como fruto de su amor al Mismo, como han podido llegar a comprender y a realizar acciones a lo largo de su vida que hubieran estado con mucho por encima de sus capacidades. 

No creen en la casualidad, sino en la causalidad, y saben que los designios del Amor incluyen para ellas su participación en Él.  

Saben también, que animadas por el Amor, haciendo continuos actos de amor y como consecuencia de los efectos de los mismos, no sólo han compartido, comparten y compartirán ese Amor con los demás, sino que ellas mismas se irán haciendo paulatinamente más amables y susceptibles así de perpetuarse en el Amor. 

De esto van siendo también “paulatinamente conscientes”, porque como ya hemos mantenido en algunos otros artículos, el modo de conocimiento humano es progresivo, mediato, puntual y acumulativo, y por eso mismo ese conocimiento hay que permanentemente actualizarlo, puesto que coyunturalmente su consciencia en nosotros puede desfallecer. 

Esa consideración precisamente es la que me va a permitir asociar lo que hasta ahora venimos razonando, con el Sacramento de la Unción de los enfermos.  

Hay personas “más realmente felices” que, sin hablar de las crisis ordinarias de las que tanto sabemos en medio de las que reforzamos nuestra fe mediante otros Sacramentos, ante momentos de ultimidad como pueden ser la proximidad de la muerte, una situación de riesgo, o un periodo de larga enfermedad por ejemplo, sienten la gravidez de sus limitaciones y realmente pueden llegarles a faltar las fuerzas ante la revelación de Dios. 

Pues bien: ante esas situaciones es cuando nuestras limitaciones son superables contando con la Gracia del Sacramento de la Unción.

A través de él nos advienen las dosis suficientes de fe, de esperanza y de caridad, para poder seguir confiando, para poder seguir esperando, y para poder seguir abandonándonos, en la voluntad de Dios. 

Cuando ese momento llegue, con el auxilio de la Gracia y por encima de nuestras limitaciones, será el momento también de conocer la auténtica y perpétua felicidad.   

 

LA PRIMERA DE NUESTRAS COMÚN-UNIONES

La Eucaristía es el Sacramento de la común-unión de Cristo y el/la cristian@.

Mediante la invocación al Poder de Dios que efectúa el sacerdote (la epíclesis), la acción del Espíritu Santo transubstancia (es decir, modifica la sustancia) de las especies (el pan y el vino) constituyéndolas en el cuerpo y la sangre de Cristo: del Cristo, Dios, y del Cristo, hombre.

Éste es el primer efecto de la actuación del Espíritu de Dios:

  •  el pan de nuestras ofrendas cambia su naturaleza y se convierte en el PAN DE VIDA,
  •  y el vino de nuestras ofrendas se transubstancia también, convirtiéndose en su principio de animación: en el VINO DE LA NUEVA ALIANZA.

Es así como se realiza la presencia de Cristo entre nosotr@s.

Pero es que el Sacramento de la Eucaristía tiene también otro efecto, que es el de nuestra propia transubstanciación, es decir,

  •  el de nuestra propia presencia en Él.

Es ahí donde se produce la común-unión.

Me explicaré:

Sucede que, por el hecho de compartir la naturaleza humana y la Gracia creada de Jesús de Nazaret, y por el hecho de estar ofreciéndose junto al pan y al vino nuestros humanos modos de ser y de actuar para que sobre ellos actúe y provoque sus efectos el Poder del Espíritu de Dios (El Espíritu Santo),

  • los mismos también se ven “transubstanciados” 
  • de modo que, como efecto de este hecho, el/la cristian@ se va haciendo cada vez más capaz de ser “cristificado”, es decir, de hacerse cada vez más “otro Cristo”, de hacerse cada vez más “semejante a Él”.

Esta posibilidad que sobrepasaría totalmente nuestra capacidad (puesto que la participación en la Vida divina que supone la Gracia no nos conviene por naturaleza),

  • se nos da por Cristo, con Él y en Él.

Así, pues, es por los méritos de Cristo, y por el hecho de participar en Él y con Él de su naturaleza y Gracia creada, por lo que nuestra capacidad de ser y de actuar humanas son transubstanciadas,  de modo que, contando con las “vitaminas” que Su Gracia comporta y que como decíamos atañen a nuestra fe, a nuestra esperanza y a nuestra caridad,

  •  nuestro modo de conocimiento de Dios (que procede de la asimilación de su Palabra y como efecto de la virtud de la fe),
  •  y nuestro modo de tender hacia Él (que procede de compartir su mismo Espíritu y por efecto de la virtud de la esperanza),
  •  originan que nuestra actuación sea tal,
    •  que a través de los efectos inmanentes y transeúntes de nuestros actos,
    •  podamos llegar a compartir entre nosotros y con todas las criaturas –en la medida de nuestras posibilidades- el genuino Amor de Dios (como efecto esto último de la virtud de la caridad) 

Pero como ya hemos dicho,

  •  aunque estas virtudes teologales que comporta la Gracia se nos dan gratuitamente,
  •  nos corresponde a nosotros hacerlas nuestras: tenemos que actuarlas, es decir, tenemos que actualizarlas (hacerlas realidad) en nuestra vida.

De ahí la necesidad de frecuentar los Sacramentos.

A mí me gustaría que lo hiciéramos conscientemente, y el informaros de Ellos en la medida de mis posibilidades es la tarea que me propongo.

Pensad que el Amor de Dios está ahí para tod@s nosotr@s, y que nosotr@s sólo tenemos que querer apropiárnoslo.

Es sólo que con nuestras solas fuerzas no podemos.

  •  Necesitamos la actuación de su Gracia:
    •  una Gracia que nos inhiere a través de los Sacramentos.

¡Frecuentémoslos, pues!. 

LA GLOSOLALIA

Se entiende por glosolalia (del griego glossa,  “lengua”; y lalein, "hablar"), el fenómeno acaecido en Pentecostés sobre las comunidades de la Iglesia primitiva consistente en la capacidad de los apóstoles de hablar lenguas extranjeras (que no habían estudiado) bajo la acción y con el poder que les otorgaba el Poder del Espíritu de Dios (ver Hechos 2:4).

Ya sabéis que cuando hablamos del Poder del Espíritu de Dios hablamos de la forma de actuar ilimitada del Espíritu de Dios (del Espíritu Santo), y que porque esto es así (porque el Espíritu de Dios actúa a través nuestro), nuestra articulación voluntaria es don cuando la asume el Espíritu para orar a través de ella con voces inenarrables (es decir, para ponernos en relación con Dios) de un modo absolutamente superior a nuestra capacidad.

Así pues, aunque el fenómeno de la glosolalia parezca ser un fenómeno exclusivo del cristianismo del primer siglo, lo cierto es que el mismo se corresponde con el fenómeno de Pentecostés y con el don de sí mismo otorgado por el Espíritu de Dios a los hijos de la Iglesia,

o        a través de los apóstoles,

o        siempre para una misión,

o        y que como don subsiste en la actualidad por cuanto que, como tal, no está sujeto a limitación temporal.

Con mi pretensión de llegar a ser un poco glosólala para vosotros del otro día por tanto, no pretendía haceros reír, sino invocar a Dios para que a través de mis reflexiones, llegáramos todos a comprender la importancia de hacer coincidir infusión con misión.

Esta perspectiva es precisamente la que me va a hacer reflexionar sobre lo que yo creo que constituye lo realmente específico del Sacramento de la Confirmación.

Estamos ya ante un ser humano no sólo abierto a la transcendencia, sino (porque sobre ese ser humano y desde el momento de su Bautismo actúa el Poder del Espíritu de Dios) capaz de Ella.

Bajo su influjo, ese mismo ser humano ha ido evolucionando a lo largo de su corta o larga vida mística, hasta llegar un momento en que “por si mismo” es capaz de comprometerse,

o        de comprender el sentido de su vida (efecto de la vitamina de la fe para este Sacramento)

o        de fijarse el alcanzarlo como objetivo para sí mismo (efecto de la vitamina de la esperanza)

o        y de, consciente de ambas realidades, abandonarse para lograrlo en las manos de nuestro Buen Dios (efecto, por último, de la vitamina de la caridad)

Así, a un cristiano ya consciente y convenientemente formado, dentro de la Iglesia (y como en su momento lo hizo Jesús en primer lugar con los Doce y luego con los Setenta) el Señor llega a otorgarle una misión.

Cada uno tendremos la nuestra.

Para “signarla”, es decir, para hacer en el confirmando expresión de ese destino, la Iglesia le unge con un óleo significativo de su pertenencia a un Pueblo de Reyes a través del que el cristiano es también  “vigorizado” (como a un atleta se le vigoriza), para que, a partir de ese momento y con la fuerza de las vitaminas del Sacramento de la Confirmación pueda comenzar a actuar,

o        siendo consciente de la voluntad salvífica de Dios,

o        motivado por la Gloria a alcanzar,

o        y con su espíritu vigorizado con la fuerza de la Caridad.

La misión de ser cristiano es siempre una gran misión.

Pero para esas alturas ese cristiano ya sabe que la Gloria que persigue habrá de alcanzarla, y que sus logros o sus fracasos repercutirán en la comunidad. Por lo tanto, se sabe ya plenamente Iglesia, y como tal, acepta en Ella su participación.

Éste es el momento de la madurez, que es lo que pretendía decirle a Martika cuando comenzamos con esta serie dedicada a los Sacramentos. Esperemos que un mínimo de glosolalia haya recaído tanto sobre este artículo como sobre el contenido de nuestra misión, de modo que, hasta donde de nosotros dependa, sepamos utilizar cualquier medio de expresión para manifestar no nuestra gloria, sino la Gloria de Dios. Que así sea.

PAKESEVEA

Me he levantado hoy de madrugada con la música de un anuncio en la cabeza. Parece que aún la oigo y, curiosamente, es ella la que me motiva a escribir. No me preguntéis por las imágenes porque no las recuerdo, pero sí su contenido: era un anuncio en el que se nos recordaba una frase del Principito: que lo esencial está oculto a nuestros ojos, y yo creo que así es: que sólo se ve con los ojos del Amor.

¿Y qué son los ojos del Amor, me preguntaréis?...

Pues bien. Los ojos del Amor son aquellos con los que se mira cuando se está enamorad@. Nada más.

Enamorad@, pero no de una persona ni de algo tangible por especialmente bell@ que sea, sino del Amor.

Es cuando reconoces y te enamoras del Amor cuando comprendes que el Amor existe,

  •  que está en ti,
  •  y que porque tú también eres amad@,
  •  ese Amor está para ti precisamente en esas personas o en esas situaciones que tú amas.

Es entonces cuando comienzas a mirarlas con los ojos de tu amor,

  • cuando eres capaz de vislumbrar en ellas un Amor que no concluye,
  •  y cuando enamorad@ tiendes a ellas, precisamente porque el amor siempre tiende al Amor...

Pero vamos ahora a hablar de nuestra prestancia a la hora de perseguir el Amor, de nuestro nivel de excelencia...

Sabemos que es por medio de nuestros actos como el Amor se comparte, pero sabemos también que, al intentarlo, ese compartirse el Amor en nuestra común-unión produce para cada uno de nosotros unos efectos (los inmanentes) en base a los cuales aquel que ama se hace amador, hasta que llega un momento en que a base de repetición de actos un@ alcanza a hacerse “un amador virtuoso”, es decir, un buen amante...

Yo suelo decir que ahí nos quiere Dios. Seres evolucionados que seamos capaces de compartir nuestro amor con el Amor y con l@s amad@s.

Ahí es donde cada un@ tendrá su camino.

Como la semejanza de Dios no es un ser humano (hombre o mujer) individualizado, sino la de ambos como comunidad de vida y amor, en esa comunidad de Vida y Amor de los seres humanos con Dios caben distintas posibilidades.

Cuando la elección es el Matrimonio tal y como lo concibe “técnicamente” la Iglesia, la pareja humana decide conscientemente colaborar en los designios de Dios para dar continuidad y velar por las nuevas vidas que, procediendo de Dios, a ellos se les encomienda. ¡Bendita tarea!...

Para ello contarán con “las vitaminas” de la consciencia de su tarea (la dosis suficiente de fe), de su constancia para preservarla (la dosis suficiente de esperanza), y de la entrega responsable de cada uno de sus componentes (la dosis suficiente de caridad). Ésa es la gracia específica del Sacramento del Matrimonio.

Pero hay otros modos de compartir los seres humanos con sus semejantes su propio amor y su propia vida, y de velar individual o conjuntamente, por el amor y la vida que en otros procede de Dios...

Creo que, sin pretenderlo, dejo sobre la mesa un planteamiento susceptible de vuestras intervenciones. Con él los dejo, esperándolas con impaciencia, mientras sigo ahora elaborando mi artículo sobre la Glosolalia y el Sacramento de la Confirmación...

Un saludo.

LA GRACIA DE LAS VITAMINAS, O LAS VITAMINAS DE LA GRACIA

Cuant@s la componemos sabemos que la Iglesia es una contumaz adolescente. No porque en el momento de la creación fuera incorrectamente constituida, sino porque como efecto del pecado original de los seres humanos y entre los seres humanos, la Iglesia histórica en su crecimiento y en su desarrollo siempre "adolece" del auxilio de Dios.

Así sucede, porque la Iglesia no es propiamente un ente, sino una entidad, y como tal entidad su ser se va constituyendo con unas determinadas características correspondientes a la forma de ser, de actuar y de relacionarse de cuantos la conforman, siendo que su momento existencial puede medirse como el resultado de la suma de los efectos inmanentes y transeúntes de los actos de cuantos compartimos por efecto de la Gracia, la Vida de Dios.

Así, con la presencia de la Gracia en cada ser humano y entre todos los seres humanos que la comparten, ese ser humano individualizado (creado de por sí capaz de transcenderse como nos decía nuestro amigo Pablo) incorpora a su ser una nueva capacidad por la que alcanza a comunicarse y a compartir con Él y entre sus semejantes la Vida de Dios.

Algo tan maravilloso sucede, porque con la presencia del Buen Dios en nuestras almas, parece que se nos entregara como Iglesia una suerte de “vitaminas”:

  • unas vitaminas que se correspondieran a nuestras individuales necesidades,
  • que se suministraran por algunos que de entre nosotros fueran responsables en cada caso de su distribución,
  • y que no fueran otras que la vitamina de la comprensión (la fe), la vitamina de la motivación (la esperanza), y la vitamina de la decisión (la caridad) ante la revelación de Dios.

Así pues, lo mismo que en determinados estados carenciales, nuestr@ galen@ nos prescribe la ingesta de vitaminas (que son sustancias no sintetizables por el organismo, pero indispensables para su correcto funcionamiento, y que como no pueden ser sintetizadas por el organismo, éste no puede obtenerlas más que a través de la ingestión directa) es como si a través de los sacramentos y ante nuestros determinados estados carenciales, nuestro Buen Dios nos recomendara a los componentes de la Iglesia unas apropiadas dosis de fe, de esperanza y de caridad ante cada ocasión.

Nuestras vitaminas son para nosotros por tanto nutrientes esenciales, es decir, nutrientes imprescindibles para la vida, porque aunque por sí mismas no aportan la Vida divina, sin ellas no podríamos aprovechar los elementos constructivos y energéticos de los que disponemos como comunidad.

Así, mediante la dosis indicada para el sacramento del Bautismo, bajo la acción del Espíritu Santo el nuevo cristiano es capaz “de abrir los canales de su trascendencia” al Amor de Dios. Esto hace que alcance una nueva condición, una nueva idiosincrasia, que pertenezca a una nueva etnia (como os decía en el artículo sobre el derecho a apostatar).

Cuando quienes lo reciben son niños, precisan como también decíamos del apoyo y del ejemplo de la comunidad, del mismo modo que lo precisan para aprender a hablar y a comunicarse en el desenvolvimiento normal de su vida para compartir y compartirse de ese modo en el amor.

Como le decía a Martika, el orden de los Sacramentos ni tiene que ser el presente, ni ha sido siempre así, salvo precisamente en el caso del Sacramento del Bautismo.

Decimos que lo instituyó Dios, porque dada nuestra condición natural (materia-alma/alma-materia) fue Él quien dispuso el modo en que la Vida Divina inhiriera en nosotros bajo los efectos de su Luz a través de algo tan material como es el agua, de un modo semejante a como la vida orgánica tuvo un comienzo bajo la superficie de las aguas y bajo la acción del sol.

También os decía al hablar del Sacramento del Bautismo, que aunque la presencia de Dios en el alma humana no está circunscrita a ningún tipo de celebración (pensemos si no en Ntra. Señora), éste si es el modo ordinario en que, como comunidad de individualidades se constituye la Iglesia.

Ése es por tanto el efecto propio de la Gracia de este Sacramento: que por la presencia de Dios en el alma humana, por la asimilación de las vitaminas de la fe, la esperanza y la caridad, y bajo la acción del Poder del Espíritu de Dios, como comunidad constituida por individualidades, seamos capaces de compartir la Vida de Dios.

Vamos a dejarlo aquí por hoy, no sin pedirle al Señor que me otorgue un poquito del don de la "glosolalia" (así se llamará el artículo que a éste seguirá) para llegar a explicar próximamente y con el mayor acierto posible los efectos de nuestras particulares vitaminas a través del resto de los Sacramentos de nuesro Buen Dios.

Hasta entonces, un cordial saludo.