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EL ZAPATO DE RASO

En la obra «El zapato de raso» de Paul Claudel, la protagonista, cristiana fervorosa pero al mismo tiempo locamente enamorada de Rodrigo, exclama interiormente, como si le costara creerse a sí misma: «Por tanto, ¿está permitido este amor por las criaturas? ¿Verdaderamente Dios no tiene celos?». Y su ángel de la guarda le responde: «¿Cómo podría ser celoso de lo que ha hecho él mismo?» (acto III, escena 8).

El amor por Cristo no excluye los demás amores sino que los ordena. Es más, en Él todo amor genuino encuentra su fundamento, su apoyo y la gracia necesaria para ser vivido hasta el final. 


Jesús no hace ilusiones a nadie, pero tampoco desilusiona a nadie.

Pide todo porque quiere darlo todo; es más, lo ha dado todo.

Uno podría preguntarse: ¿pero cómo puede este hombre, que vivió hace veinte siglos en un rincón perdido del planeta, pedirnos a todos este amor absoluto? La respuesta se encuentra en su vida terrena que conocemos por la historia: él fue el primero en darlo todo por el hombre: «Cristo nos amó ; y se entregó por nosotros» (Cf. Efesios 5, 2).

En este mismo pasaje del Evangelio, Jesús nos recuerda también cuál es el test y la prueba del verdadero amor por Él: «cargar con la propia cruz». Pero cargar con la propia cruz no significa buscar sufrimientos. Cristo tampoco se puso a buscar su cruz; en obediencia a la voluntad del Padre la cargó sobre sí cuando los hombres se la pusieron a las espaldas, transformándola con su amor obediente de instrumento de suplicio en signo de redención y de gloria.

Jesús no vino a aumentar las cruces humanas, sino más bien a darles un sentido.

Con razón, se ha dicho que «quien busca a Jesús sin la cruz, encontrará la cruz sin Jesús», es decir, de todos modos encontrará la cruz, pero sin la fuerza para cargar con ella.

(Opiniones extraídas del comentario del padre Raniero Cantalamessa a la liturgia del domingo XXIII del tiempo ordinario) 



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