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LA HOMILÍA DEL CORPUS DE BENEDICTO XVI

Me hubiese encantado estar en esta Eucaristía en S. Juan de Letrán, pero de hecho llegué a Roma al día siguiente, el día 23.

En la Eucaristía de la que os hablo, Benedicto XVI dirigió a los presentes esta preciosa homilía que ahora me gustaría compartir con todos vosotros. Es la correspondiente a la festividad del Corpus Christi, y dice así:

Queridos hermanos y hermanas:

Tras el tiempo fuerte del año litúrgico, que centrándose en la Pascua se extiende durante tres meses -primero los cuarenta días de la Cuaresma, después los cincuenta días del Tiempo Pascual-, la liturgia nos permite celebrar tres fiestas que tienen un carácter "sintético": la Santísima Trinidad, el Corpus Christi, y por último el Sagrado Corazón de Jesús.

¿Cuál es el significado de la solemnidad de hoy, del Cuerpo y la Sangre de Cristo? Nos los explica la misma celebración que estamos realizando, con el desarrollo de sus gestos fundamentales: ante todo, nos hemos reunido alrededor del Señor para estar juntos en su presencia; en segundo lugar, tendrá lugar la procesión, es decir, caminar con el Señor; por último, vendrá el arrodillarse ante el Señor, la adoración que comienza ya en la misa y acompaña toda la procesión, pero que culmina en el momento final de la bendición eucarística, cuando todos nos postraremos ante Aquél que se ha agachado hasta nosotros y ha dado la vida por nosotros.

Analicemos brevemente estas tres actitudes para que sean realmente expresión de nuestra fe y de nuestra vida.

Reunirse en la presencia del Señor

El primer acto es el de reunirse en la presencia del Señor. Es lo que antiguamente se llamaba "statio". Imaginemos por un momento que en toda Roma sólo existiera este altar, y que se invitara a todos los cristianos de la ciudad a reunirse aquí, para celebrar al Salvador, muerto y resucitado. Esto nos permite hacernos una idea de cuáles fueron los orígenes de la celebración eucarística, en Roma y en otras muchas ciudades, a las que llegaba el mensaje evangélico: en cada Iglesia particular había un solo obispo y, a su alrededor, alrededor de la Eucaristía celebrada por él, se constituía la comunidad, única, pues uno era el Cáliz bendecido y uno era el Pan partido, como hemos escuchado en las palabras del apóstol Pablo en la segunda lectura (Cf. 1 Corintio s 10,16-17).

Pasa por la mente otra famosa expresión de Pablo: "ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús" (Gálatas 3, 28). "¡Todos vosotros sois uno!". En estas palabras se percibe la verdad y la fuerza de la revolución cristiana, la revolución más profunda de la historia humana, que se experimenta precisamente alrededor de la Eucaristía: aquí se reúnen en la presencia del Señor personas de diferentes edades, sexo, condición social, ideas políticas. La Eucaristía no puede ser nunca un hecho privado, reservado a personas escogidas según afinidades o amistad. La Eucaristía es un culto público, que no tiene nada de esotérico, de exclusivo. En esta tarde, no hemos decidido con quién queríamos reunirnos, hemos venido y nos encontramos unos junto a otros, reunidos por la fe y llamados a convertirnos en un único cuerpo, compartiendo el único Pan que es Cristo. Estamos unidos más allá de nuestras diferencias de nacionalidad, de profesión, de clase social, de ideas políticas: nos abrimos los unos a los otros para convertirnos en una sola cosa a partir de Él. Esta ha sido desde los inicios la característica del cristianismo, realizada visiblemente alrededor de la Eucaristía, y es necesario velar siempre para que las tentaciones del particularismo, aunque sea de buena fe, no vayan en el sentido opuesto. Por tanto, el Corpus Christi nos recuerda ante todo esto: ser cristianos quiere decir reunirse desde todas las partes para estar en la presencia del único Señor y ser uno en Él y con Él.

Caminar con el Señor

El segundo aspecto constitutivo es caminar con el Señor. Es la realidad manifestada por la procesión, que viviremos juntos tras la santa misa, como una prolongación natural de la misma, avanzando tras Aquél que es el Camino. Con el don de sí mismo en la Eucaristía, el Señor Jesús nos libera de nuestras "parálisis", nos vuelve a levantar y nos hace "pro-ceder", nos hace dar un paso adelante, y luego otro, y de este modo nos pone en camino, con la fuerza de este Pan de la vida. Como le sucedió al profeta Elías, que se había refugiado en el desierto por miedo de sus enemigos, y había decidido dejarse morir (Cf. 1 Reyes 19,1-4). Pero Dios le despertó y le puso a su lado una torta recién cocida: "Levántate y come -le dijo--, porque el camino es demasiado largo para ti" (1 Reyes 19, 5.7). La procesión del Corpus Christi nos enseña que la Eucaristía nos quiere liberar de todo abatimiento y desconsuelo, quiere volver a levantarnos para que podamos retomar el camino con la fuerza que Dios nos da a través de Jesucristo. Es la experiencia del pueblo de Israel en el éxodo de Egipto, la larga peregrinación a través del desierto, de la que nos ha hablado la primera lectura. Una experiencia que para Israel es constitutiva, pero que para toda la humanidad resulta ejemplar. De hecho, la expresión "no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca del Señor" (Deuteronomio 8,3) es una afirmación universal, que se refiere a cada hombre en cuanto hombre. Cada uno puede encontrar su propio camino, si encuentra a Aquél que es Palabra y Pan de vida y se deja guiar por su amigable presencia. Sin el Dios-con-nosotros, el Dios cercano, ¿cómo podemos afrontar la peregrinación de la existencia, ya sea individualmente ya sea como sociedad y familia de los pueblos?

La Eucaristía es el sacramento del Dios que no nos deja solos en el camino, sino que se pone a nuestro lado y nos indica la dirección. De hecho, ¡no es suficiente avanzar, es necesario ver hacia dónde se va! No basta el "progreso", sino no hay criterios de referencia. Es más, se sale del camino, se corre el riesgo de caer en un precipicio, o de alejarse de la meta. Dios nos ha creado libres, pero no nos ha dejado solos: se ha hecho él mismo "camino" y ha venido a caminar junto a nosotros para que nuestra libertad tenga el criterio para discernir el camino justo y recorrerlo.

Arrodillarse en adoración ante el Señor

Al llegar a este momento no es posible de dejar de pensar en el inicio del "decálogo", los diez mandamientos, en donde está escrito: "Yo, el Señor, soy tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa d e servidumbre. No habrá para ti otros dioses delante de mí" (Éxodo 20, 2-3). Encontramos aquí el tercer elemento constitutivo del Corpus Christi: arrodillarse en adoración ante el Señor. Adorar al Dios de Jesucristo, que se hizo pan partido por amor, es el remedio más válido y radical contra las idolatrías de ayer y hoy. Arrodillarse ante la Eucaristía es una profesión de libertad: quien se inclina ante Jesús no puede y no debe postrarse ante ningún poder terreno, por más fuerte que sea. Nosotros, los cristianos, sólo nos arrodillamos ante el santísimo Sacramento, porque en él sabemos y creemos que está presente el único Dios verdadero, que ha creado el mundo y lo ha amado hasta el punto de entregar a su unigénito Hijo (Cf. Juan 3, 16).

Nos postramos ante un Dios que se ha abajado en primer lugar hacia el hombre, como el Buen Samaritano, para socorrerle y volverle a dar la vida, y se ha arrodillado ante nosotros para lavar nuestros pies sucios. Adorar el Cuerpo de Cristo quiere decir creer que allí, en ese pedazo de pan, se encuentra realmente Cristo, quien da verdaderamente sentido a la vida, al inmenso universo y a la más pequeña criatura, a toda la historia humana y a la más breve existencia. La adoración es oración que prolonga la celebración y la comunión eucarística, en la que el alma sigue alimentándose: se alimenta de amor, de verdad, de paz; se alimenta de esperanza, pues Aquél ante el que nos postramos no nos juzga, no nos aplasta, sino que nos libera y nos transforma.

Por este motivo, reunirnos, caminar, adorar, nos llena de alegría. Al hacer nuestra la actitud de adoración de María, a quien recordamos particularmente en este mes de mayo, rezamos por nosotros y por todos; rezamos por cada persona que vive en esta ciudad para que pueda conocerte e ti, Padre, y a Aquél que tú has enviado, Jesucristo. Y de este modo tener la vida en abundancia. Amén”.

No me digáis que no es especialmente luminosa y que no utiliza un lenguaje reconocible y plenamente humano. Como ya os he dicho en alguna otra ocasión, considero a Benedicto XVI un gran teólogo. Que el Espíritu de Dios le siga iluminando siempre.

CHESTERTON Y LA ORTODOXIA (III)

La llave recién encontrada no sólo entraba en el hueco que había descubierto Chesterton para armonizar una actitud adecuada frente al mundo; permitía abrir cerraduras más complejas. Este fue el caso del problema del mal. La Iglesia “ha sostenido desde el primer instante que el  mal no estaba en el ambiente, sino en el hombre mismo”. Siempre cabe el riesgo de actuar mal, porque el origen del mal no está en las circunstancias sino en el interior de la persona. “El cristianismo dice siempre: “”Yo respeto la categoría de ese hombre, aunque lo sé sobornable””. Pero nunca dirá, como dicen los modernos desde el desayuno hasta la cena: “”Hombre de tal categoría no admite soborno””. Porque es parte del dogma cristiano que cualquier hombre de cualquier categoría es sobornable. Es parte del dogma cristiano y, por ventura, también es parte evidente de nuestra historia”.

 

El dogma del pecado original es, para Chesterton, un dato de hecho. Por ello, se trata del “único punto de la teología cristiana realmente susceptible de prueba”. Esta enseñanza del credo cristiano nos dice que el interior del hombre se encuentra dañado. Éste, que había sido creado para disfrutar del don de Dios, lo rechaza. De esta forma, la criatura se inflige una profunda herida interior, que le dificulta no sólo discernir el bien del mal, lo que le hace bueno o le hace malo, sino sobre todo provoca el extravío de la voluntad para elegir el bien. En consecuencia, se hace capaz de elegir conscientemente lo que le hace mal. Lo cual constituye un misterio: ¿cómo es posible que la criatura, que ha sido querida y preparada para disfrutar de tantos regalos como Dios le ha otorgado, rechace explícitamente estos dones?.

 

De ahí que cualquier propuesta de mejora ha de tener en cuenta este peligro: “Si deseamos las reconstrucciones definidas y las peligrosas revoluciones que han caracterizado la civilización europea, conviene atizar la idea de una ruina siempre posible, en vez de procurar apagarla (…) Si lo que deseamos particularmente es hacer andar bien al mundo, insistamos en que anda mal”.

 

Esta afirmación, cuanto menos provocativa para una sensibilidad moderna, sacudió también a este autor. Fue un descubrimiento que le conmovió. Lo recordó al final de su vida en su Autobiografía. Tuvo lugar en el transcurso de una conversación con el Padre O’Connor, que fue quien le inspiró el personaje del Padre Brown. En esa charla el sacerdote le reveló hasta qué punto una persona puede obrar maliciosamente. Había en sus palabras, no obstante, algo misterioso. Las horas de cura de almas le habían proporcionado a este sacerdote de una parroquia rural un hondo conocimiento del mal que puede hallarse en el corazón del hombre. Y, al mismo tiempo, Chesterton descubrió en aquella conversación algo nuevo e impensable. Este es su recuerdo: “El Padreo O’Connor había sondeado aquellos abismos mucho  más que yo. Me sorprendía mi propia sorpresa: que la Iglesia Católica supiera más que yo acerca del bien resultaba fácil de creer, pero que supiera más del mal parecía increíble. El Padre O’Connor conocía los horrores del mundo y no se escandalizaba, pues su pertenencia a la Iglesia Católica le hacía depositario de un gran tesoro: la misericordia”.

 

El cristianismo realiza una propuesta tan audaz como increíble. La fe logra fecundar la vida del hombre a partir del misterio central del Credo: el misterio de la Santísima Trinidad. Al conocer la intimidad de Dios, se le abrieron al hombre perspectivas insospechadas para colmar los más profundos anhelos de amor. “Porque la religión occidental se ha manifestado siempre penetrada de esta idea: “”No conviene al hombre estar solo”” (…) Porque para nosotros los trinitarios, Dios mismo es una sociedad. No niego que esto sea un misterio insondable de la teología. Básteme decir aquí que este triple enigma es tan confortante como el vino y como el fogón de las chimeneas inglesas; que tanto trastorna la inteligencia como consuela el corazón”.

 

La fe no sólo advierte del riesgo que entraña la encrucijada de la libertad, sino que también ayuda a descubrir el sentido de esta capacidad humana: compartir libremente la intimidad divina, a la que el hombre es continuamente llamado por Dios. La llave que había hallado Chesterton, la llave de la fe, permitía abrir la puerta más misteriosa, la de la libertad. Había descubierto algo que sus contemporáneos modernos eran incapaces de ver –y también muchos escritores de hoy día-: “Que la ortodoxia, contra lo que generalmente se dice, no es sólo la salvaguarda del orden y la moralidad, sino también la única garantía posible de la libertad”. Resulta que la libertad, que es el gran ideal moderno, reivindicado y reclamado por todos, el anhelo más profundo de cualquier corazón, se encuentra custodiado por la ortodoxia cristiana.

 

El fruto del viaje: la alegría

 

Gracias a este viaje intelectual, Chesterton ve con ojos nuevos lo que anteriormente le había producido distanciamiento y suscitado desdén: “El círculo externo del cristianismo es una guardia de abnegaciones éticas y sacerdotes profesionales; pero, salvando esta muralla inhumana, encontraréis las danzas de los niños y el vino de los hombres, porque el cristianismo es la única armadura de las libertades paganas. En la filosofía moderna todo sucede al revés: la guardia exterior es encantadora y atractiva, y dentro, la desesperación se retuerce”. Lo que establece tal diferencia entre una actitud y otra es la cuestión del sentido. Chesterton afirma que “la desesperación consiste en figurarse que el universo carece de sentido”.

 

El protagonista de El hombre que fue Jueves estimaba que para apreciar el mundo había que tratar de mirar la realidad de frente. Pues bien, este es el secreto de la filosofía de Chesterton. Sólo viendo el inmenso bien del mundo se es capaz de descubrir el sentido de la realidad e, incluso, de explicar el mal. Pero hace falta una liberación. Ronald Knox comentó en una conferencia algunas semanas después del fallecimiento de nuestro autor: “Para mí, la filosofía de Chesterton, en el sentido más amplio de la palabra, ha sido parte del aire que he respirado, desde esa época en que las ideas de un hombre empiezan a verse liberadas de la educación recibida”.

 

En efecto, hoy día se precisa un nuevo modo de pensar y unas adecuadas categorías intelectuales para ser capaces de descubrir lo bueno del mundo. Pascal afirmó que “el corazón tiene sus razones, que la razón no entiende”. Al hablar del corazón, no se refiere tanto a los sentimientos, como se haría desde una interpretación romántica. El corazón, en la tradición judeocristiana, hace referencia a la persona, a su ámbito más interior, a aquello que es intransferible y personalísimo. Pascal quiere señalar que el corazón tiene su propio lenguaje, que puede resultar difícil de entender para una mentalidad excesivamente racionalista.

 

Chesterton ha sabido argumentar desde el corazón y el sentido común, no solamente con su razón, y así no se ha cerrado a la posibilidad del misterio. Ha partido de la gratitud, algo que difícilmente se percibe con la razón y que en cambio resulta vital para las personas, y ha descubierto que este mundo es un regalo de un Creador. Y como en cualquier acto creativo, el Artista está prendado de su obra, y ofrece el mundo al hombre para su asombro y para que lo  mejore, con su colaboración. Chesterton ha coincidido con el cristianismo en ver que ese regalo pide ser correspondido, y que, misteriosamente, cualquier hombre es capaz de rechazarlo. Pero el cristianismo ha ido más allá y le ha desvelado un tesoro: que a pesar de que el hombre puede desestimar aquello que le hace feliz, Dios continúa ofreciéndose lleno de piedad para restaurar la relación del hombre con Él.

 

La búsqueda de un modo de ver el mundo que una el asombro y el bienestar ha conducido a Chesterton a descubrir el sentido de las cosas. Al transmitir su filosofía y su modo de razonar, ha ayudado a ver la fe con un atractivo más profundo. La fe no sólo da razón del mundo y del hombre, sino que además la fe es fuente de alegría. Ortodoxia termina con esta sorprendente paradoja: “La alegría, que era la pequeña publicidad del pagano, se convierte en el gigantesco secreto del cristiano”

CHESTERTON Y LA ORTODOXIA (II)

Antes de iniciar este personal viaje, Chesterton advierte la amenaza de un grave riesgo: la prevención que existe contra la imaginación. Así, comenta que “por todas partes se oye decir que la imaginación, y especialmente la imaginación mística, es un peligro para el equilibrio mental del hombre”. El cuidado de la salud es uno de los grandes valores de la sociedad moderna. Resulta, por ello, crucial asegurar la salud mental. Lo que ocurre es que muchas veces se señala al causante equivocado: “La fantasía nunca arrastra a la locura; lo que arrastra a la locura es la razón”.

 

La peculiaridad de los locos no es que hablen de cosas que no existen o que piensen que son Napoleón. Lo que observa Chesterton es que “las explicaciones que da un loco son siempre completas y, desde el punto de vista racional, las más veces satisfactorias”. El loco es capaz de argumentar, de defender una teoría aunque sea peregrina. Posee una plenitud lógica, pero es incapaz de salir de sus razonamientos. De ahí que, para Chesterton, un loco no es aquel que ha perdido la razón, sino el “que lo ha perdido todo menos la razón”. Lo que se desprende de esta apreciación es que con un loco no se puede razonar para hacerle ver la realidad, pues siempre encuentra razones para mantener su particular punto de vista.

 

El interés de Chesterton en esta patología es capital: “Si me detengo en la descripción del maniaco es porque me parece descubrir muchos rasgos que también descubro en los escritores contemporáneos”. El diagnóstico que establece se describe como “una racionalidad expansiva y agotadora con un sentido común contraído y mísero”, y el síntoma más característico de estos escritores es que, “como los lunáticos, son incapaces de cambiar su punto de vista”. Si la razón ha de ser el garante último del conocimiento, mientras ofrezcan explicaciones razonadas de su propia teoría, no saldrán de su planteamiento, por mucho que la realidad apunte en otra dirección.

 

La razón tiene sentido de miedo. Pero requiere “un principio elemental adecuado” para evitar que enloquezca, es decir, que “piense por el mal lado”. El punto de partida que permite conservar la salud mental es, para Chesterton, la capacidad de captar el misterio: “El misticismo es el secreto de la cordura. Mientras hay misterio, habrá salud”.

 

La modernidad, merced a la fascinación causada por la eficacia del método científico, ha pretendido ofrecer explicaciones globales de la realidad que puedan dar razón de todo a partir de ese método. Y cuando se ha encontrado con el misterio, o bien lo ha rechazado, o bien lo ha tratado de encajar en una “teoría razonable”. En cambio, “todo el secreto del misticismo consiste en esto: todo puede entenderlo el hombre, pero sólo mediante aquello que no puede entender. El lógico desequilibrado se afana por aclararlo todo, y todo lo vuelve confuso, misterioso. El místico, en cambio, consiente en que algo sea  misterioso, para que todo lo demás resulte explicable”.

 

Lo aprendido en los cuentos para niños

 

Y como no encontraba el misterio en la literatura de su época, Chesterton volvió al lugar genuino del misterio: los cuentos para niños. Aquí no es la razón sino el sentido común el órgano que permite aprender. El cuarto capítulo de Ortodoxia desvela lo que Chesterton descubrió en estas narraciones: “Me propongo tratar de la ética y la filosofía que la educación de los cuentos de hadas engendra”. Halló en ellos un conocimiento de carácter práctico para poder actuar en la vida que no encontró en los autores contemporáneos.

 

En el viaje de este autor, el inicio vino marcado por el asombro ante la realidad. Los cuentos de hadas le ayudaron a percatarse de que las cosas de nuestro mundo eran maravillosas porque podían haber sido de otra manera: “En el asombro hay siempre un elemento positivo de plegaria. Y esta es la primera piedra que conviene plantar en nuestro viaje por el país de las hadas”.

 

El asombro engendraba, así, un sentimiento de alegría y gratitud por estar viviendo en la aventura del mundo real: “La prueba de la dicha es la gratitud, y yo me sentía agradecido sin saber a quién agradecer (…) Agradecemos los cigarros y pantuflas que nos regalan el día de nuestro cumpleaños. ¿Y a nadie había yo de agradecer ese gran regalo de cumpleaños que es ya de por si mi nacimiento?”

 

La gratitud como actitud básica nos lleva a ver la existencia como un regalo. El regalo tiene dos notas básicas: su origen está en otra persona de la que parte la iniciativa, y no es exigible, sino gratuito. En un regalo se valora no tanto la materialidad del objeto recibido como el constatar el amor y aprecio desinteresado del otro. Es por eso por lo que engendra sorpresa y alegría cuando se recibe.

 

Lo siguiente que Chesterton descubrió en los cuentos para niños es lo que denomina la “Doctrina del Gozo Condicional”. Esta doctrina hace referencia a la ética, al modo de comportarse. “Conforme a la ética de los elfos, toda virtud depende de un sí”

 

La alegría en el reino de las hadas se encuentra condicionada, pues tiene una lógica propia. Baste recordar el ejemplo de Cenicienta: dispuso de un traje y de un carruaje mágico para participar en el baile del príncipe, a condición de que volviera antes de la media noche. Pero la cuestión profunda que suscita el cuento para niños no es tanto la percepción de la condición como algo limitante, sino más bien la aceptación misma de la condición, independientemente de si se entiende o no. Así lo explica Chesterton: “Toda la felicidad dependía de  no hacer algo que se puede hacer a cada instante y que, en general, ni siquiera se entiende por qué se ha de dejar de hacer. Ahora bien: a mí esto  no me parecía injusto, y en esto está toda la cuestión”.

 

Chesterton comprendió la prohibición a partir de la concesión. A partir del asombro agradecido, había percibido la realidad como un regalo. Se trataba de un misterio, pero no por eso dejaba de ser inmerecido y grato. En consecuencia, las limitaciones en nuestro actuar también respondían a esta lógica misteriosa: “A mí me parecía que la existencia misma era un legado tan excéntrico que no era mucho mejor dejar de entender las limitaciones del cuadro, cuando el cuadro  mismo era incomprensible: el contorno no era más extraño que los colores del cuadro. La parte prohibitiva tiene derecho a ser tan extravagante como la concesión”.

 

El hallazgo de la clave

 

Con las nuevas coordenadas adquiridas, no iba a ser difícil que las andanzas intelectuales de Chesterton pronto se cruzaran con el camino del cristianismo. En efecto, este sostenía, como proposición más radical, que “Dios es creador en el mismo sentido en que es creador un artista. El poeta se siente tan distinto de su poema, que habla de él como de “”una bagatela que he soltado por ahí””. En el acto mismo de publicarlo, lo ha lanzado de sí. Y así como un artista va pensando en su obra antes de iniciarla y se recrea y se deleita interiormente con ella al contemplarla como algo único y personal, así también Dios nos creó y nos regaló la existencia y el  mundo”.

 

El hallazgo del cristianismo vino a ser como la pieza que faltaba en el puzzle para que todo cobrara sentido y permitiera conformar una visión global de la realidad coherente. Así evoca este descubrimiento Chesterton: “Me pareció que, desde el día de mi nacimiento, vivía yo desatinando entre dos enormes e inmanejables máquinas,  muy distintas entre sí y sin la menor conexión aparente: el  mundo y la tradición cristiana. En la máquina del mundo había yo logrado descubrir este agujero: que es posible en cierto  modo dar con un medio de amar al mundo sin confiar en él, de amarlo sin ser mundano. Ahora bien, en la teología cristiana encontré al fin, a  manera de perno, este principio fundamental: la insistencia dogmática de que Dios es un ente personal y ha creado un mundo distinto de su propia personalidad. El perno del dogma entraba exactamente en el agujero descubierto en la máquina del  mundo –como que sin duda para eso estaba hecho-. Y entonces aconteció el milagro. Una vez que las dos máquinas quedaron así conectadas, todas las demás piezas, una tras otra, se fueron aviniendo con fantástica exactitud; y hasta me parecía oír el ruido que hacían todos los engranajes al morder en su sitio justo, con un como crujido de alivio. Puesta en su lugar una pieza, todas las demás repitieron la exactitud, así como los relojes van dando, casi a una, las doce campanadas del mediodía. Un instinto tras otro iba encontrando su correspondiente doctrina”.

 

Lo que había descubierto a partir de los cuentos de hadas coincidía con lo que enseñaba la fe cristiana. La respuesta al modo más adecuado de progreso, que tenía que ver con una actitud de lealtad y de correspondencia al regalo recibido, era posible porque ya antes había sido objeto de amor personal y de cuidado artístico por parte de Alguien. El “agujero”, la pieza que faltaba, venía motivado por la exclusión del Creador.

 

La noción de creación comporta percibir que la vida tiene un sentido, y ese sentido es recibido, no es dado por nosotros. Si Dios ha querido el mundo y lo cuida, es que es digno de ser querido, aunque pueda haber cosas que el hombre no comprende con su entendimiento limitado. Y si es susceptible de mejora, ha de tratar de mejorarlo como una muestra de correspondencia.

 

Ahora bien, sin la noción de creación, la realidad se percibe con una autonomía de la que el hombre, o bien forma parte de modo mecánico y determinista, o bien sufre el desconcierto de la falta de sentido. Un mundo autónomo de su origen personal llevaría consigo, antes o después, la disolución del hombre. Esta fue la misma conclusión del Concilio Vaticano II al plantear la relación de la realidad terrena con el hombre, dentro del marco del diálogo entre la fe y el mundo moderno: “La criatura sin el Creador desaparece”.

 

Pero lo que parecía un perno, un objeto más bien sólido y cilíndrico, resultó ser una pieza más delicada y articulada. El credo cristiano ofrecía más respuestas y ayudaba a encajar piezas todavía más complicadas: “Un bastón puede  meterse en un hoyo o una piedra puede caer en un pozo por mera casualidad. Pero una llave y una cerradura son tan complejas que si se avienen es porque se ha dado con la verdadera llave”.

 

Chesterton había hallado una llave nueva, la fe. Como él mismo cuenta, a los doce años era un pagano y a los dieciséis se confesaba agnóstico. Su cristianismo era prácticamente inexistente. Curiosamente la fe no había sido proporcionada por la familia o la religión nacional. Fueron los ataques intelectuales a la fe los que le facilitaron la pista adecuada: “Quienes me volvieron a la teología ortodoxa fueron Huxley, Herbert Spencer y Bradlaugh, como que suscitaron en mí las primeras dudas sobre la duda”. Un evolucionista convencido, un ilustre positivista y un famoso ateo fueron los que le proporcionaron los indicios para el hallazgo de la llave de la fe.

CHESTERTON Y LA ORTODOXIA (I)

Como sabéis, estoy pasando unos días de descanso, pero os dejo con la lectura de un interesantísimo artículo de Tomás Baviera publicado en la revista Nuestro Tiempo sobre la obra de Chesterton. Espero que –como a mí- os resulte interesante seguir la trayectoria de un autor cuya actividad intelectual le llevó a encontrarse con la Ortodoxia –título de una de sus obras más conocidas-.

 

Es un poquito largo, así que lo repartiremos en artículos y ya me iréis diciendo lo que os parece. Supongo, espero y confío en poder conectarme a la red, así que seguiremos en contacto si así lo queréis. Si además quisierais formular alguna pregunta, quedarían pendientes hasta mi vuelta, ¿o.k.?

 

Bueno, ¡pues hasta el próximo día 2!…

 

Chesterton. CIEN AÑOS DE ORTODOXIA

 

“Un joven que quiera seguir siendo un perfecto ateo, no puede ser demasiado exigente con su lectura. Hay trampas por todas partes”. Así recuerda G.S. Lewis su encuentro con los libros de Chesterton durante una convalecencia en la I Guerra Mundial. En aquel momento, Lewis era un ateo cabal en edad universitaria. Sin embargo, su lectura inició la aproximación hacia la fe de alguien que llegaría a ser uno de los grandes apologistas del cristianismo del siglo XX.

 

¿Qué encontró Lewis en esos libros?. Chesterton tenía la habilidad de ayudar a ver las cosas de un modo nuevo. Y eso lo supo hacer admirablemente con la fe cristiana. Para ello, tuvo que abrir nuevos caminos intelectuales que le condujeron a una visión más profunda y más alegre de la realidad. Joseph Pearce señala la novedad de sus libros: “El cristianismo de Chesterton era contagioso y, gracias a sus penetrantes paradojas y a su quijotesco entusiasmo, muchos comenzaron a descubrir el atractivo de la ortodoxia”.

 

Gilbert Keith Chesterton (1874-1936) fue, sobre todo, periodista. Dotado de una inteligencia profunda y de una vitalidad desbordante, pronto destacó en ambientes intelectuales y políticos ingleses. Cultivó casi todos los géneros literarios. Es conocido sobre todo por las historias del Padre Brown, un sacerdote católico que posee una inusual habilidad como investigador policial.

 

El 25 de septiembre de 1908 publicó Ortodoxia. En este libro esbozó su particular filosofía y el itinerario intelectual, que le condujo a la fe cristiana. En este viaje la brújula principal que le orientó fue el sentido común. Si bien todavía no había ingresado en la Iglesia Católica (lo haría en el año 1922), su cabeza era ya católica.

 

Ortodoxia presenta, no obstante, una dificultad para el lector. Se trata del estilo de su autor. Para quien no esté familiarizado con él, la forma de escribir de Chesterton puede desconcertar por su exuberancia de imágenes y paradojas. A pesar de ello, el texto transmite una gran agudeza de pensamiento. La escritora Dorothy L. Sayers afirmó, en relación con el estilo de este autor: “A algunas personas les irrita el estilo “”paradójico”” de Chesterton. Pero, cuando se trata de ir al meollo de las cosas y dar en el clavo, no hay nadie mejor que él”, Ortodoxia  fue la explicación chestertoniana del meollo de las cosas.

 

¿Qué cuenta Ortodoxia?

 

“Este libro es la respuesta a un desafío que se me ha hecho”. Así comienza Ortodoxia: su autor había sido retado a un duelo intelectual. Un crítico, G.S. Street, le había lanzado el guante al escribir: “Empezaré a preocuparme por definir mi propia filosofía cuando Chesterton nos haya dado la suya”. En honor a la verdad habría que decir que Chesterton era quien había desafiado previamente a los intelectuales del momento. Tres años antes había publicado Herejes. Por sus páginas desfilaban escritores de referencia de la época como George Bernard Shaw, H.G. Wells o Henrik Ibsen para discutir con ellos sobre la validez de sus ideas. El título de la obra resultaba ya en sí mismo provocativo.

 

¿En qué consistía el “error herético” de la intelectualidad de la época? Chesterton critica que no se “toleran las generalizaciones”. La filosofía, la visión general de la vida, se ha arrinconado. Probablemente la mejor expresión de esta actitud sea un epigrama de G.B. Shaw: “La regla de oro es que no hay regla de oro”.

 

La modernidad, gracias al método científico que establece el orden y precisión en la investigación, es capaz de saber mucho sobre un objeto particular. Pero se olvida de la visión de conjunto. Podría decirse que “todo es importante, a excepción de todo”. Chesterton echa en falta en los autores modernos una reflexión honrada y atenta a lo que tiene de bueno la realidad: “Cada una de las frases y los ideales modernos más populares es una evasión para esquivar el problema de qué es lo bueno”. Si este problema no se resuelve satisfactoriamente, las palabras sagradas de la modernidad, como son por ejemplo libertad, progreso o educación, quedan vacías.

 

Chesterton recuerda que el planteamiento moderno del progreso intelectual se encuentra condicionado por la idea de “romper límites, eliminar fronteras, deshacerse de dogmas”. En la educación  moderna se exhorta con frecuencia a pensar por uno mismo y a desarrollar una mentalidad crítica, que suele conducir hacia una valoración positiva de la transgresión. En cambio, Chesterton apunta en una dirección distinta: “La mente humana es una máquina para llegar a conclusiones; si no puede llegar a conclusiones está herrumbrada”.

 

Actualmente se oye con frecuencia hablar de las convicciones como si fueran venidas de fuera, como externas a la persona. A la palabra convicción, se suele asociar un verbo: imponer, como si las convicciones únicamente pudieran aparecer como consecuencia de una coacción externa. Quizá este sea uno de los errores más trágicos del mundo moderno: haber perdido la confianza en que el hombre pueda componer un mapa intelectual de su propia vida, que le pueda guiar válidamente en el curso de la misma vida. En este mapa, en esta visión global de la vida, los puntos de referencia vienen señalados por las convicciones personales. Estas vienen de dentro, como fruto de una búsqueda sincera de respuestas a los interrogantes más profundos de la persona.

 

El joven Chesterton sólo tenía el mapa que le habían proporcionado los escritores modernos. Al terminar el bachillerato, entró en una honda crisis existencial al asumir el escepticismo imperante de la época. Sin embargo, el fruto de esa crisis fue un Chesterton nuevo. Había elaborado sus propias respuestas. El planteamiento logrado iba en contra de las teorías en boga. Pero para Chesterton había sido como el despertar de una pesadilla: tras esa crisis veía el mundo con toda su luz. Contó a su manera esta experiencia en la que es probablemente su novela más famosa: El hombre que fue Jueves, publicada justo unos meses antes que Ortodoxia.

 

En aquellas páginas trató de dar razón de este nuevo modo de ver el mundo. Y lo más increíble, lo que él jamás podía haber imaginado, es que esa teoría elaborada a tientas, esa explicación tan personalísima, ya existía. Se trataba ni más ni menos de la explicación que daba la fe cristiana. Lo que Chesterton cuenta en Ortodoxia es este itinerario intelectual que le condujo a unas convicciones cristianas.

 

Toda investigación ha de responder a un problema. Inicialmente Chesterton no se planteaba saber si lo suyo era la fe cristiana. Esa fue la conclusión a la que llegó, lo que descubrió al final de su viaje intelectual. El enigma al que se enfrentó lo expresó en los siguientes términos: “¿Qué pudiéramos hacer para llegar a sentirnos, a la vez, tan admirados del mundo como acostumbrados al mundo?”. La cuestión era poder “considerar el mundo de tal suerte que podamos fundir la idea del asombro con la idea del bienestar”. Chesterton estaba incidiendo de modo directo en el corazón de la modernidad: en cómo tenía que ser la relación de los hombres con el mundo.

capítulo I.4 de SEÑOR DIOS, IMAGEN Y DON

capítulo I.4 de SEÑOR DIOS, IMAGEN Y DON

 Se extrañaba Dorotatxu de que Señor Dios fuera tan especial... Su amama le había dicho que era una persona, pero...

Y lo es, querida…

… una persona muy especial…

¿No sabes tú que una persona es una persona porque tiene una naturaleza espiritual?...

o No…

Pues así es…

El Señor Dios, Imagen y Don la tienen, y por eso son también seres personales…

¿Pero a que tu perrito no es una persona?...

... ¿y una nube?,

... ¿o ese tiesto?...

o No, amama, todas esas cosas no son personas, ¡pero yo sí!…

Pues claro que sí, Dorotatxu...

Tú eres una “personilla” porque tienes un alma,

... y precisamente porque esa almita tuya es espiritual, tú eres tan lista y tan buena…

o ¿Pero El Señor Dios no tiene ojos, amama?

No, chiquita, no los tiene...

…Él lo ve todo con los ojos del Amor...

o ¿Y eso qué es?...

Te lo explicaré...

¿Recuerdas, cuando te leía El Principito, de aquella rosa que él cuidaba tanto en su planeta y que a él le parecía la más bonita del mundo?...

o Sí…

Bueno,

… pues eso era porque El Principito miraba su rosa con los ojos de su amor.

Él la veía tan bella, porque la cuidaba y le daba todo su amor...

o ¿Y el Señor Dios mira así, amama?

Sí, bonita,

... así mira el Señor Dios...

o ¡Pero nosotros no le vemos a Él!...

Si, querida...

... También nosotros podemos verle, si lo hacemos con los ojos de nuestro amor, como el Principito.

o ¿Y El Señor Dios no tiene manos?...

No, bonita, no las tiene…

… ¿no te he dicho que podía hacer todas las cosas tan sólo con proponérselo?...

o ¡Ah, sí!, ¡qué “guay”, amama¡...

¿Te parece divertido?...

… ¿Seguimos, entonces?...

o Sí...

Está bien, pero antes vamos a merendar...

¡Lávate un poco las manitas!, ¿quieres?

o Vale...

o ¡Amama!...

¡Amama¡, ¡amama¡...

... ¡vas a quitarme el nombre¡...

o Amama¡...

Dime, bonita...

o ¿Has hecho tarta de manzana?...

¡Pues claro que sí, muñequilla!,

… ¿no ves que venías tú?...

Aunque aún le queda un poquito para que la hagamos juntas...

Mira:

Tú tendrás que ponerle las rodajitas de manzana,

... cuidarlas en el horno,

... y, cuando estén doraditas, echarles por encima la mermelada de albaricoque...

o ¿Y por qué te sale tan bien la tarta de manzana, amama?...

Querrás decir por qué nos sale tan bien...

o Bueno, ¡eso!

Pues verás...

Nos sale tan bien primero porque sabemos cómo hacerla,

... después porque la hacemos con mucho cariño,

... y en tercer lugar, aunque quizá debería haberlo puesto al principio, porque tú y yo la compartimos y por eso nos sabe tan buena…

o ¿Qué quieres decir, amama?

Fíjate:

... ¿A que nunca habías pensado que todo lo que tenemos a nuestro alrededor está porque alguien se lo ha imaginado primero?...

o No...

¡Pues así es!...

Verás…

Nosotras para hacer la tarta, primero hemos tenido la idea de hacerla, ¿no es así?…

o Sí…

Además hemos elegido los ingredientes, y hemos sabido cómo hacerla también:

… con manzanas, harina, huevos...

o ¡Y mermelada!

Sí, bonita,

… ¡y mermelada también!...

Por fin la hemos hecho y además la hemos compartido, y por eso nos sabe aún más rica, porque nos ha dado la ocasión de trabajar y charlar un ratito juntas, ¿no lo crees así?...

o Sí…

Bueno, pues eso mismo tiene mucho que ver con lo que te voy a contar después...


Verás:

El Señor Dios hizo las cosas de un modo parecido a como tú y yo hemos hecho la tarta, y también lo hizo por la misma razón: la de compartir su Amor con todos nosotros…

Pero de eso luego hablaremos, ¿vale?…

… Vamos ahora a recoger un poquito...

o ¡Bueno!...

© Reservados todos los derechos 2006

LA SANGRE DEL PELÍCANO

Nuestro amigo Alfredo nos propuso la creación de un club de lectura. Yo me temo que como tal club me va a ser posible llevarlo a cabo, pero podríamos hacer un intento. El pasado día 14 aparecía en la revista Zenit una entrevista con el autor de “La sangre del pelícano”, un thriller policíaco que está resultando un éxito de ventas. Miguel Aranguren (que es su autor) dice ser el primer sorprendido por la acogida de su novela (editada por LibrosLibres).

Según la trama, el sacerdote Albertino Giotta escapó hacía años de las garras del diablo, pero el príncipe de la mentira vuelve para urdir una terrible venganza. La batalla entre el bien y el mal no tendrá cuartel. Albertino Giotta y el comisario Luigi Monticone se enfrentan –con la fuerza de la fe y la astucia- a unos horribles e inexplicables crímenes en la peor crisis de la Iglesia.

Es esto lo que Miguel Aranguren nos dice sobre su novela:

- Tal y como se encuentra el mercado editorial (exceso de publicación de novedades, focalización en muy pocos títulos gracias a costosísimas campañas de marketing y publicidad, poco espacio físico en las librerías y concentración de las ventas literarias en las grandes superficies), ¿cómo se explica el éxito de «La sangre del pelícano»?

- Miguel Aranguren: Como autor no tengo una respuesta sencilla a los miles de ejemplares vendidos. Tal y como usted plantea, no es fácil hacerse un hueco en el mercado literario. Sin embargo, los lectores están a su vez cansados de que la pauta de la buena literatura esté marcada por personas ajenas al escritor, es decir, que sean los publicistas quienes decidan qué hay que leer. Por otro lado, «La sangre del pelícano» echa un pulso a tantas novelas de intriga espiritual que desde hace diez años vienen poniendo en jaque a la Iglesia y a la Verdad.

- ¿Se refiere a «El código da Vinci»?

- Miguel Aranguren: Pienso que «El código» es sólo la punta del iceberg de un plan bien definido para dañar desde el ámbito literario a la Iglesia y a las verdades que ésta custodia. Si no fuera así, cuesta entender el empeño de novelistas y editoriales en utilizar un asunto ajeno (está claro que quienes escriben para hacer daño a la Iglesia no pueden considerarse buenos cristianos, es decir, que sus argumentos les son ajenos) con la insistencia de quien ha encontrado una bicoca. Muchos novelistas no salen de lugares comunes para plantear sus tramas: sacerdotes corruptos, monjes que esconden secretos que ponen en jaque las raíces de la propia Iglesia, papas malvados y, lo que es más grave, un pueblo engañado y que se deja engañar.

- Uno se podría cuestionar por qué le preocupa a usted que haya novelistas que quieran hacer de todos esos temas la base del argumento de sus libros.

--Miguel Aranguren: Se trata de una cuestión de principios. El escritor ha recibido un don para comunicarse con los demás y tiene la obligación ética de utilizarlo bien. Basta un análisis somero de la historia de la Iglesia para llegar a la conclusión de que, como institución, ha realizado un bien si cuento a la humanidad, más allá de sus propios fieles: la ciencia, las obras de caridad, la expansión de una civilización sostenida en los derechos individuales y colectivos, la igualdad... Con esta apreciación no quiero decir que en esta historia no haya habido oscuridades: los últimos papas las han reconocido y pedido públicamente perdón (algo inconcebible en cualquier otra institución humana), convencidos de que la naturaleza caída del hombre es capaz de provocar mucho mal. Pero permítame que me detenga en estos últimos pontificados: Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II y Benedicto XVI -por no extenderme más en el análisis- han sido y son adalides de la paz, tal como la comunidad internacional ha reconocido tras la reciente visita del Papa a la sede central de las Naciones Unidas. Por todos estos motivos, es de justicia que cuando se novelan asuntos vinculados al cristianismo, los escritores sean consecuentes con la realidad. Por puro sentido común. Por puro sentido de la justicia.

- Tal vez la clave se encuentre en saber si la fe puede ser motivo de novela.

- Miguel Aranguren: ¿Por qué no? La espiritualidad es intrínseca al hombre, así que su sed de Dios puede ser motivo de novela. Es más, se trata de la dimensión más profunda del ser humano y, por tanto, de la más apasionante ya que ilumina el resto de nuestro actuar. Eso sí, hablamos de fe, no de una caricatura más cercana a la superstición o a la superchería. En ese sentido, tengo presentes aquellas líneas en las que Juan Pablo II, en su carta a los artistas, pedía que volviésemos los ojos a la Verdad porque la Iglesia necesita de artistas (de novelistas, por qué no) del mismo modo que los novelistas necesitan de la luz que custodia y transmite la Iglesia.

- Háblenos de estos primeros meses de vida de «La sangre del pelícano»...

- Miguel Aranguren: Empezaré confesando que ninguna otra novela de las que he publicado me ha dado tantas alegrías. Piense que nos referimos a una novela de suspense policíaco, un mero entretenimiento y, sin embargo, los lectores se enfrentan a sus páginas con la pasión de quien contempla algo auténtico. Yo creo que no se debe sólo a la trama (unos misteriosos asesinatos que implican de manera directa a un sacerdote que, antes de su conversión había tenido una vida disipada), sino a la personificación de los dos contrapesos de la Historia.

- ¿A qué se refiere?

- Miguel Aranguren: Al Bien y al Mal en toda su dimensión. Al tratar del Bien, «La sangre del pelícano» no presenta a personajes cándidos, blanditos, sino a auténticos ejemplos de fortaleza. Y no sólo me refiero a Juan Pablo II y a la beata Teresa de Calcuta, protagonistas secundarios de la novela, sino a los miembros de la Iglesia perseguida en China que, quizá, han concitado más emociones que ningún otro pasaje del libro. También el protagonista, el párroco Albertino Guiotta, da auténticas lecciones de esperanza en tiempos de tribulación y, por qué no decirlo, el comisario Luigi Monticone, que refleja de alguna manera al hombre de hoy, que alberga en el corazón, tal vez muy escondida, la presencia de Dios

- ¿Y el Mal? ¿De qué manera aparece en «La sangre del pelícano»?

- Miguel Aranguren: El Mal aparece de muchas maneras. Desde la forma más atractiva y seductora (el pasado de Albertino Guiotta antes de encontrar a Dios) hasta su rostro más auténtico: el mismísimo Satanás. Porque en la novela el diablo juega un papel importante. He querido que el público se diera cuenta de la presencia del Príncipe de la mentira en nuestro mundo, así como de su ira cada vez que logra alguno de sus objetivos. Porque a Satanás el mal sólo le mueve a una mayor desesperanza, a un vacío más grande. Su destino es la soledad del infierno frente a la felicidad sin límites que Dios prometió a quienes le sigan. Y sabe que ha perdido la batalla, a pesar de que los signos externos puedan indicar lo contrario.

- ¿Cómo reaccionan sus lectores ante esta manera tan rotunda de plantear la trama de la novela?

- Miguel Aranguren: La sensación que me llega por sus comentarios y correos electrónicos es que agradecen la claridad de ideas. Es cierto que «La sangre del pelícano» es sólo una novela, es decir, que no se trata, ni mucho menos, de un tratado teológico ni de un manual de ascética. Busco el entretenimiento, pero un entretenimiento que no esté enfrentado a la realidad. Lo que se narra en las cinco localizaciones del libro (Roma, París, Granada, Cantón y Nueva York) es posible, y eso provoca una identificación casi inmediata del público con los dos héroes de la novela: Albertino y Luigi, con los que sufren y disfrutan de sus aventuras.

- ¿Veremos pronto una segunda parte?

- Miguel Aranguren: Aunque ahora estoy embarcado en otros proyectos literarios, no tengo duda de que Albertino Guiotta y el comisario no me quieren dejar tranquilo... No se tratará tanto de una segunda parte, porque el caso de «La sangre del pelícano» está cerrado, como de enfrentar a esta pareja tan singular a nuevos retos ante los que la fe y el ingenio humano puedan ganar la partida.

A mí este texto ha conseguido despertarme la curiosidad, y considero que puede ser un buen compañero de viaje. Como os he dicho, mañana mismo iré unos días a Roma y espero llevármelo en la mochila. A mi vuelta ya os contaré.

EL PRIMER GRAN TEÓLOGO MÍSTICO

El pasado día 14, Benedicto XVI presentó durante la audiencia general de los miércoles la figura de Pseudo-Dionisio Areopagita. Sus palabras tienen mucho que ver con el ecumenismo del que os hablaba en un artículo anterior, por lo que os recomiendo vivamente su lectura.

Ésta fué su intervención:

“Queridos hermanos y hermanas:

En el curso de las catequesis sobre los Padres de la Iglesia, quisiera hablar hoy de una figura sumamente misteriosa: un teólogo del siglo VI, cuyo nombre es desconocido, que escribió bajo el pseudónimo de Dionisio Areopagita. Con este pseudónimo aludía al pasaje de la Escritura que acabamos de escuchar, es decir, el caso narrado por san Lucas en el capítulo XVII de los Hechos de los Apóstoles, donde se narra que Pablo predicó en Atenas, en el Areópago, dirigiéndose a una élite del mundo intelectual griego, pero al final la mayor parte de los que le escuchaban no se mostró interesada, y se alejó ridiculizándole; sin embargo, unos cuantos, pocos, según nos dice san Lucas, se acercaron a Pablo abriéndose a la fe. El evangelista nos revela dos nombres: Dionisio, miembro del Areópago, y una mujer llamada Damaris.

Si el autor de estos libros escogió cinco siglos después el pseudónimo de Dionisio Areopagita, quiere decir que tenía la intención de poner la sabiduría griega al servicio del Evangelio, promover el encuentro entre la cultura y la inteligencia griega con el anuncio de Cristo; quería hacer lo que pretendía aquel Dionisio, es decir, que el pensamiento griego se encontrara con el anuncio de san Pablo, siendo griego, quería ser discípulo de san Pablo y de este modo discípulo de Cristo.

¿Por qué escondió su nombre y escogió este pseudónimo? Una parte de la respuesta ya se ha dado: quería expresar esta intención fundamental de su pensamiento. Pero hay dos hipótesis sobre este anonimato y sobre su pseudónimo. Según la primera, se trataba de una falsificación, a través de la cual, fechando sus obras en el primer siglo, en tiempos de san Pablo, quería dar a su producción literaria una autoridad casi apostólica. Pero hay una hipótesis mejor que ésta -que me parece poco creíble-: quería hacer un acto de humildad. No quería dar gloria a su nombre, no quería erigir un monumento a sí mismo con sus obras, sino realmente servir al Evangelio, crear una teología eclesial, no individual, basada en sí mismo. En realidad logró elaborar una teología que ciertamente podemos fechar en el siglo VI, pero no la podemos atribuir a una de las figuras de esa época: es una teología un poco "des-individualizada", es decir, una teología que expresa un pensamiento y un lenguaje común. Eran tiempos de acérrimas polémicas tras el Concilio de Calcedonia; él, por el contrario, en su Séptima Epístola, dice: «No quisiera hacer polémica; hablo simplemente de la verdad, busco la verdad». Y la luz de la verdad por sí misma hace que caigan los errores y que resplandezca lo que es bueno. Y con este principio purificó el pensamiento griego y lo puso en relación con el Evangelio. Este principio, que él afirma en su séptima carta, es también expresión de un verdadero espíritu de diálogo: no se trata de buscar las cosas que separan, hay que buscar la verdad en la Verdad misma; esta, después, resplandece, y hace que caigan los errores.

Por tanto, a pesar de que la teología de este autor es, por así decir «supra-personal», realmente eclesial, podemos enmarcarla en el siglo VI. ¿Por qué? El espíritu griego, que puso al servicio del Evangelio, lo encontró en los libros de un cierto Prócolo, fallecido en el año 485 en Atenas: este autor pertenecía platonismo tardío, una corriente de pensamiento que había transformado la filosofía de Platón en una especie de religión, cuyo objetivo al final consistía en crear una gran apología del politeísmo griego y volver, tras el éxito del cristianismo, a la antigua religión griega. Quería demostrar que, en realidad, las divinidades eran las fuerzas del cosmos. La consecuencia era que debería considerarse como más verdadero el politeísmo que el monoteísmo, con un solo Dios creador. Prócolo presentaba un gran sistema cósmico de divinidades, de fuerzas misteriosas, según el cual, en este cosmos deificado, el hombre podía encontrar acceso a la divinidad. Ahora bien, hacía una distinción entre las sendas de los sencillos --los que no eran capaces de elevarse a las cumbres de la verdad, para quienes ciertos ritos podían ser suficientes--, de los caminos de los sabios, que por el contrario debían purificarse para llegar a la luz pura.

Como se puede ver, este pensamiento es profundamente anticristiano. Es una reacción tardía contra la victoria del cristianismo. Un manejo anticristiano de Platón, mientras ya tenía lugar una lectura cristiana del gran filósofo. Es interesante que el Pseudo-Dionisio se haya atrevido a servirse precisamente de este pensamiento para mostrar la verdad de Cristo; transformar este universo politeísta en un cosmos creado por Dios, en la armonía del cosmos de Dios, donde todas as fuerzas son alabanza de Dios, y mostrar esta gran armonía, esta sinfonía del cosmos que va desde los serafines a los ángeles y arcángeles, hasta el hombre y a todas las criaturas, que juntas reflejan la belleza de Dios y son alabanza a Dios. Transformaba así la imagen politeísta en un elogio del Creador y de su criatura. De este modo, podemos descubrir las características esenciales de su pensamiento: ante todo, es una alabanza cósmica. Toda la creación habla de Dios y es un elogio de Dios. Siendo la criatura una alabanza de Dios, la teología del Pseudo-Dionisio se convierte en una teología litúrgica: Dios se encuentra sobre todo alabándolo, no sólo reflexionando; y la liturgia no es algo construido por nosotros, algo inventado para hacer una experiencia religiosa durante un cierto período de tiempo; consiste en cantar con el coro de las criaturas y en entrar en la misma realidad cósmica. Y así la liturgia, aparentemente sólo eclesiástica, se hace amplia y grande, nos une con el lenguaje de todas las criaturas. Dice: no se puede hablar de Dios de manera abstracta; hablar de Dios es siempre --lo dice con la palabra griega--, un «hymnein», un elevar himnos para Dios con el gran canto de las criaturas, que se refleja y concreta en la alabanza litúrgica.

Sin embargo, si bien su teología es cósmica, eclesial y litúrgica, también es profundamente personal. Creo que es la primera gran teología mística. Es más, la palabra «mística» adquiere con él un nuevo significado. Hasta esa época para los cristianos esta palabra era equivalente a la palabra «sacramental», es decir, lo que pertenece al «mysterion», sacramento. Con él, la palabra «mística» se hace más personal, más íntima: expresa el camino del alma hacia Dios. Y, ¿cómo es posible encontrar a Dios? Aquí observamos nuevamente un elemento importante en su diálogo entre filosofía griega y cristianismo, en particular, la fe bíblica. Aparentemente lo que dice Platón y lo que dice la gran filosofía sobre Dios es mucho más elevado, mucho más verdadero; la Biblia parece bastante «bárbara», simple, precrítica diríamos hoy; pero él observa que precisamente esto es necesario para que de este modo podamos comprender que los conceptos más elevados sobre Dios no llegan nunca hasta su auténtica grandeza; son siempre impropios.

Estas imágenes nos hacen comprender, en realidad, que Dios está por encima de todos los conceptos; en la sencillez de las imágenes, encontramos más verdad que en los grandes conceptos. El rostro de Dios es nuestra incapacidad para expresar realmente lo que es. De este modo habla --lo dice el mismo Pseudo-Dionisio-- de una «teología negativa». Es más fácil decir lo que no es Dios, que expresar lo que es realmente. Sólo a través de estas imágenes podemos adivinar su verdadero rostro y, por otra parte, este rostro de Dios es muy concreto: es Jesucristo. Y si bien Dionisio nos muestra, siguiendo a Prócolo, la armonía de los coros celestes, de manera que parece que todos dependen de todos, es verdad que nuestro camino hacia Dios queda muy lejos de Él; el Pseudos-Dionisio demuestra que al final el camino hacia Dios es Dios mismo, el cual se hace cercano a nosotros en Jesucristo.

De este modo, una grande y misteriosa teología se hace también muy concreta, ya sea en la interpretación de la liturgia, ya sea en la reflexión sobre Jesucristo: con todo ello, Dionisio Areopagita tuvo una gran influyo en toda la teología medieval, en toda la teología mística, tanto de Oriente como de Occidente, fue casi redescubierto en el siglo XIII sobre todo por san Buenaventura, el gran teólogo franciscano que en esta teología mística encontró el instrumento conceptual para interpretar la herencia tan sencilla y profunda de san Francisco: el pobrecillo, como Dionisio, nos dice que al final el amor ve más que la razón. Donde está la luz del amor las tinieblas de la razón se desvanecen; el amor ve, el amor es un ojo y la experiencia nos da mucho más que la reflexión. Buenaventura vio en san Francisco lo que significa esta experiencia: es la experiencia de un camino muy humilde, muy realista, día tras día, es caminar con Cristo, aceptando su cruz. En esta pobreza y en esta humildad, en la humildad que se vive también en la eclesialidad, se da una experiencia de Dios que es más elevada que la que se alcanza a través de la reflexión: en ella, realmente tocamos el corazón de Dios.

Hoy Dionisio Areopagita tiene una nueva actualidad: se presenta como un gran mediador en el diálogo moderno entre el cristianismo y las teologías místicas de Asia, cuya característica está en la convicción de que no se puede decir quién es Dios; de Él sólo se puede hablar con formas negativas; de Dios sólo se puede hablar con el «no», y sólo es posible alcanzarle si se entra en esta experiencia del «no». Y aquí se ve una cercanía entre el pensamiento del Areopagita y el de las religiones asiáticas: puede ser hoy un mediador como lo fue entre el espíritu griego y el Evangelio.

De este modo, se ve que el diálogo no acepta la superficialidad. Precisamente cuando uno entra en la profundidad del encuentro con Cristo, abre también el amplio espacio para el diálogo. Cuando uno encuentra la luz de la verdad, se da cuenta de que es una luz para todos; desaparecen las polémicas y es posible entenderse mutuamente o al menos hablar el uno con el otro, acercarse. El camino del diálogo consiste precisamente en estar cerca de Dios en Cristo, en la profundidad del encuentro con Él, en la experiencia de la verdad, que nos abre a la luz y nos ayuda a salir al encuentro de los demás: la luz de la verdad, la luz del amor. Al fin y al cabo nos dice: tomad el camino de la experiencia, de la experiencia humilde de la fe, cada día. Entonces, el corazón se hace grande y puede ver e iluminar también la razón para que vea la belleza de Dios. Pidamos al Señor que nos ayude también hoy a poner al servicio del Evangelio la sabiduría de nuestro tiempo, descubriendo de nuevo la belleza de la fe, el encuentro con Dios en Cristo.”

¡No me digáis que la Iglesia y la tradición no tienen muchas cosas que decirnos!...

LA TRINIDAD DEL P. LARRAZKUETA

La homilía de hoy, corresponde a la festividad de la Santísima Trinidad. Las lecturas son: Éxodo 34,4b-6;8-9; II Cor. 13, 11-13; Jn. 3, 16-18, y ésto es lo que nos dice el P. Larrazkueta:

“Hablar hoy de la Trinidad parece una empresa fuera de juego, algo así como perder el tiempo; algo así como si uno pretendiera evadirse de los problemas actuales buscando una justificación en temas extraños y lejanos de la realidad.

Y sin embargo, la Trinidad es la manifestación fundamental de la fe cristiana. La Trinidad me dice que Dios es Amor, lo más profundo que el hombre puede decir de Dios. Amor que es comunicación, comunidad de personas: Dios Padre, Dios Hijo, Dios espíritu Santo…

A esa Trinidad hacemos nuestra confesión de fe cuando en el Credo decimos “Creo en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo”, y hoy queremos alegrarnos por celebrar la fiesta de Dios Padre, de Dios Hijo, de Dios Espíritu Santo: la fiesta de la Trinidad de Dios.

De esto nos hablan las lecturas de la liturgia de hoy cuando nos dicen: que Dios es fiel al amor (primera lectura), que nos llama a vivir en comunión con Él (segunda lectura), y a vivir un amor que se hace presente y patente en el mundo con la venida de Cristo a la tierra (tercera lectura)

La Trinidad no es una simple teoría: la venida de Cristo nos descubre la esencia de Dios, pues sólo en Cristo sabemos que tenemos un Padre, que vivimos todos del mismo Espíritu.

Pero Cristo nos revela algo más: Cristo nos dice que Dios es Amor, y que ese Amor se realiza en la comunicación mutua.

El hombre, imagen de Dios, puede llegar a comprender algo de esto cuando mira a su familia, a la comunidad social en la que vive, al mundo en el que está insertado.

Desde la parte práctica, la Trinidad me dice además que los hombres no somos sólo individuos aislados, y que solamente llegamos a realizarnos plenamente cuando -en el amor- rompemos con nuestro egoísmo personal, cuando –desde el amor- nos damos a los demás para formar una comunidad, un pueblo, una familia…

A la luz de la Trinidad de Dios deberíamos hacer un examen de conciencia para ver cómo vivimos hoy nuestra vocación colectiva, nuestra vocación social de sentirnos hermanos en la familia, en la Iglesia y en el mundo.

Un examen de conciencia que nos lleve a descubrir hasta dónde nos aferramos a nuestro egoísmo, a nuestros criterios personales, a nuestra forma de ser individual como obstáculo que nos impide llegar a vivir el verdadero cristianismo que nos dice que la vida no es sólo para mí: la vida tiene una función plural; la vida es también para ponerla al servicio de los demás hombres.

Estamos celebrando la Eucaristía, y la estamos celebrando de la única forma que se puede celebrar: de una forma comunitaria, formando una Asamblea junto al altar.

¿De verdad son así de auténticas nuestras Eucaristías?, ¿en la práctica son así, o vivimos cerrados a la fraternidad de los hombres que celebran el Día del Señor?

¿Damos parte, cuando menos una parte de nuestra actividad social a los demás hombres con los que vivimos en la familia, en el trabajo, en la diversión, en nuestras relaciones sociales?

¿Sabemos estar al lado de los que pasan alguna necesidad, de los que tienen problemas en la vida, de los ancianos abandonados, de los pobres sin trabajo y sin casa?

Cristiano es el hombre que cree en la Trinidad. Cristiana es la mujer que confiesa la Trinidad, y creer en la Trinidad es creer en la Comunidad de Dios.

Creer teóricamente en la Trinidad de Dios es muy fácil; confesar teóricamente la Comunidad es bastante sencillo.

Vivirla prácticamente ya es algo más difícil, porque supone acabar con el egoísmo: supone perder a veces la tranquilidad en un compromiso, supone sintonizar con los problemas de los demás hombres a los que quizá demasiado fácilmente llamamos hermanos.

Ojala sepamos sintonizar con los problemas de los demás hombres a los que quizá demasiado fácilmente llamamos “hermanos”.

Ojala sepamos no sólo decir sino vivir prácticamente la oración del Padre Nuestro, porque rezar el Padre Nuestro compromete a vivir prácticamente que los hombres tenemos un Padre que es Dios, somos hermanos en Cristo Jesús, y tenemos todos la vida del Espíritu.

Esto es vivir “en cristiano”, saber dejar el egoísmo del “yo” para saber abrirse en postura cristiana al “nosotros”.

Esto es lo que confesamos cuando decimos que creemos en la Trinidad.

Que Dios Uno y Trino os conceda una vivencia práctica de esa verdad: de ese modo podremos decir con toda verdad que “La Gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el Amor del Padre, y la Comunión del Espíritu Santo estén realmente con todos nosotros”.

Que así sea.