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CHESTERTON Y LA ORTODOXIA (II)

Antes de iniciar este personal viaje, Chesterton advierte la amenaza de un grave riesgo: la prevención que existe contra la imaginación. Así, comenta que “por todas partes se oye decir que la imaginación, y especialmente la imaginación mística, es un peligro para el equilibrio mental del hombre”. El cuidado de la salud es uno de los grandes valores de la sociedad moderna. Resulta, por ello, crucial asegurar la salud mental. Lo que ocurre es que muchas veces se señala al causante equivocado: “La fantasía nunca arrastra a la locura; lo que arrastra a la locura es la razón”.

 

La peculiaridad de los locos no es que hablen de cosas que no existen o que piensen que son Napoleón. Lo que observa Chesterton es que “las explicaciones que da un loco son siempre completas y, desde el punto de vista racional, las más veces satisfactorias”. El loco es capaz de argumentar, de defender una teoría aunque sea peregrina. Posee una plenitud lógica, pero es incapaz de salir de sus razonamientos. De ahí que, para Chesterton, un loco no es aquel que ha perdido la razón, sino el “que lo ha perdido todo menos la razón”. Lo que se desprende de esta apreciación es que con un loco no se puede razonar para hacerle ver la realidad, pues siempre encuentra razones para mantener su particular punto de vista.

 

El interés de Chesterton en esta patología es capital: “Si me detengo en la descripción del maniaco es porque me parece descubrir muchos rasgos que también descubro en los escritores contemporáneos”. El diagnóstico que establece se describe como “una racionalidad expansiva y agotadora con un sentido común contraído y mísero”, y el síntoma más característico de estos escritores es que, “como los lunáticos, son incapaces de cambiar su punto de vista”. Si la razón ha de ser el garante último del conocimiento, mientras ofrezcan explicaciones razonadas de su propia teoría, no saldrán de su planteamiento, por mucho que la realidad apunte en otra dirección.

 

La razón tiene sentido de miedo. Pero requiere “un principio elemental adecuado” para evitar que enloquezca, es decir, que “piense por el mal lado”. El punto de partida que permite conservar la salud mental es, para Chesterton, la capacidad de captar el misterio: “El misticismo es el secreto de la cordura. Mientras hay misterio, habrá salud”.

 

La modernidad, merced a la fascinación causada por la eficacia del método científico, ha pretendido ofrecer explicaciones globales de la realidad que puedan dar razón de todo a partir de ese método. Y cuando se ha encontrado con el misterio, o bien lo ha rechazado, o bien lo ha tratado de encajar en una “teoría razonable”. En cambio, “todo el secreto del misticismo consiste en esto: todo puede entenderlo el hombre, pero sólo mediante aquello que no puede entender. El lógico desequilibrado se afana por aclararlo todo, y todo lo vuelve confuso, misterioso. El místico, en cambio, consiente en que algo sea  misterioso, para que todo lo demás resulte explicable”.

 

Lo aprendido en los cuentos para niños

 

Y como no encontraba el misterio en la literatura de su época, Chesterton volvió al lugar genuino del misterio: los cuentos para niños. Aquí no es la razón sino el sentido común el órgano que permite aprender. El cuarto capítulo de Ortodoxia desvela lo que Chesterton descubrió en estas narraciones: “Me propongo tratar de la ética y la filosofía que la educación de los cuentos de hadas engendra”. Halló en ellos un conocimiento de carácter práctico para poder actuar en la vida que no encontró en los autores contemporáneos.

 

En el viaje de este autor, el inicio vino marcado por el asombro ante la realidad. Los cuentos de hadas le ayudaron a percatarse de que las cosas de nuestro mundo eran maravillosas porque podían haber sido de otra manera: “En el asombro hay siempre un elemento positivo de plegaria. Y esta es la primera piedra que conviene plantar en nuestro viaje por el país de las hadas”.

 

El asombro engendraba, así, un sentimiento de alegría y gratitud por estar viviendo en la aventura del mundo real: “La prueba de la dicha es la gratitud, y yo me sentía agradecido sin saber a quién agradecer (…) Agradecemos los cigarros y pantuflas que nos regalan el día de nuestro cumpleaños. ¿Y a nadie había yo de agradecer ese gran regalo de cumpleaños que es ya de por si mi nacimiento?”

 

La gratitud como actitud básica nos lleva a ver la existencia como un regalo. El regalo tiene dos notas básicas: su origen está en otra persona de la que parte la iniciativa, y no es exigible, sino gratuito. En un regalo se valora no tanto la materialidad del objeto recibido como el constatar el amor y aprecio desinteresado del otro. Es por eso por lo que engendra sorpresa y alegría cuando se recibe.

 

Lo siguiente que Chesterton descubrió en los cuentos para niños es lo que denomina la “Doctrina del Gozo Condicional”. Esta doctrina hace referencia a la ética, al modo de comportarse. “Conforme a la ética de los elfos, toda virtud depende de un sí”

 

La alegría en el reino de las hadas se encuentra condicionada, pues tiene una lógica propia. Baste recordar el ejemplo de Cenicienta: dispuso de un traje y de un carruaje mágico para participar en el baile del príncipe, a condición de que volviera antes de la media noche. Pero la cuestión profunda que suscita el cuento para niños no es tanto la percepción de la condición como algo limitante, sino más bien la aceptación misma de la condición, independientemente de si se entiende o no. Así lo explica Chesterton: “Toda la felicidad dependía de  no hacer algo que se puede hacer a cada instante y que, en general, ni siquiera se entiende por qué se ha de dejar de hacer. Ahora bien: a mí esto  no me parecía injusto, y en esto está toda la cuestión”.

 

Chesterton comprendió la prohibición a partir de la concesión. A partir del asombro agradecido, había percibido la realidad como un regalo. Se trataba de un misterio, pero no por eso dejaba de ser inmerecido y grato. En consecuencia, las limitaciones en nuestro actuar también respondían a esta lógica misteriosa: “A mí me parecía que la existencia misma era un legado tan excéntrico que no era mucho mejor dejar de entender las limitaciones del cuadro, cuando el cuadro  mismo era incomprensible: el contorno no era más extraño que los colores del cuadro. La parte prohibitiva tiene derecho a ser tan extravagante como la concesión”.

 

El hallazgo de la clave

 

Con las nuevas coordenadas adquiridas, no iba a ser difícil que las andanzas intelectuales de Chesterton pronto se cruzaran con el camino del cristianismo. En efecto, este sostenía, como proposición más radical, que “Dios es creador en el mismo sentido en que es creador un artista. El poeta se siente tan distinto de su poema, que habla de él como de “”una bagatela que he soltado por ahí””. En el acto mismo de publicarlo, lo ha lanzado de sí. Y así como un artista va pensando en su obra antes de iniciarla y se recrea y se deleita interiormente con ella al contemplarla como algo único y personal, así también Dios nos creó y nos regaló la existencia y el  mundo”.

 

El hallazgo del cristianismo vino a ser como la pieza que faltaba en el puzzle para que todo cobrara sentido y permitiera conformar una visión global de la realidad coherente. Así evoca este descubrimiento Chesterton: “Me pareció que, desde el día de mi nacimiento, vivía yo desatinando entre dos enormes e inmanejables máquinas,  muy distintas entre sí y sin la menor conexión aparente: el  mundo y la tradición cristiana. En la máquina del mundo había yo logrado descubrir este agujero: que es posible en cierto  modo dar con un medio de amar al mundo sin confiar en él, de amarlo sin ser mundano. Ahora bien, en la teología cristiana encontré al fin, a  manera de perno, este principio fundamental: la insistencia dogmática de que Dios es un ente personal y ha creado un mundo distinto de su propia personalidad. El perno del dogma entraba exactamente en el agujero descubierto en la máquina del  mundo –como que sin duda para eso estaba hecho-. Y entonces aconteció el milagro. Una vez que las dos máquinas quedaron así conectadas, todas las demás piezas, una tras otra, se fueron aviniendo con fantástica exactitud; y hasta me parecía oír el ruido que hacían todos los engranajes al morder en su sitio justo, con un como crujido de alivio. Puesta en su lugar una pieza, todas las demás repitieron la exactitud, así como los relojes van dando, casi a una, las doce campanadas del mediodía. Un instinto tras otro iba encontrando su correspondiente doctrina”.

 

Lo que había descubierto a partir de los cuentos de hadas coincidía con lo que enseñaba la fe cristiana. La respuesta al modo más adecuado de progreso, que tenía que ver con una actitud de lealtad y de correspondencia al regalo recibido, era posible porque ya antes había sido objeto de amor personal y de cuidado artístico por parte de Alguien. El “agujero”, la pieza que faltaba, venía motivado por la exclusión del Creador.

 

La noción de creación comporta percibir que la vida tiene un sentido, y ese sentido es recibido, no es dado por nosotros. Si Dios ha querido el mundo y lo cuida, es que es digno de ser querido, aunque pueda haber cosas que el hombre no comprende con su entendimiento limitado. Y si es susceptible de mejora, ha de tratar de mejorarlo como una muestra de correspondencia.

 

Ahora bien, sin la noción de creación, la realidad se percibe con una autonomía de la que el hombre, o bien forma parte de modo mecánico y determinista, o bien sufre el desconcierto de la falta de sentido. Un mundo autónomo de su origen personal llevaría consigo, antes o después, la disolución del hombre. Esta fue la misma conclusión del Concilio Vaticano II al plantear la relación de la realidad terrena con el hombre, dentro del marco del diálogo entre la fe y el mundo moderno: “La criatura sin el Creador desaparece”.

 

Pero lo que parecía un perno, un objeto más bien sólido y cilíndrico, resultó ser una pieza más delicada y articulada. El credo cristiano ofrecía más respuestas y ayudaba a encajar piezas todavía más complicadas: “Un bastón puede  meterse en un hoyo o una piedra puede caer en un pozo por mera casualidad. Pero una llave y una cerradura son tan complejas que si se avienen es porque se ha dado con la verdadera llave”.

 

Chesterton había hallado una llave nueva, la fe. Como él mismo cuenta, a los doce años era un pagano y a los dieciséis se confesaba agnóstico. Su cristianismo era prácticamente inexistente. Curiosamente la fe no había sido proporcionada por la familia o la religión nacional. Fueron los ataques intelectuales a la fe los que le facilitaron la pista adecuada: “Quienes me volvieron a la teología ortodoxa fueron Huxley, Herbert Spencer y Bradlaugh, como que suscitaron en mí las primeras dudas sobre la duda”. Un evolucionista convencido, un ilustre positivista y un famoso ateo fueron los que le proporcionaron los indicios para el hallazgo de la llave de la fe.

3 comentarios

Dorota -

Entonces espero que nuestro cuento te esté gustando...
Yo también creo que para descubrir a Dios hay que mirar el mundo con ojos admirados, tal y como lo hacen los niños.

Alfredo -

Y también creo que para encontrar a Dios hay que ser como un niño. Igual hasta empiezo a leer cuentos y todo.

Alfredo -

Tiene razón en eso de qu ela fantasía no arrastra a la locura, y si la razón o la falta de razón.