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EL AMOR, PERSONALIDAD DE DIOS

Aunque las distintas definiciones del término personalidad presentan cierta dificultad por su nivel de abstracción, si tenemos en cuenta las distintas utilizaciones que consagran su uso (pensemos que cuando hablamos de la personalidad de alguien siempre lo hacemos de las cualidades o defectos de su forma de ser, de actuar o de manifestarse), así como la definición que de la misma figura en el Diccionario de la R.A.E. (Personalidad: “conjunto de cualidades que constituyen a la persona o supuesto inteligente”), también podríamos hablar del Amor como de la personalidad de Dios, y así, asociar al Padre con la Inmanencia de Dios,  al Espíritu Santo con la Omnipotencia de Dios, y al Hijo con la Sabiduría de Dios

Pero describir la personalidad de alguien, supone un intento de captar su esencia, de concretar algo a partir de las distintas cosas que se conocen de él.  Veamos ahora en qué modo se nos alcanza dicho conocimiento. 

Manifestación de Dios 

Porque los seres personales se transcienden y comunican a través de su palabra siendo éste el modo en que les conocemos, decimos que El Hijo es la Palabra de Dios. 

Es por el hecho de transcenderse por su Palabra como El Señor se nos comunica, nos facilita su conocimiento y nos manifiesta su voluntad.

El conocimiento de un ser personal nos es necesario porque todo conocimiento antecede a una querencia, y porque sólo tras conocer la identidad de un ser personal podemos asociar a él el origen de su conducta.  Pero si el conocimiento de un ser personal es necesario, también lo es el conocimiento de su intención, porque es el conocimiento de la intención lo que da inteligibilidad a las acciones de un sujeto, y porque es el hecho de asumir esa intención por parte de otros seres inteligentes lo que llega a ocasionar en ellos nuevas dinámicas, como tendremos ocasión de argumentar al hablar de la virtud de la esperanza 

Así, pues, sólo tras conocer la identidad y la intención del ser personal que actúa podemos asociar a él el origen de su conducta y juzgar sobre su conveniencia para nosotros mismos, lo que nos llevará en su caso a la actuación correspondiente.  

Este conocimiento se nos hace explícito a través de sus actos, actos que no son sino la actualización de su acto de ser, que se verifican en función de una razón que previamente el actor es capaz de fijarse, y que producen unos determinados efectos, tanto sobre el ente que actúa (nos referimos aquí a los efectos inmanentes de sus actos) como sobre las distintas realidades con las que éste se relaciona (lo hacemos ahora a los efectos transeúntes de los mismos). 

Así pues, es por los efectos de unos actos que se llevan a cabo conforme a la voluntad del que actúa como los seres personales se relacionan y realizan. 

Es por los efectos de sus actos por los que el que actúa se hace actor, y en tanto que actúa, autor (como el que lee se hace lector, el que construye arquitecto, o aquel que roba, ladrón), y es mediante ellos también como se originan una serie de relaciones entre el que actúa y aquello sobre lo que recaen los efectos de tal actuación, basadas en una razón que previamente el autor es capaz de fijarse para las mismas.  

(La cotinuación de este artículo puede encontrarse en el denominado Por un único acto de amor) 

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