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SALUDANDO IDEAS

Hay personas a las que lees con mucho agrado, a la vez que te complaces en  comprobar que existe gente con tanta cordura: me refiero a Don José Luis García Labrado.

Hace algunas fechas, este señor remitió una colaboración que encabezaba como “Pan y Besos”. Ya me llamó la atención el título, pero a lo largo del artículo parafraseó algo que yo me voy a atrever a sacar de contexto, y que me va a  servir de base a mi reflexión de hoy.

La frase decía así: “El pan es importante, la libertad es aún más importante, pero lo auténticamente importante es la adoración”... 

Cuando lees a alguien aparentemente desconocido (el Señor García Labrado, en este caso), y te reconoces en su discurrir, te da la impresión de que has encontrado a un amigo. Pero cuando tienes la misma sensación con respecto a una persona del siglo IV a. de C.... ¡es gracioso!. A mí me encanta leer manuales, y ahora mismo tengo entre manos uno de filosofía, de J. Hirschberger en concreto.

El por qué me fijé en lo que sigue, tiene que ver con una conversación familiar en la que estabamos discurriendo acerca del alma. De la calidad del alma, y del “alma” de un caballo, por ejemplo. 

Os podéis imaginar el animado debate con dos de mis hijos, adolescentes éllos (de 21 y 24 años respectivamente) y universitarios ambos (digo adolescentes porque quiero hacer hincapié en la vehemencia de sus convicciones). Como la conversación se alargó hasta  altas horas de la madrugada , os haréis idea también de que enfrente tenían a una persona, amén de convencida, enamorada de sus convicciones.

El tema no quedó “zanjado”, y, pese a estar segura de mis razonamientos, como para éllos yo era “solo” su madre (y catalogada como católica practicante además), tuve que ponerme a buscar  “nuevos” argumentos que tuvieran una base si no teológica, sí filosófica al menos por si continuaba "el debate" en otra ocasión. Ahí es cuando cogí el manual y me puse a repasar el pensar en base a la razón a través de los siglos. Y es aquí donde me encontré con mi segundo amigo: Aristóteles (vivió entre los años 384-322 a. de C.) 

Os diré que Aristóteles era un hombre meticuloso que pretendía poner orden en los conceptos de los seres humanos (por lo visto, llegó a la conclusión de que los seres humanos andábamos permanentemente clasificando las cosas en distintas casillas: por ejemplo, distinguimos entre cosas vivas y muertas, y también entre plantas, animales y seres humanos).

Cuando Aristóteles se puso a “ordenar” la existencia, hizo una primera separación entre cosas “inanimadas”, y cosas vivas o con “automovimiento”. Como para él el alma equivalía a la vida, según los diferentes planos de la vida que se estudiasen, Aristóteles distinguía diferentes tipos de almas: la vegetativa, la sensitiva o la racional. Aunque el hombre tenía parte en el alma vegetativa y sensitiva, el conjunto del alma humana tenía una naturaleza espiritual, y por ese motivo estaba dotada de inteligencia, razón y voluntad libre.  

También para Aristóteles el tener vida era equivalente a tener capacidad de “moverse” (es decir, de evolucionar sin necesidad de factores externos). Pues bien, con estas dos premisas: a) las cualidades del alma humana y b) la capacidad de evolución de los seres vivos, llegó a la conclusión de que la particularidad de los seres humanos consistía en que se “podían mover” “para conseguir unos fines”, que ellos mismos “podían fijarse” por medio de su razón y su intelecto. 

Dedujo que el ser humano debía de  tener una chispa de razón divina, puesto que por fuerza tenía que haber un “primer motor” autor de todo  movimiento, o un dios que pusiera en marcha toda la animación. (Aristóteles aquí habla del Demiurgo, no del Dios revelado; de un dios transformador origen de todo movimiento, no de un Dios creador, por eso yo lo pongo con minúsculas). 

Siguió pensando, y se dio cuenta de que de entre los fines que le hacían evolucionar y que se marcaba el hombre a lo largo de su vida, había uno que todos los hombre compartían, un fin común y último: la felicidad.

Meditando sobre el concepto describió Aristóteles tres clases de felicidad: La primera sería una clase de felicidad consistente en una vida de placeres y diversiones. La segunda clase de felicidad consistiría en vivir como un ciudadano libre y responsable, y la tercera, sería una vida en la que uno fuera filósofo o investigador.

Decía que estas tres variedades tenían que existir simultáneamente para que el hombre fuera feliz (yo añadiría que para que un hombre fuera  plenamente humano también). 

Cuando llegué a este punto, no pude por  menos que asociar las teorías de Aristóteles con mi frase paradigmática. Recordémosla: “El pan es importante, la libertad es más importante, pero lo auténticamente importante es la adoración”....

Para que la idea fuera idéntica, sólo faltaba por asociar un término: la adoración. De su dios decía Aristóteles que “movía” el mundo no mecánicamente, sino como “lo amado”. Me fue muy fácil deducir lo restante: cualquier filósofo o investigador que estudiase ese principio (el dios aristotélico), se encontraría de plano con la contemplación.  

Estaba encantada al darme cuenta de la similitud que había entre lo mantenido por estos dos “amigos” míos. Tanto, que me planteé a mí misma el siguiente silogismo:
  1. Como sin duda la teoría de Aristóteles es asumible por la razón y válida considerando el contexto de la época, y 
  2. la frase que manejaba el Sr. García Labrado es exacta en todos sus términos, asumible por todo cristiano, y vivenciable además (ya me diréis si no lo que es para el hombre el pan sin libertad, o una libertad que no reconozca donde está su causa última)..., 
  3. he llegado a la conclusión de que profundizando en un razonamiento filosófico válido, se puede llegar a un mayor conocimiento o a una mejor comprensión de determinados planteamientos teológicos.

Aparte del reconocimiento de que esto es así, añadiré que adquirir ese tipo de formación puede resultar totalmente ameno, y el tenerla, práctico además.

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