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LA INTERVENCIÓN DE JAIME (1)

LA INTERVENCIÓN DE JAIME (1)

Quisiera agradeceros a todos vuestros buenos deseos, compartiendo en este artículo lo que para mí fue un día muy especial. Con una asistencia –a decir de quienes suelen acudir a este tipo de actos- más que suficiente y aunque de entrada os confieso que me tuve que tomar un “cubata” antes de comparecer, lo cierto es que resultó una reunión muy agradable en la que -al parecer- mi “novatez” se hizo patente cuando con cara de asombro, veía cómo venían hasta mi mesa para proceder a la firma de ejemplares.

 

En la foto nos tenéis a la organizadora del evento, a “servidora” y al presentador del libro. Quiero poner el acento en su figura, porque pese a ser un hombre muy joven, es Filósofo, profesor de Ética y de Arte en la Universidad de Deusto, el mejor expediente académico en Humanidades de esa Universidad y segundo mejor expediente en el ámbito estatal, y un hombre que –además- se declara agnóstico. Comprenderéis que me interesaba sobremanera lo que sobre mi libro tuviera que decir.

 

Aunque existían otras opciones, lo cierto es que la elección de Jaime Cuenca como presentador fue inmediata. Su juventud, su formación y su experiencia pedagógica corrían en paralelo con la novedad, la fidelidad a la Revelación y el respeto a la Tradición que yo pretendía imprimir a mi obra, por lo que le consideré desde el primer momento la persona más adecuada para representar con sus valores tanto el espíritu de mi libro, como la excelencia de sus lectores.

 

Él ha tenido la amabilidad de facilitarme lo que fue su intervención. La reproduzco no para que veáis qué bueno es mi libro, sino para que comprobéis hasta qué punto y en base a qué tanto él como yo consideramos que se debe dialogar.

 

Vaya por delante mi agradecimiento a sus amables palabras que decían así:

 

“Buenas tardes.

 

En primer lugar, quiero agradecer la invitación a participar en este acto, en el que Dorota nos quiere presentar su obra Peldaños de Luz. Entiendo que esta reunión es, ante todo, un acto de amistad. Porque un signo de amistad es querer compartir con el otro lo que nos hace bien, para tratar de gozar juntos. Y es precisamente esta generosidad la que demuestra Dorota, al querer compartir con nosotros este libro, y todo cuanto vuelca en él.

 

Sin duda, ha tenido que vencer cierto pudor y algunos miedos para dar este paso. No podía ser de otra manera, porque los libros se parecen a sus autores y nos los revelan, de algún modo. Ni un solo escritor se puede librar del ser humano concreto, de carne y hueso, que escribe. Por eso la construcción de una trama o el diseño de un personaje nos dicen mucho más sobre el autor que los pormenores de su biografía. Si ocurre así con todos los libros, éste, en concreto, pertenece a ese tipo de libros que nos abren una vía directa al interior de quien los escribe, esos libros que son casi como una operación a corazón abierto. Y esto, ya lo sabemos, no está exento de riesgos. De modo que al reunirnos aquí para mostrarnos su obra, Dorota se presenta ante nosotros en la sinceridad de sus convicciones más profundas y constitutivas, compartiendo con nosotros lo que más le importa.

 

A la generosidad y la valentía que he destacado, tengo que sumar una tercera virtud: la honestidad intelectual. Cuando supe que Dorota me había elegido a mí para presentar su obra, mi primera reacción fue proponer ponerle en contacto con alguno de mis antiguos profesores de la Universidad, dominicos, jesuitas o sacerdotes diocesanos. Cualquiera de ellos, pensaba, desde la fe y formación teológica compartidas, sería más apto que yo para esta tarea. Mi sorpresa vino cuando la autora rechazó mi ofrecimiento: al parecer quería que fuera precisamente yo, filósofo y agnóstico, quien presentara su libro. Que yo no hubiera estudiado Teología ni compartiera su fe, no eran males menores, sino parte de los motivos por los que me elegía.

 

No creo que esto sea una mera anécdota, sino el signo de una actitud de honestidad intelectual que honra a la autora. Y no, desde luego, por haberme escogido justo a mí, ni porque no haya muchos que cumplirían esta tarea mejor que yo, sino porque revela una intención de hablar al otro y de escuchar al otro, al que piensa distinto que yo, es decir, una intención de dialogar. El diálogo no es algo accesorio que pueda añadirse o no a la actividad intelectual: el pensamiento mismo es dialógico y procede por controversia, derribo parcial y reconstrucción transitoria. Quien teme al diálogo, por tanto, tiene miedo a pensar. Habrá quien diga que no pierde su tiempo en hablar con el otro porque se basta a sí mismo y porque el otro se equivoca, pero esta autosuficiencia  esta certidumbre son fingidas. Bajo la máscara de una certeza imperturbable se oculta el terror de cuestionar las propias convicciones y descubrir alguna verdad en las ajenas. Los intentos por comunicar las propias ideas y creencias sin entrar en diálogo son baldíos. Estoy convencido de que sólo aprendemos dialogando; lo demás es adoctrinamiento o instrucción militar.

 

Con el aprendizaje tocamos un punto central. La honestidad, la valentía y la generosidad de las que he hablado se ponen en Peldaños de Luz al servicio de un propósito: la comunicación razonable de la fe católica. Dorota expone en el libro muchos de los contenidos del magisterio de la Iglesia, centrándose especialmente en la doctrina sobre las virtudes teologales y la Trinidad. Y lo hace de una manera rigurosa y clara, avanzando con seguridad de una idea a otra sin dar un paso en falso ni un solo rodeo: cada palabra está medida y en su lugar. En última instancia, si no me equivoco, la intención de la autora es fundamentar una transmisión razonable de la fe a través de la educación religiosa, bellamente entendida –en sus palabras- como una “tarea colegiada de crecimiento personal”. No puedo compartir gran parte de los contenidos del libro sin compartir la fe que los anima; sin embargo, atribuyo un gran valor a su propósito. Trataré de explicar por qué.

 

He comenzado diciendo que Peldaños de Luz nos abre una vía directa al corazón de la autora. Ella misma nos aclara que el libro es fruto de la introspección y de la búsqueda personal, y que emana de la íntima experiencia de la fe. Ahora bien, ninguna experiencia humana es inmediata. Como seres históricos que somos, todo lo que experimentamos pasa por el tamiz de nuestras circunstancias sociales y culturales, y está mediado por ellas. Desde ellas percibimos, comprendemos y damos sentido a cuanto nos rodea; también aquello que transciende esas mismas circunstancias. La fe del siglo XXI, siendo la misma que la de los primeros cristianos, se concibe y expresa de un modo muy diferente. Así pues, hay distintos modos de entender la fe, es decir, distintos modos de dar sentido a esa experiencia que el creyente tiene de alcanzar un “cierto conocimiento de las cosas de Dios”. Lo que Dorota hace en el libro es presentar uno de esos modos: todo un sistema de conceptos y argumentaciones que, a su juicio, constituyen un acercamiento razonable y fructífero a la vivencia de la fe. Su convicción es que este sistema de ideas puede ayudar a otros a vivir y comprender su fe, quizá a descubrirla. De modo que, pese a ser cierto que el libro nos abre camino hasta las más profundas convicciones de la autora, lo fundamental no es esto, sino su voluntad de comunicar a otros lo que a ella misma le ha hecho bien. Este deseo de transmitir un conocimiento que hace bien es lo que integra a Dorota en el seno de la tradición del pensamiento cristiano.

 

“Tradición”, traditio, viene del latín tradere, que significa precisamente transmitir, hacer pasar a manos de otro. En la actualidad ésta es una palabra desacreditada. Asociamos la tradición con lo que ha quedado desfasado en el curso de la historia, con los restos arbitrarios e irracionales de viejos modos de vida, ante los que parece que sólo cabe sentir una ciega adhesión, curiosidad o repulsa. Así, hablamos de los “trajes tradicionales”, más o menos vistosos, de diversas regiones o decimos que en Manganeses de la Polvorosa, provincia de Zamora, es tradición arrojar una cabra desde el campanario. Cuando no podemos justificar una creencia o una conducta propia de una comunidad, la atribuimos a la tradición. Después, si se trata de nuestra comunidad, la defendemos con un orgullo ciego; si es la de otros, la miramos con morbo o con indignación.

 

Éste es un concepto estúpido y perverso de tradición. Vista así, la tradición se convierte en una afrenta a la inteligencia, un baldón que el pasado arroja sobre los hombros del presente. Debemos tomar conciencia de que todo nuestro universo cultural, y no sólo una costumbre aislada, nos ha sido trasmitido por las generaciones anteriores. Si  queremos aprender de este depósito heredado de prácticas y conocimientos, y no vernos aplastados por él, debemos entrar en diálogo con la tradición. Sin diálogo, como decía antes, no hay aprendizaje. Al poner en contacto la tradición con nuestras circunstancias y necesidades actuales no la estamos destruyendo o despreciando; todo lo contrario, la estamos continuando y llevando a su cumplimiento. Porque la tradición no es una verdad inmutable dictada en el pasado y de una vez para siempre, sino el fruto vivo y cambiante del diálogo entre cada generación y quienes la precedieron.

 

(Por precaución voy a dividir el contenido en dos artículos. Espero que os esté interesando)

 

 

 

PELDAÑOS DE LUZ

Aunque la posibilidad de adquirirlo la tenéis anunciada en un costado de la pantalla, lo cierto es que el libro del que ahora hablamos no ha visto la luz hasta este momento. De hecho pasado mañana –Dios mediante- será su presentación.

Debido a mi excesiva timidez, no me siento con fuerzas para hablaros de mí trabajo; pero faltaría a la verdad si no os dijera que considero a Peldaños de Luz una herramienta válida para adentrarnos en las verdades de nuestra fe y un texto interesante.

Para tratar de salvar este obstáculo, y porque considero que siempre se ve mejor el tema desde fuera, os voy a transcribir a continuación la valoración que le mereció a Dña. Irene Rodríguez, responsable de una imprenta con la que estaba previsto en principio contratar la edición –que no la distribución- después de haberlo leído, y que dice así:

“Ensayo complejo que abarca una amplitud de temas relacionados todos ellos con la trascendencia, la naturaleza y esencia de Dios, el vínculo entre Dios y el ser humano y la fe como nexo de comunicación entre ambos.

Manteniendo en todo momento un tono pedagógico y divulgativo, la autora va desgranando reflexiones y consecuencias y elaborando un minucioso discurso con el fin de adentrarse en el complejo objetivo de definir, ahondar y profundizar en la esencia misma de la espiritualidad.

En este sentido, Dorota Urbina Aurtenechea plantea con coherencia y lucidez, cuestiones tan complejas como los efectos de la fe, el alcance de la esperanza, las características de la vida, el bien, el sentido de la existencia, etc.

Un ensayo enriquecido con gráficos, que va ganando enteros a medida que avanza, hasta componer un todo sólido, que invita a la reflexión más profunda, aportando detalles que pretenden ayudar al crecimiento interior del lector.

Formalmente el lenguaje se adecua al fin perseguido, predominando la sencillez formal para compensar el complejo trasfondo. En este sentido, de forma voluntaria o espontánea, la autora logra hilvanar con acierto las distintas reflexiones con una naturalidad y una coherencia narrativa especialmente reseñables.

Por último mencionar la valentía y originalidad de la propuesta, especialmente atípica en los tiempos que corren, y su transfondo educativo y humano, razones por las cuales felicitamos a su autora y recomendamos sinceramente su edición”

Tras mi agradecimiento, la Srta. Rodríguez decía:

“Estimada Dorota:

Gracias a ti. Yo simplemente intento cumplir con mi trabajo. Tu obra me causó una buena impresión y de ahí mi valoración.

Espero sinceramente que te animes a editarlo, con nuestro sello o con cualquier otro, y sobre todo, que no abandones el ímpetu de escribir y de tratar de llegar a otros. No es muy habitual.

Ánimo, suerte ¡y hasta pronto!

Un saludo muy cordial. Irene.

No os voy a ocultar la satisfacción que me produjo su comentario, y tampoco lo agradecida que le estoy por el ánimo que me infundió.

Espero ahora también, que su valoración os resulte sugerente.

HABLEMOS HOY DE LA ESPERANZA

Partiremos de la consideración de la esperanza como una participación de la forma de vida divina que plenifica nuestro conocimiento de forma que lleguemos a concebir con certeza (es decir, desde la vivencia de la evidencia) la realidad de Dios, como una realidad conveniente para nuestro propio bien. 

Esta posibilidad no responde sino a nuestra propia conveniencia, puesto que, si bien es cierto que el ser humano necesita conocer para amar, también lo es que el ser humano actúa siempre por una razón de bien. Esto y no otra cosa es lo que quiere expresar lo conocido como Primer Principio de la Moral, que no hace sino formular con carácter universal el axioma de que “hay que hacer el bien y evitar el mal”. El problema puede estribar en la corrección de la concepción que uno tenga del bien, y, más aún, de la concepción que uno tenga de su propio bien. 

¿Y qué es el bien, podríamos preguntarnos? Pues bien: el bien es aquello que es bueno, siendo que todo aquello que es, en la medida en que es como debe, es bueno y es amable. 

Es en la medida en que un ente es como debe, como manifiesta en sí la unidad, la verdad, la bondad y la belleza de su ser, y es en esa medida como lo conocemos y juzgamos sobre su conveniencia, y esto es así, porque la manifestación de lo que un ente es no hace sino reflejar en él más o menos acabadamente la actualización de una serie de perfecciones con las que con su acto de ser se le caracteriza. 

Esas características de nuestro modo de ser y de actuar, no son otra cosa que el modo en que inhiere la vida sobre la materia,

… vida que no se hace, sino que hace,

… que no se produce, sino que produce,

… que aunque los une es algo más que la suma de sus componentes,

… y que no es otra cosa que la comunicación en las criaturas de la vida de Dios. 

La evolución de nuestra vida supone la Vida,una vida que está ya y cuyas manifestaciones observamos. Pero vamos a ver ahora hasta de qué punto y de qué modo interactúa la Vida en las distintas criaturas para que estas lleguen a alcanzar su propio “telos”, es decir, aquello que constituye su modo propio de compartirse con el Amor. 

En primer lugar diremos que en el caso de las criaturas inanimadas, su telos es meramente objetivo puesto que la materia es pura potencia, y esta es la razón por la que se excluye en ellas todo movimiento. Son en la medida en que existen, y su ser constituye únicamente ocasión para el crecimiento y mantenimiento en el ser de las criaturas animadas, como vamos a mantener. 

Estas criaturas en cambio, realizan una serie de funciones que les permiten evolucionar en su ser y relacionarse mediante los efectos de sus actos, y estas funciones se corresponden con las especiales capacidades de asimilación, crecimiento y reproducción con las que fueron creadas en cada caso.  

En el caso de la vida vegetativa –propia de las plantas y de todos los animales superiores a ellas-, lo inorgánico exterior pasa a formar parte como hemos dicho de la unidad del ser vivo. La nutrición se subordina al crecimiento, y la reproducción consiste en la capacidad de originar otro ser vivo de la misma especie. 

La vida sensitiva –que distingue a los animales de las plantas-, consiste en tener un sistema perceptivo que ayuda a realizar las funciones vegetativas mediante la captación de diversos estímulos (lo presente, lo distante, lo pasado y lo futuro) siendo que, en cuanto captados, provocan un tipo u otro de respuesta meramente instintiva (entendiendo por instinto la tendencia del organismo biológico a sus objetivos más básicos mediada por el conocimiento). 

Las características esenciales de este tipo de vida tal y como se da en los animales son las siguientes:

… el carácter no modificable del circuito estímulo-respuesta en su conducta,

… la intervención de la sensibilidad en el desencadenamiento de la conducta,

… y la persecución de fines específicos o propios de cada especie, no de cada individuo dentro de esa especie. 

De un modo superior a estas, la vida intelectiva es la vida auténticamente humana.

Supone un modo de actuación a través del cual el conocimiento se comparte, y aunque el conocimiento intelectivo es un modo de asimilación diferente al de la alimentación, además de producir un crecimiento, permite ser compartido y generar nuevos conocimientos (se “dan a luz” ideas, decimos), por lo que cumple con las funciones generales de toda vida de las que ya hemos hablado (asimilación, crecimiento y reproducción).

  

En la vida intelectiva se rompe la necesariedad del circuito estímulo-respuesta del que hablábamos al hacerlo de la vida sensitiva, y lo que sucede es que hay una separación entre medios y fines, lo que hace que no se den respuestas automáticas a los estímulos y que éstas hayan de ser concretadas, tanto en la forma, como en el modo de realización. 

Por participar de este tipo de vida, y porque son capaces de conocer y de optar trascendiendo las limitaciones que les impone la materia, los seres humanos pueden elegir intelectualmente sus propios fines –excluyendo lo vegetativo- y tender hacia ellos mediados su conocimiento y su libertad.  

Es esta condición la que les permite evolucionar en la realización de su ser en comunión con la Vida de Dios, como en un próximo artículo analizaremos. Llegaremos así a la conclusión de que la raíz de la virtud de la esperanza es el Dios de la Vida, y que la condición de necesariedad de nuestra esperanza, es la participación mediado el conocimiento, en la Vida de Dios.

Porque la vida intelectiva además de ser la vida auténticamente humana, es el tipo de vida que las criaturas racionales comparten con Dios, sucede que nuestro acto de conocimiento de la entidad y de la bondad ontológica de Dios así como el de su conveniencia para nosotros mismos, además de ser la condición de necesariedad para participar en la Vida de Dios, supone una manifestación de inteligencia, siendo además que nuestro acto de reconocimiento, constituye al mismo tiempo un ejercicio de libertad, como veremos en otra ocasión.

LOS ADOLESCENTES Y EL ESPÍRITU DE DIOS

En una ocasión me propusieron participar en una tarea común a varios co-autores, que consistiría en tratar de explicar del modo más sencillo posible y cada uno desde su experiencia, los distintos artículos del dogma católico. Como la selección de mis co-autores fue francamente buena, el resultado también lo fue, y así es como nació el texto FE VIVIDA, del que podrán tener noticia a través del enlace correspondiente. Mi trabajo consistiría en explicar el apartado “Creo en El Espíritu Santo”, y os diré que tratando más o menos de seguir los patrones que me propusieron en cuanto a la forma, el enfoque que elegí fue presentar al Espíritu Santo desde los efectos perceptibles del Espíritu de Dios en el ser humano, con el lenguaje más proclive posible para lectores adolescentes, y con el siguiente resultado: 
  1. Me presento
 

Mi nombre no importa.

 

Esta afirmación tiene que ver con el tema que vamos a tratar a continuación, así que tendréis que permitirme utilizar un pseudónimo.

 

Intento con ello dar testimonio de algo que pretendo argumentar, y que es…

… que quien enseña, por quien aprendemos, y por quien nos hacemos fecundos en nuestra tarea es, precisamente, el Espíritu Santo…

 

De mí sólo os diré que me sé hija de Dios,

… que hace 53 años que nací, y que en su día me cupo el orgullo de dar a la Luz otros cuatro hijos suyos a mi vez…

 

Que soy licenciada en Ciencias Religiosas por la Universidad de Navarra, y que pertenezco a la primera promoción de titulados del Instituto que nos da nombre.

 

Que he hablado y he escuchado…

… y que fruto de esta escucha, es esta frase a la que sistemáticamente recurro y que hoy voy a utilizar a modo de introducción…

 

Veréis cuál es:

 

“Una jovencita de cierta edad” –mi madre- cada vez que la voluntad de Dios contravenía la mía (cosa que no pasaba muy a menudo, pero que alguna vez pasaba puesto que yo no dejaba nunca de proyectar cualquier cosa, y, al parecer, no todos mis “proyectos” eran convenientes a Sus ojos para mí), cada vez, digo, y cada vez con esta misma cadencia, mi madre me decía:

… “Todo está dispuesto por el Señor a-mo-ro-sa-men-te”…

 

¡Cuántas veces me he acordado de esta frase!

 

Vosotros os preguntaréis a ver qué es lo que puede tener que ver el Espíritu Santo con esta confidencia que os acabo de hacer, y es a mí a quien me toca explicaros que la coherencia es total,

… ¡por cuanto que el Espíritu Santo es la ternura de Dios!...

 

Su modo de ser y de actuar ilimitados…

… su grandeza…

… su condescendencia…

… su principio de dinamismo…

… ¡su vida!...

 
  1. Contenidos
 

Para centrar este concepto,

… el Catecismo de la Iglesia Católica nos habla del Espíritu Santo como de la Gloria de Dios,

… y nos dice además, que aunque el Espíritu Santo es una persona divina como lo son el Padre y el Hijo, su ser permanece escondido a nuestros ojos…

 

Si lo pensáis bien, esta afirmación es lógica…

 

¿Qué por qué, decís?

Pues…

… porque la Gloria de Dios, como la belleza, la armonía, la bondad, la juventud, los valores, las virtudes, u otras muchas realidades intangibles por ser espirituales, no son realidades visibles a nuestros ojos, sino que necesitamos que nos sean tangiblemente manifestadas…

 

Pero ¿cómo se nos manifiestan?, me preguntaréis…

¡Pues veréis!:

 

Algunas de estas realidades espirituales podemos observarlas “encarnadas” o “revestidas de materialidad”. Es el caso de las cualidades, o de lo que en metafísica se denominan “accidentes”,

… unas realidades cuya particularidad consiste en que no existen sino “en algo” o “en alguien”, ¿comprendéis?...

¡Seguro que sí!

 

Pero, en ocasiones, lo que se nos manifiesta no es una cualidad, o un “accidente” (como el color o la cantidad, por ejemplo),

… sino que lo que se nos manifiesta es un ser personal…

… un ser espiritual…

… ¡o Dios mismo!...

 

¿Y cómo se manifiestan los seres personales, os diréis?...

 

Pues el modo en que se manifiestan los seres personales es a través de su palabra…

Por la palabra las personas nos transcendemos, y así manifestamos quiénes somos, y también cuáles son nuestras intenciones…

Esto último es muy importante,

… porque son las intenciones las que dan a conocer el por qué y el para qué de nuestros actos…

 

Pero si lo que queremos conocer no es quién es y por qué hace las cosas un ser personal,

… sino que lo que queremos conocer es el modo de ser y de actuar que lo animan,

… entonces lo que tenemos que hacer es atender a las operaciones que ese ser personal realiza, es decir, ¡a sus propios actos!...

 

¿Recordáis cómo nos dice el Evangelio que “por sus obras los conoceréis”?...

Pues así es precisamente como se manifiesta y como se reconoce la Gloria de Dios…

… ¡por sus obras!...

 

Pero, ¿cuáles son las obras de Dios, os preguntaréis?...

 

Para responder a esta pregunta, San Juan nos dice que:

… “La obra de Dios es que crean en Aquel que Él ha enviado” (Jn, 6, 29)

 

En Aquel que comparte la misma Gloria del Padre, añadiría yo sólo por centrar un poco el tema de nuestra reflexión:

… su misma forma de ser y de actuar ilimitadas…

… ¡su carácter!...

Un carácter que los dos comparten, y con el que “caracterizan” y dan vida a todas las criaturas…

 

¡Pero vamos a seguir con las palabras que nos dirige San Juan en su Evangelio!

 

¿Cuál diríais vosotros que es el significado último de estas palabras?...

… ¿se os ocurre algo?...

… ¿no?...

¡Pues este parece un buen momento para que invoquemos juntos al Espíritu Santo!...

Con su ayuda todo resultará mucho más sencillo y asequible, ¡veréis!...

 
  1. Conceptos
 

La razón última de estas palabras de San Juan no está tanto en las palabras,

… cuanto en lo que acontece por su cumplimiento…

 

Pero para que entendáis esta abstracción, vais a necesitar saber un par de cositas sobre el modo humano de conocer…

 

La primera es,

… que el ser humano necesita conocer primero, para amar después…

Y la segunda,

… que el ser humano conoce de un modo “mediato”…

 

Esto quiere decir que conoce únicamente “mediante” sus sentidos externos:

… la vista, el oído, el tacto, el gusto, o el olfato…

 

Pero quiere decir también,

… que ese modo de conocimiento supone una limitación a la hora de aprehender el ser personal de Dios, porque, como ya hemos dicho,

… al ser el ser personal de Dios (valga la redundancia), intangible, los seres humanos necesitábamos que el mismo nos fuera sensiblemente manifestado…

 

Para eso se encarnó nuestro Señor Jesucristo…

… Para que conociéndole y participando de su naturaleza, pudiéramos compartir también su Gloria, tras ser elevados en la nuestra por el Espíritu Santo…

 

Cristo es quien nos manifiesta el ser personal de Dios y su designio salvífico,

… porque Cristo es la Palabra de Dios…

Pero ese designio de Amor se nos manifiesta y se nos hace realidad en Cristo, además,

… por cuanto que es en Él, y tras experimentarla, como podemos compartir la ternura de Dios…

 

Una ternura que, por transcenderse, nos da la vida…

… y que al habitar en nosotros y por contenerla, nos capacita para ello y nos hace, verdaderos hijos de Dios…

 

¡Pero mirad qué bien explica el Evangelio este concepto con la parábola de la vid y los sarmientos!...

 

El Padre es el labrador,

… el hijo la vid,

… y nosotros los sarmientos…

 

Pero así como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece unido a la vida,

… pues así tampoco podremos nosotros dar fruto por nosotros mismos, si no permanecemos adheridos a Cristo…

Frutos en abundancia con los que, en palabras de Jesucristo, “recibe gloria su Padre”…

 

¡Qué didácticas son las parábolas, ¿no creéis?!...

 

El misterioso contenido de ésta estriba en que nos dice que el ser humano ha sido creado para compartir la Gloria de Dios…

… para ser gloriosos…

Para ello fue creado “a imagen y semejanza” Suya…

 

¡Pero vamos a hablar un poquito de cómo hizo Dios las cosas!...

 

De cómo en un único acto del Amor,

… por amor,

… y para que las criaturas fueran…

El Padre,

… compartiendo la plenitud de perfecciones de Aquel que tenía su misma forma de ser y de actuar ilimitadas (el Hijo),

… por medio del Espíritu Santo otorgó al total de las criaturas su esencia y su existencia…

 

Una esencia y una existencia no ya ilimitadas como las suyas,

… sino una esencia y una existencia acordes a cada una de las naturalezas…

 

Conforme a la respectiva, y por su operación,

… cada criatura estaría llamada a alcanzar el grado de perfección que constituiría aquel fin para el que fue creada, y que no sería otro que su modo propio de compartir el amor de Dios…

 

¿Me seguís hasta aquí?...

… porque no es fácil explicar el modo en que la ternura de Dios, por transcenderse y al vivir en nosotros, nos da la vida y nos mantiene en ella para que nos plenifiquemos, ¿verdad?... 

 

De todos modos, como vosotros sois tan listos, y como confío además en que el Espíritu Santo habrá suplido convenientemente mis deficiencias…

… ¡espero que a estas alturas comprenderéis un poquito más del por qué decimos que el Espíritu Santo es el espíritu “vivificador”!...

 

¡Pero decidme!:

… ¿no os parece maravilloso?...

¡Pues así son las obras del Amor!...

 
  1. Tú puedes hacer esto vida
 

… ¡Claro que esto es únicamente el comienzo!...

¿Intuís acaso que estoy apuntando al tema de nuestra santificación?...

¡Pues así es!...

 

Porque, aunque por Amor Dios nos da la vida…

… nuestra vida tiene un sentido finalístico…

 

Dios nos da la vida…

… para que seamos…

… para que seamos sus amigos…

… y para que seamos hijos suyos, además…

 

Pero para ser hijos de Dios, los seres humanos necesitamos que nuestra naturaleza sea elevada:

… que Dios nos capacite para ser hijos suyos…

… y que nosotros actuemos como hijos suyos a nuestra vez, puesto que las criaturas nos realizamos por nuestros actos…

 

Todo este proceso se realiza en nosotros,

… en la medida en que nos compartamos con Cristo,

… y por obra del Espíritu Santo…

 

En la medida en que compartimos nuestro modo de ser y de actuar con los de Cristo, compartimos también su misma naturaleza…

… Y como es el Espíritu Santo quien acondiciona nuestro modo de ser y de actuar, elevándolos con ello y conformándolos a los de Cristo además para que así sea, decimos de Él que es santificador…

 

¿Se entiende un poquito?...

Bueno…

Pues confío en que esta comprensión nos sirva a todos para orientarnos y dirigir nuestra conducta…

… porque para que todo este designio de Amor del que estamos hablando se lleve a cabo, es necesario prestarle la adhesión de nuestra voluntad…

 

Una voluntad que ha de ser como la de María…

… Una voluntad agradecida que no haga sino contemplar en Sí las maravillas del Altísimo, para cantar de ese modo sus alabanzas…

Eso y no otra cosa es lo que yo hago en este momento…

… ¡porque veréis lo que quiero decir!...

 

Mis maravillosos hijos y aquella jovencita de cierta edad de la que os hablaba al principio, os dirían cómo soy yo:

… algo “tolosa” (porque dicen que de todo opino), y bastante “tirando a chapas”…

 

A ellos me dirijo, y a vosotros también, para deciros,

… que si de mi exposición se deriva algún rayito de luz para todos vosotros,

… contad con que el mismo proviene de la Luz del Amor…

… y con que se os alcanza por medio del Espíritu Santo, ¿estamos?

 Dorota Urbina
Aurtenechea

EL SER HUMANO, UN SER PERSONAL

La creación del ser humano supuso una auténtica novedad.  

Dotado de una naturaleza dual (espiritual y material al mismo tiempo) y compartiendo una serie de funciones con otras criaturas de la naturaleza material, el co-principio espiritual de su naturaleza (el alma) personalizaba la forma sustancial de la materia, constituyéndole así en un ser personal.

Es esto lo que convierte al ser humano en un ser relacional: en un ser capaz de tener, y en un ser capaz de relacionarse a un nivel intencional con otros seres espirituales y con Dios mismo. 

Vamos a ver ahora cuáles son las características fundamentales de los seres personales que el ser humano comparte, y que justifican que, por su participación en ellas, sea constitutivamente un ser relacional y por tanto capaz de Dios. 

Es la capacidad de transcenderse superando las limitaciones espacio/temporales que impone la materia, lo que permite a los seres personales compartirse según su voluntad, y es su capacidad de conocer y de amar transcendiendo lo efímero, lo que les permite no solo asimilar las formas sustanciales de otros seres mediado su conocimiento (esto es lo que queremos decir cuando manifestamos que el ser humano es un ser capaz de tener), sino también, una vez objetivado lo conocido y juzgado sobre su conveniencia, fijarse como objetivo no sólo alcanzarlo por cuanto que conveniente, sino el modo y los medios para llegar a su consecución 

Como hemos dicho, estas dos características son las que constituyen al ser humano como un ser relacional, y las que posibilitan también su comunicación a un nivel intencional con otros seres personales y con Dios mismo, precisamente por haber sido creado capaz de Él.  

Es ésto precisamente lo que vamos a ver en el artículo denominado El ser humano y Dios