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HABLEMOS HOY DE LA ESPERANZA

Partiremos de la consideración de la esperanza como una participación de la forma de vida divina que plenifica nuestro conocimiento de forma que lleguemos a concebir con certeza (es decir, desde la vivencia de la evidencia) la realidad de Dios, como una realidad conveniente para nuestro propio bien. 

Esta posibilidad no responde sino a nuestra propia conveniencia, puesto que, si bien es cierto que el ser humano necesita conocer para amar, también lo es que el ser humano actúa siempre por una razón de bien. Esto y no otra cosa es lo que quiere expresar lo conocido como Primer Principio de la Moral, que no hace sino formular con carácter universal el axioma de que “hay que hacer el bien y evitar el mal”. El problema puede estribar en la corrección de la concepción que uno tenga del bien, y, más aún, de la concepción que uno tenga de su propio bien. 

¿Y qué es el bien, podríamos preguntarnos? Pues bien: el bien es aquello que es bueno, siendo que todo aquello que es, en la medida en que es como debe, es bueno y es amable. 

Es en la medida en que un ente es como debe, como manifiesta en sí la unidad, la verdad, la bondad y la belleza de su ser, y es en esa medida como lo conocemos y juzgamos sobre su conveniencia, y esto es así, porque la manifestación de lo que un ente es no hace sino reflejar en él más o menos acabadamente la actualización de una serie de perfecciones con las que con su acto de ser se le caracteriza. 

Esas características de nuestro modo de ser y de actuar, no son otra cosa que el modo en que inhiere la vida sobre la materia,

… vida que no se hace, sino que hace,

… que no se produce, sino que produce,

… que aunque los une es algo más que la suma de sus componentes,

… y que no es otra cosa que la comunicación en las criaturas de la vida de Dios. 

La evolución de nuestra vida supone la Vida,una vida que está ya y cuyas manifestaciones observamos. Pero vamos a ver ahora hasta de qué punto y de qué modo interactúa la Vida en las distintas criaturas para que estas lleguen a alcanzar su propio “telos”, es decir, aquello que constituye su modo propio de compartirse con el Amor. 

En primer lugar diremos que en el caso de las criaturas inanimadas, su telos es meramente objetivo puesto que la materia es pura potencia, y esta es la razón por la que se excluye en ellas todo movimiento. Son en la medida en que existen, y su ser constituye únicamente ocasión para el crecimiento y mantenimiento en el ser de las criaturas animadas, como vamos a mantener. 

Estas criaturas en cambio, realizan una serie de funciones que les permiten evolucionar en su ser y relacionarse mediante los efectos de sus actos, y estas funciones se corresponden con las especiales capacidades de asimilación, crecimiento y reproducción con las que fueron creadas en cada caso.  

En el caso de la vida vegetativa –propia de las plantas y de todos los animales superiores a ellas-, lo inorgánico exterior pasa a formar parte como hemos dicho de la unidad del ser vivo. La nutrición se subordina al crecimiento, y la reproducción consiste en la capacidad de originar otro ser vivo de la misma especie. 

La vida sensitiva –que distingue a los animales de las plantas-, consiste en tener un sistema perceptivo que ayuda a realizar las funciones vegetativas mediante la captación de diversos estímulos (lo presente, lo distante, lo pasado y lo futuro) siendo que, en cuanto captados, provocan un tipo u otro de respuesta meramente instintiva (entendiendo por instinto la tendencia del organismo biológico a sus objetivos más básicos mediada por el conocimiento). 

Las características esenciales de este tipo de vida tal y como se da en los animales son las siguientes:

… el carácter no modificable del circuito estímulo-respuesta en su conducta,

… la intervención de la sensibilidad en el desencadenamiento de la conducta,

… y la persecución de fines específicos o propios de cada especie, no de cada individuo dentro de esa especie. 

De un modo superior a estas, la vida intelectiva es la vida auténticamente humana.

Supone un modo de actuación a través del cual el conocimiento se comparte, y aunque el conocimiento intelectivo es un modo de asimilación diferente al de la alimentación, además de producir un crecimiento, permite ser compartido y generar nuevos conocimientos (se “dan a luz” ideas, decimos), por lo que cumple con las funciones generales de toda vida de las que ya hemos hablado (asimilación, crecimiento y reproducción).

  

En la vida intelectiva se rompe la necesariedad del circuito estímulo-respuesta del que hablábamos al hacerlo de la vida sensitiva, y lo que sucede es que hay una separación entre medios y fines, lo que hace que no se den respuestas automáticas a los estímulos y que éstas hayan de ser concretadas, tanto en la forma, como en el modo de realización. 

Por participar de este tipo de vida, y porque son capaces de conocer y de optar trascendiendo las limitaciones que les impone la materia, los seres humanos pueden elegir intelectualmente sus propios fines –excluyendo lo vegetativo- y tender hacia ellos mediados su conocimiento y su libertad.  

Es esta condición la que les permite evolucionar en la realización de su ser en comunión con la Vida de Dios, como en un próximo artículo analizaremos. Llegaremos así a la conclusión de que la raíz de la virtud de la esperanza es el Dios de la Vida, y que la condición de necesariedad de nuestra esperanza, es la participación mediado el conocimiento, en la Vida de Dios.

Porque la vida intelectiva además de ser la vida auténticamente humana, es el tipo de vida que las criaturas racionales comparten con Dios, sucede que nuestro acto de conocimiento de la entidad y de la bondad ontológica de Dios así como el de su conveniencia para nosotros mismos, además de ser la condición de necesariedad para participar en la Vida de Dios, supone una manifestación de inteligencia, siendo además que nuestro acto de reconocimiento, constituye al mismo tiempo un ejercicio de libertad, como veremos en otra ocasión.

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