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EL SER HUMANO Y DIOS

Pero vamos a ver ahora cómo eran en un origen, y cómo son ahora las relaciones de ese ser humano con Dios. 

Nos dice el Génesis, que partiendo de la naturaleza material creó Dios al primer viviente, y lo hizo participándole una forma de ser y de actuar determinada que le permitían, aparte de la posibilidad de relacionarse con otros seres de su misma especie para transmitir y compartir la propia vida (hablamos de relaciones de generación, de parentesco, o de participación en determinadas formas sociales), asimilar, compartir o transformar las formas sustanciales de otros seres (pensemos en las funciones metabólicas, en la asimilación de conocimientos, o en la realización de obras de arte o de creatividad en suma) de modo que, partiendo de ese modo de ser y de actuar característico, la vida de Dios fuera en él  mediante sus actos. 

Pero aunque nos encontramos así con un viviente dotado de creatividad, capaz de actuar y por lo tanto de relacionarse, la perfección de su ser personal no comportaba la posibilidad de generar un viviente semejante a él sobre el que actuara la vida de Dios, puesto que la vida de Dios no era algo que le conviniese por naturaleza.  

La vocación de los hijos de Dios

Así, y sin su intervención, a ese ser humano le añadió Dios una nueva perfección (la capacidad de transmitir la dignidad de los hijos de Dios), constituyéndole en padre por cuanto que inicio (Adán) y madre por cuanto que modo de realización (Eva “madre de todos los vivientes”), de toda la humanidad.  

Ambos serían una misma carne, pero no hablamos con ello del hecho de generar hijos al modo que lo hacen otras especies animales, sino de que ambos (Adán y Eva, principio y realización) servirían de sustancia para que, sobre su progenie, habitara en ellos la vida de Dios

Y así, cuando hablamos de que por esa nueva realidad (Eva) el ser humano (Adán) dejaría padre y madre, tampoco estamos hablando de nada físico, sino de una vocación a la vida de Dios: de nuestra llamada a participar y a hacer realidad la dignidad de los hijos de Dios mediante nuestros actos.  

(Esta argumentación tiene continuidad en el artículo titulado El pecado original)

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