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Presentaciones

EL CONOCIMIENTO DE DIOS DEL P. LARRAZKUETA

Se trata en esta ocasión del domingo 10º del año perteneciente al ciclo A. Las lecturas correspondientes son: Oseas 6, 3-6; Romanos 4, 18-25, y Mateo 9, 9-13, y el P. Larrazkueta nos dice así:

“Como todos los domingos después de haber escuchado las lecturas debemos preguntarnos: ¿qué me dicen estas lecturas hoy a mí?, ¿cuál es el mensaje que quieren transmitirme?

Las lecturas de hoy son una llamada de atención porque una vez más nos repiten que el verdadero cristianismo no consiste en un culto vacío ni en unas prácticas religiosas ni en devociones encubridoras de situaciones en el fondo falsas.

Las lecturas nos están llevando a algo fundamental del cristianismo: a decirnos que el verdadero cristianismo está en tomar en la vida una postura de misericordia, en practicar en la vida un amor que nazca de la justicia.

La Palabra de Dios comporta una llamada de urgencia a un cristianismo auténtico, a un cristianismo sin componendas, a un cristianismo de no medias tintas; porque todos tenemos la tentación de querer establecer un pacto con  Dios “yo te doy, tú me das”: yo te doy unas prácticas rituales y tú me das la salvación, yo te doy holocaustos y sacrificios, y tú me das el perdón (Primera y Tercera lectura).

Pero la Palabra de Dios me dice que las componendas no sirven: que los pactos humanos con Dios no valen, que los cálculos humanos siempre se quedan a mitad de camino, que Dios en último término, no necesita de nosotros ni de nuestros holocaustos y ritos (Salmo responsorial).

La Palabra de Dios por el contrario, me dice que somos nosotros los que necesitamos de Dios, que Dios no nos ama porque seamos justos, que Dios nos ama por todo lo contrario: porque somos pecadores, porque confesamos nuestros pecados.

Esto puede causar un escándalo a muchas espiritualidades, y a escandalizarse solamente tienen derecho los santos, los tontos…

Esto puede causar escándalo, porque escándalo es creer que lo grande de nuestros cristianismo no son las cosas que los hombres hacemos por Dios, sino lo que Dios hace por los hombres, y las lecturas de hoy nos dicen “Y Dios fue entregado por nuestros pecados, y resucitó para nuestra justificación” (Segunda Lectura), “porque no tienen necesidad de médico los sanos sino los enfermos” (Tercera Lectura).

Por eso nuestro primer deber y nuestra primera tarea debería ser la de luchar para acabar con nuestra autosuficiencia para poder llegar a confesarnos pecadores ante Dios, para poder llegar a descubrir a Dios nuestras enfermedades.

Porque Dios es capaz de sanarnos, de hacernos resucitar, de decirnos –como a Mateo- “¡Sígueme!”, sin importar que seamos pecadores como Mateo, sin importar que los demás nos consideren “publicanos”.

¡Tú sígueme!, ¡tú déjate perdonar!, ¡tú déjate sanar”, “porque no tienen necesidad de médicos los sanos sino los enfermos”, “porque yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”

Vamos a hacer a Dios nuestra petición confiada. Que Dios nos haga comprender que el primer paso de nuestro cristianismo es confesarnos pecadores y enfermos ante Dios, pecadores no cerrados a nuestros pecados, pecadores abiertos a la misericordia, pecadores abiertos a Dios, que fue entregado por nuestros pecados y que resucitó para nuestra salvación.

Éste es el verdadero conocimiento de Dios (Primera Lectura): creer que nuestro Dios está de verdad empeñado en salvarnos, y confiar más en Dios que en nuestros cálculos humanos porque –a fin de cuentas- lo único que permanece en el mundo es la fidelidad de Dios que está muy por encima de los hechos de los hombres.”

Excelente homilía, P. Larrazkueta

CHESTERTON Y LA ORTODOXIA (III)

La llave recién encontrada no sólo entraba en el hueco que había descubierto Chesterton para armonizar una actitud adecuada frente al mundo; permitía abrir cerraduras más complejas. Este fue el caso del problema del mal. La Iglesia “ha sostenido desde el primer instante que el  mal no estaba en el ambiente, sino en el hombre mismo”. Siempre cabe el riesgo de actuar mal, porque el origen del mal no está en las circunstancias sino en el interior de la persona. “El cristianismo dice siempre: “”Yo respeto la categoría de ese hombre, aunque lo sé sobornable””. Pero nunca dirá, como dicen los modernos desde el desayuno hasta la cena: “”Hombre de tal categoría no admite soborno””. Porque es parte del dogma cristiano que cualquier hombre de cualquier categoría es sobornable. Es parte del dogma cristiano y, por ventura, también es parte evidente de nuestra historia”.

 

El dogma del pecado original es, para Chesterton, un dato de hecho. Por ello, se trata del “único punto de la teología cristiana realmente susceptible de prueba”. Esta enseñanza del credo cristiano nos dice que el interior del hombre se encuentra dañado. Éste, que había sido creado para disfrutar del don de Dios, lo rechaza. De esta forma, la criatura se inflige una profunda herida interior, que le dificulta no sólo discernir el bien del mal, lo que le hace bueno o le hace malo, sino sobre todo provoca el extravío de la voluntad para elegir el bien. En consecuencia, se hace capaz de elegir conscientemente lo que le hace mal. Lo cual constituye un misterio: ¿cómo es posible que la criatura, que ha sido querida y preparada para disfrutar de tantos regalos como Dios le ha otorgado, rechace explícitamente estos dones?.

 

De ahí que cualquier propuesta de mejora ha de tener en cuenta este peligro: “Si deseamos las reconstrucciones definidas y las peligrosas revoluciones que han caracterizado la civilización europea, conviene atizar la idea de una ruina siempre posible, en vez de procurar apagarla (…) Si lo que deseamos particularmente es hacer andar bien al mundo, insistamos en que anda mal”.

 

Esta afirmación, cuanto menos provocativa para una sensibilidad moderna, sacudió también a este autor. Fue un descubrimiento que le conmovió. Lo recordó al final de su vida en su Autobiografía. Tuvo lugar en el transcurso de una conversación con el Padre O’Connor, que fue quien le inspiró el personaje del Padre Brown. En esa charla el sacerdote le reveló hasta qué punto una persona puede obrar maliciosamente. Había en sus palabras, no obstante, algo misterioso. Las horas de cura de almas le habían proporcionado a este sacerdote de una parroquia rural un hondo conocimiento del mal que puede hallarse en el corazón del hombre. Y, al mismo tiempo, Chesterton descubrió en aquella conversación algo nuevo e impensable. Este es su recuerdo: “El Padreo O’Connor había sondeado aquellos abismos mucho  más que yo. Me sorprendía mi propia sorpresa: que la Iglesia Católica supiera más que yo acerca del bien resultaba fácil de creer, pero que supiera más del mal parecía increíble. El Padre O’Connor conocía los horrores del mundo y no se escandalizaba, pues su pertenencia a la Iglesia Católica le hacía depositario de un gran tesoro: la misericordia”.

 

El cristianismo realiza una propuesta tan audaz como increíble. La fe logra fecundar la vida del hombre a partir del misterio central del Credo: el misterio de la Santísima Trinidad. Al conocer la intimidad de Dios, se le abrieron al hombre perspectivas insospechadas para colmar los más profundos anhelos de amor. “Porque la religión occidental se ha manifestado siempre penetrada de esta idea: “”No conviene al hombre estar solo”” (…) Porque para nosotros los trinitarios, Dios mismo es una sociedad. No niego que esto sea un misterio insondable de la teología. Básteme decir aquí que este triple enigma es tan confortante como el vino y como el fogón de las chimeneas inglesas; que tanto trastorna la inteligencia como consuela el corazón”.

 

La fe no sólo advierte del riesgo que entraña la encrucijada de la libertad, sino que también ayuda a descubrir el sentido de esta capacidad humana: compartir libremente la intimidad divina, a la que el hombre es continuamente llamado por Dios. La llave que había hallado Chesterton, la llave de la fe, permitía abrir la puerta más misteriosa, la de la libertad. Había descubierto algo que sus contemporáneos modernos eran incapaces de ver –y también muchos escritores de hoy día-: “Que la ortodoxia, contra lo que generalmente se dice, no es sólo la salvaguarda del orden y la moralidad, sino también la única garantía posible de la libertad”. Resulta que la libertad, que es el gran ideal moderno, reivindicado y reclamado por todos, el anhelo más profundo de cualquier corazón, se encuentra custodiado por la ortodoxia cristiana.

 

El fruto del viaje: la alegría

 

Gracias a este viaje intelectual, Chesterton ve con ojos nuevos lo que anteriormente le había producido distanciamiento y suscitado desdén: “El círculo externo del cristianismo es una guardia de abnegaciones éticas y sacerdotes profesionales; pero, salvando esta muralla inhumana, encontraréis las danzas de los niños y el vino de los hombres, porque el cristianismo es la única armadura de las libertades paganas. En la filosofía moderna todo sucede al revés: la guardia exterior es encantadora y atractiva, y dentro, la desesperación se retuerce”. Lo que establece tal diferencia entre una actitud y otra es la cuestión del sentido. Chesterton afirma que “la desesperación consiste en figurarse que el universo carece de sentido”.

 

El protagonista de El hombre que fue Jueves estimaba que para apreciar el mundo había que tratar de mirar la realidad de frente. Pues bien, este es el secreto de la filosofía de Chesterton. Sólo viendo el inmenso bien del mundo se es capaz de descubrir el sentido de la realidad e, incluso, de explicar el mal. Pero hace falta una liberación. Ronald Knox comentó en una conferencia algunas semanas después del fallecimiento de nuestro autor: “Para mí, la filosofía de Chesterton, en el sentido más amplio de la palabra, ha sido parte del aire que he respirado, desde esa época en que las ideas de un hombre empiezan a verse liberadas de la educación recibida”.

 

En efecto, hoy día se precisa un nuevo modo de pensar y unas adecuadas categorías intelectuales para ser capaces de descubrir lo bueno del mundo. Pascal afirmó que “el corazón tiene sus razones, que la razón no entiende”. Al hablar del corazón, no se refiere tanto a los sentimientos, como se haría desde una interpretación romántica. El corazón, en la tradición judeocristiana, hace referencia a la persona, a su ámbito más interior, a aquello que es intransferible y personalísimo. Pascal quiere señalar que el corazón tiene su propio lenguaje, que puede resultar difícil de entender para una mentalidad excesivamente racionalista.

 

Chesterton ha sabido argumentar desde el corazón y el sentido común, no solamente con su razón, y así no se ha cerrado a la posibilidad del misterio. Ha partido de la gratitud, algo que difícilmente se percibe con la razón y que en cambio resulta vital para las personas, y ha descubierto que este mundo es un regalo de un Creador. Y como en cualquier acto creativo, el Artista está prendado de su obra, y ofrece el mundo al hombre para su asombro y para que lo  mejore, con su colaboración. Chesterton ha coincidido con el cristianismo en ver que ese regalo pide ser correspondido, y que, misteriosamente, cualquier hombre es capaz de rechazarlo. Pero el cristianismo ha ido más allá y le ha desvelado un tesoro: que a pesar de que el hombre puede desestimar aquello que le hace feliz, Dios continúa ofreciéndose lleno de piedad para restaurar la relación del hombre con Él.

 

La búsqueda de un modo de ver el mundo que una el asombro y el bienestar ha conducido a Chesterton a descubrir el sentido de las cosas. Al transmitir su filosofía y su modo de razonar, ha ayudado a ver la fe con un atractivo más profundo. La fe no sólo da razón del mundo y del hombre, sino que además la fe es fuente de alegría. Ortodoxia termina con esta sorprendente paradoja: “La alegría, que era la pequeña publicidad del pagano, se convierte en el gigantesco secreto del cristiano”

CHESTERTON Y LA ORTODOXIA (II)

Antes de iniciar este personal viaje, Chesterton advierte la amenaza de un grave riesgo: la prevención que existe contra la imaginación. Así, comenta que “por todas partes se oye decir que la imaginación, y especialmente la imaginación mística, es un peligro para el equilibrio mental del hombre”. El cuidado de la salud es uno de los grandes valores de la sociedad moderna. Resulta, por ello, crucial asegurar la salud mental. Lo que ocurre es que muchas veces se señala al causante equivocado: “La fantasía nunca arrastra a la locura; lo que arrastra a la locura es la razón”.

 

La peculiaridad de los locos no es que hablen de cosas que no existen o que piensen que son Napoleón. Lo que observa Chesterton es que “las explicaciones que da un loco son siempre completas y, desde el punto de vista racional, las más veces satisfactorias”. El loco es capaz de argumentar, de defender una teoría aunque sea peregrina. Posee una plenitud lógica, pero es incapaz de salir de sus razonamientos. De ahí que, para Chesterton, un loco no es aquel que ha perdido la razón, sino el “que lo ha perdido todo menos la razón”. Lo que se desprende de esta apreciación es que con un loco no se puede razonar para hacerle ver la realidad, pues siempre encuentra razones para mantener su particular punto de vista.

 

El interés de Chesterton en esta patología es capital: “Si me detengo en la descripción del maniaco es porque me parece descubrir muchos rasgos que también descubro en los escritores contemporáneos”. El diagnóstico que establece se describe como “una racionalidad expansiva y agotadora con un sentido común contraído y mísero”, y el síntoma más característico de estos escritores es que, “como los lunáticos, son incapaces de cambiar su punto de vista”. Si la razón ha de ser el garante último del conocimiento, mientras ofrezcan explicaciones razonadas de su propia teoría, no saldrán de su planteamiento, por mucho que la realidad apunte en otra dirección.

 

La razón tiene sentido de miedo. Pero requiere “un principio elemental adecuado” para evitar que enloquezca, es decir, que “piense por el mal lado”. El punto de partida que permite conservar la salud mental es, para Chesterton, la capacidad de captar el misterio: “El misticismo es el secreto de la cordura. Mientras hay misterio, habrá salud”.

 

La modernidad, merced a la fascinación causada por la eficacia del método científico, ha pretendido ofrecer explicaciones globales de la realidad que puedan dar razón de todo a partir de ese método. Y cuando se ha encontrado con el misterio, o bien lo ha rechazado, o bien lo ha tratado de encajar en una “teoría razonable”. En cambio, “todo el secreto del misticismo consiste en esto: todo puede entenderlo el hombre, pero sólo mediante aquello que no puede entender. El lógico desequilibrado se afana por aclararlo todo, y todo lo vuelve confuso, misterioso. El místico, en cambio, consiente en que algo sea  misterioso, para que todo lo demás resulte explicable”.

 

Lo aprendido en los cuentos para niños

 

Y como no encontraba el misterio en la literatura de su época, Chesterton volvió al lugar genuino del misterio: los cuentos para niños. Aquí no es la razón sino el sentido común el órgano que permite aprender. El cuarto capítulo de Ortodoxia desvela lo que Chesterton descubrió en estas narraciones: “Me propongo tratar de la ética y la filosofía que la educación de los cuentos de hadas engendra”. Halló en ellos un conocimiento de carácter práctico para poder actuar en la vida que no encontró en los autores contemporáneos.

 

En el viaje de este autor, el inicio vino marcado por el asombro ante la realidad. Los cuentos de hadas le ayudaron a percatarse de que las cosas de nuestro mundo eran maravillosas porque podían haber sido de otra manera: “En el asombro hay siempre un elemento positivo de plegaria. Y esta es la primera piedra que conviene plantar en nuestro viaje por el país de las hadas”.

 

El asombro engendraba, así, un sentimiento de alegría y gratitud por estar viviendo en la aventura del mundo real: “La prueba de la dicha es la gratitud, y yo me sentía agradecido sin saber a quién agradecer (…) Agradecemos los cigarros y pantuflas que nos regalan el día de nuestro cumpleaños. ¿Y a nadie había yo de agradecer ese gran regalo de cumpleaños que es ya de por si mi nacimiento?”

 

La gratitud como actitud básica nos lleva a ver la existencia como un regalo. El regalo tiene dos notas básicas: su origen está en otra persona de la que parte la iniciativa, y no es exigible, sino gratuito. En un regalo se valora no tanto la materialidad del objeto recibido como el constatar el amor y aprecio desinteresado del otro. Es por eso por lo que engendra sorpresa y alegría cuando se recibe.

 

Lo siguiente que Chesterton descubrió en los cuentos para niños es lo que denomina la “Doctrina del Gozo Condicional”. Esta doctrina hace referencia a la ética, al modo de comportarse. “Conforme a la ética de los elfos, toda virtud depende de un sí”

 

La alegría en el reino de las hadas se encuentra condicionada, pues tiene una lógica propia. Baste recordar el ejemplo de Cenicienta: dispuso de un traje y de un carruaje mágico para participar en el baile del príncipe, a condición de que volviera antes de la media noche. Pero la cuestión profunda que suscita el cuento para niños no es tanto la percepción de la condición como algo limitante, sino más bien la aceptación misma de la condición, independientemente de si se entiende o no. Así lo explica Chesterton: “Toda la felicidad dependía de  no hacer algo que se puede hacer a cada instante y que, en general, ni siquiera se entiende por qué se ha de dejar de hacer. Ahora bien: a mí esto  no me parecía injusto, y en esto está toda la cuestión”.

 

Chesterton comprendió la prohibición a partir de la concesión. A partir del asombro agradecido, había percibido la realidad como un regalo. Se trataba de un misterio, pero no por eso dejaba de ser inmerecido y grato. En consecuencia, las limitaciones en nuestro actuar también respondían a esta lógica misteriosa: “A mí me parecía que la existencia misma era un legado tan excéntrico que no era mucho mejor dejar de entender las limitaciones del cuadro, cuando el cuadro  mismo era incomprensible: el contorno no era más extraño que los colores del cuadro. La parte prohibitiva tiene derecho a ser tan extravagante como la concesión”.

 

El hallazgo de la clave

 

Con las nuevas coordenadas adquiridas, no iba a ser difícil que las andanzas intelectuales de Chesterton pronto se cruzaran con el camino del cristianismo. En efecto, este sostenía, como proposición más radical, que “Dios es creador en el mismo sentido en que es creador un artista. El poeta se siente tan distinto de su poema, que habla de él como de “”una bagatela que he soltado por ahí””. En el acto mismo de publicarlo, lo ha lanzado de sí. Y así como un artista va pensando en su obra antes de iniciarla y se recrea y se deleita interiormente con ella al contemplarla como algo único y personal, así también Dios nos creó y nos regaló la existencia y el  mundo”.

 

El hallazgo del cristianismo vino a ser como la pieza que faltaba en el puzzle para que todo cobrara sentido y permitiera conformar una visión global de la realidad coherente. Así evoca este descubrimiento Chesterton: “Me pareció que, desde el día de mi nacimiento, vivía yo desatinando entre dos enormes e inmanejables máquinas,  muy distintas entre sí y sin la menor conexión aparente: el  mundo y la tradición cristiana. En la máquina del mundo había yo logrado descubrir este agujero: que es posible en cierto  modo dar con un medio de amar al mundo sin confiar en él, de amarlo sin ser mundano. Ahora bien, en la teología cristiana encontré al fin, a  manera de perno, este principio fundamental: la insistencia dogmática de que Dios es un ente personal y ha creado un mundo distinto de su propia personalidad. El perno del dogma entraba exactamente en el agujero descubierto en la máquina del  mundo –como que sin duda para eso estaba hecho-. Y entonces aconteció el milagro. Una vez que las dos máquinas quedaron así conectadas, todas las demás piezas, una tras otra, se fueron aviniendo con fantástica exactitud; y hasta me parecía oír el ruido que hacían todos los engranajes al morder en su sitio justo, con un como crujido de alivio. Puesta en su lugar una pieza, todas las demás repitieron la exactitud, así como los relojes van dando, casi a una, las doce campanadas del mediodía. Un instinto tras otro iba encontrando su correspondiente doctrina”.

 

Lo que había descubierto a partir de los cuentos de hadas coincidía con lo que enseñaba la fe cristiana. La respuesta al modo más adecuado de progreso, que tenía que ver con una actitud de lealtad y de correspondencia al regalo recibido, era posible porque ya antes había sido objeto de amor personal y de cuidado artístico por parte de Alguien. El “agujero”, la pieza que faltaba, venía motivado por la exclusión del Creador.

 

La noción de creación comporta percibir que la vida tiene un sentido, y ese sentido es recibido, no es dado por nosotros. Si Dios ha querido el mundo y lo cuida, es que es digno de ser querido, aunque pueda haber cosas que el hombre no comprende con su entendimiento limitado. Y si es susceptible de mejora, ha de tratar de mejorarlo como una muestra de correspondencia.

 

Ahora bien, sin la noción de creación, la realidad se percibe con una autonomía de la que el hombre, o bien forma parte de modo mecánico y determinista, o bien sufre el desconcierto de la falta de sentido. Un mundo autónomo de su origen personal llevaría consigo, antes o después, la disolución del hombre. Esta fue la misma conclusión del Concilio Vaticano II al plantear la relación de la realidad terrena con el hombre, dentro del marco del diálogo entre la fe y el mundo moderno: “La criatura sin el Creador desaparece”.

 

Pero lo que parecía un perno, un objeto más bien sólido y cilíndrico, resultó ser una pieza más delicada y articulada. El credo cristiano ofrecía más respuestas y ayudaba a encajar piezas todavía más complicadas: “Un bastón puede  meterse en un hoyo o una piedra puede caer en un pozo por mera casualidad. Pero una llave y una cerradura son tan complejas que si se avienen es porque se ha dado con la verdadera llave”.

 

Chesterton había hallado una llave nueva, la fe. Como él mismo cuenta, a los doce años era un pagano y a los dieciséis se confesaba agnóstico. Su cristianismo era prácticamente inexistente. Curiosamente la fe no había sido proporcionada por la familia o la religión nacional. Fueron los ataques intelectuales a la fe los que le facilitaron la pista adecuada: “Quienes me volvieron a la teología ortodoxa fueron Huxley, Herbert Spencer y Bradlaugh, como que suscitaron en mí las primeras dudas sobre la duda”. Un evolucionista convencido, un ilustre positivista y un famoso ateo fueron los que le proporcionaron los indicios para el hallazgo de la llave de la fe.

CHESTERTON Y LA ORTODOXIA (I)

Como sabéis, estoy pasando unos días de descanso, pero os dejo con la lectura de un interesantísimo artículo de Tomás Baviera publicado en la revista Nuestro Tiempo sobre la obra de Chesterton. Espero que –como a mí- os resulte interesante seguir la trayectoria de un autor cuya actividad intelectual le llevó a encontrarse con la Ortodoxia –título de una de sus obras más conocidas-.

 

Es un poquito largo, así que lo repartiremos en artículos y ya me iréis diciendo lo que os parece. Supongo, espero y confío en poder conectarme a la red, así que seguiremos en contacto si así lo queréis. Si además quisierais formular alguna pregunta, quedarían pendientes hasta mi vuelta, ¿o.k.?

 

Bueno, ¡pues hasta el próximo día 2!…

 

Chesterton. CIEN AÑOS DE ORTODOXIA

 

“Un joven que quiera seguir siendo un perfecto ateo, no puede ser demasiado exigente con su lectura. Hay trampas por todas partes”. Así recuerda G.S. Lewis su encuentro con los libros de Chesterton durante una convalecencia en la I Guerra Mundial. En aquel momento, Lewis era un ateo cabal en edad universitaria. Sin embargo, su lectura inició la aproximación hacia la fe de alguien que llegaría a ser uno de los grandes apologistas del cristianismo del siglo XX.

 

¿Qué encontró Lewis en esos libros?. Chesterton tenía la habilidad de ayudar a ver las cosas de un modo nuevo. Y eso lo supo hacer admirablemente con la fe cristiana. Para ello, tuvo que abrir nuevos caminos intelectuales que le condujeron a una visión más profunda y más alegre de la realidad. Joseph Pearce señala la novedad de sus libros: “El cristianismo de Chesterton era contagioso y, gracias a sus penetrantes paradojas y a su quijotesco entusiasmo, muchos comenzaron a descubrir el atractivo de la ortodoxia”.

 

Gilbert Keith Chesterton (1874-1936) fue, sobre todo, periodista. Dotado de una inteligencia profunda y de una vitalidad desbordante, pronto destacó en ambientes intelectuales y políticos ingleses. Cultivó casi todos los géneros literarios. Es conocido sobre todo por las historias del Padre Brown, un sacerdote católico que posee una inusual habilidad como investigador policial.

 

El 25 de septiembre de 1908 publicó Ortodoxia. En este libro esbozó su particular filosofía y el itinerario intelectual, que le condujo a la fe cristiana. En este viaje la brújula principal que le orientó fue el sentido común. Si bien todavía no había ingresado en la Iglesia Católica (lo haría en el año 1922), su cabeza era ya católica.

 

Ortodoxia presenta, no obstante, una dificultad para el lector. Se trata del estilo de su autor. Para quien no esté familiarizado con él, la forma de escribir de Chesterton puede desconcertar por su exuberancia de imágenes y paradojas. A pesar de ello, el texto transmite una gran agudeza de pensamiento. La escritora Dorothy L. Sayers afirmó, en relación con el estilo de este autor: “A algunas personas les irrita el estilo “”paradójico”” de Chesterton. Pero, cuando se trata de ir al meollo de las cosas y dar en el clavo, no hay nadie mejor que él”, Ortodoxia  fue la explicación chestertoniana del meollo de las cosas.

 

¿Qué cuenta Ortodoxia?

 

“Este libro es la respuesta a un desafío que se me ha hecho”. Así comienza Ortodoxia: su autor había sido retado a un duelo intelectual. Un crítico, G.S. Street, le había lanzado el guante al escribir: “Empezaré a preocuparme por definir mi propia filosofía cuando Chesterton nos haya dado la suya”. En honor a la verdad habría que decir que Chesterton era quien había desafiado previamente a los intelectuales del momento. Tres años antes había publicado Herejes. Por sus páginas desfilaban escritores de referencia de la época como George Bernard Shaw, H.G. Wells o Henrik Ibsen para discutir con ellos sobre la validez de sus ideas. El título de la obra resultaba ya en sí mismo provocativo.

 

¿En qué consistía el “error herético” de la intelectualidad de la época? Chesterton critica que no se “toleran las generalizaciones”. La filosofía, la visión general de la vida, se ha arrinconado. Probablemente la mejor expresión de esta actitud sea un epigrama de G.B. Shaw: “La regla de oro es que no hay regla de oro”.

 

La modernidad, gracias al método científico que establece el orden y precisión en la investigación, es capaz de saber mucho sobre un objeto particular. Pero se olvida de la visión de conjunto. Podría decirse que “todo es importante, a excepción de todo”. Chesterton echa en falta en los autores modernos una reflexión honrada y atenta a lo que tiene de bueno la realidad: “Cada una de las frases y los ideales modernos más populares es una evasión para esquivar el problema de qué es lo bueno”. Si este problema no se resuelve satisfactoriamente, las palabras sagradas de la modernidad, como son por ejemplo libertad, progreso o educación, quedan vacías.

 

Chesterton recuerda que el planteamiento moderno del progreso intelectual se encuentra condicionado por la idea de “romper límites, eliminar fronteras, deshacerse de dogmas”. En la educación  moderna se exhorta con frecuencia a pensar por uno mismo y a desarrollar una mentalidad crítica, que suele conducir hacia una valoración positiva de la transgresión. En cambio, Chesterton apunta en una dirección distinta: “La mente humana es una máquina para llegar a conclusiones; si no puede llegar a conclusiones está herrumbrada”.

 

Actualmente se oye con frecuencia hablar de las convicciones como si fueran venidas de fuera, como externas a la persona. A la palabra convicción, se suele asociar un verbo: imponer, como si las convicciones únicamente pudieran aparecer como consecuencia de una coacción externa. Quizá este sea uno de los errores más trágicos del mundo moderno: haber perdido la confianza en que el hombre pueda componer un mapa intelectual de su propia vida, que le pueda guiar válidamente en el curso de la misma vida. En este mapa, en esta visión global de la vida, los puntos de referencia vienen señalados por las convicciones personales. Estas vienen de dentro, como fruto de una búsqueda sincera de respuestas a los interrogantes más profundos de la persona.

 

El joven Chesterton sólo tenía el mapa que le habían proporcionado los escritores modernos. Al terminar el bachillerato, entró en una honda crisis existencial al asumir el escepticismo imperante de la época. Sin embargo, el fruto de esa crisis fue un Chesterton nuevo. Había elaborado sus propias respuestas. El planteamiento logrado iba en contra de las teorías en boga. Pero para Chesterton había sido como el despertar de una pesadilla: tras esa crisis veía el mundo con toda su luz. Contó a su manera esta experiencia en la que es probablemente su novela más famosa: El hombre que fue Jueves, publicada justo unos meses antes que Ortodoxia.

 

En aquellas páginas trató de dar razón de este nuevo modo de ver el mundo. Y lo más increíble, lo que él jamás podía haber imaginado, es que esa teoría elaborada a tientas, esa explicación tan personalísima, ya existía. Se trataba ni más ni menos de la explicación que daba la fe cristiana. Lo que Chesterton cuenta en Ortodoxia es este itinerario intelectual que le condujo a unas convicciones cristianas.

 

Toda investigación ha de responder a un problema. Inicialmente Chesterton no se planteaba saber si lo suyo era la fe cristiana. Esa fue la conclusión a la que llegó, lo que descubrió al final de su viaje intelectual. El enigma al que se enfrentó lo expresó en los siguientes términos: “¿Qué pudiéramos hacer para llegar a sentirnos, a la vez, tan admirados del mundo como acostumbrados al mundo?”. La cuestión era poder “considerar el mundo de tal suerte que podamos fundir la idea del asombro con la idea del bienestar”. Chesterton estaba incidiendo de modo directo en el corazón de la modernidad: en cómo tenía que ser la relación de los hombres con el mundo.

LA TRINIDAD DEL P. LARRAZKUETA

La homilía de hoy, corresponde a la festividad de la Santísima Trinidad. Las lecturas son: Éxodo 34,4b-6;8-9; II Cor. 13, 11-13; Jn. 3, 16-18, y ésto es lo que nos dice el P. Larrazkueta:

“Hablar hoy de la Trinidad parece una empresa fuera de juego, algo así como perder el tiempo; algo así como si uno pretendiera evadirse de los problemas actuales buscando una justificación en temas extraños y lejanos de la realidad.

Y sin embargo, la Trinidad es la manifestación fundamental de la fe cristiana. La Trinidad me dice que Dios es Amor, lo más profundo que el hombre puede decir de Dios. Amor que es comunicación, comunidad de personas: Dios Padre, Dios Hijo, Dios espíritu Santo…

A esa Trinidad hacemos nuestra confesión de fe cuando en el Credo decimos “Creo en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo”, y hoy queremos alegrarnos por celebrar la fiesta de Dios Padre, de Dios Hijo, de Dios Espíritu Santo: la fiesta de la Trinidad de Dios.

De esto nos hablan las lecturas de la liturgia de hoy cuando nos dicen: que Dios es fiel al amor (primera lectura), que nos llama a vivir en comunión con Él (segunda lectura), y a vivir un amor que se hace presente y patente en el mundo con la venida de Cristo a la tierra (tercera lectura)

La Trinidad no es una simple teoría: la venida de Cristo nos descubre la esencia de Dios, pues sólo en Cristo sabemos que tenemos un Padre, que vivimos todos del mismo Espíritu.

Pero Cristo nos revela algo más: Cristo nos dice que Dios es Amor, y que ese Amor se realiza en la comunicación mutua.

El hombre, imagen de Dios, puede llegar a comprender algo de esto cuando mira a su familia, a la comunidad social en la que vive, al mundo en el que está insertado.

Desde la parte práctica, la Trinidad me dice además que los hombres no somos sólo individuos aislados, y que solamente llegamos a realizarnos plenamente cuando -en el amor- rompemos con nuestro egoísmo personal, cuando –desde el amor- nos damos a los demás para formar una comunidad, un pueblo, una familia…

A la luz de la Trinidad de Dios deberíamos hacer un examen de conciencia para ver cómo vivimos hoy nuestra vocación colectiva, nuestra vocación social de sentirnos hermanos en la familia, en la Iglesia y en el mundo.

Un examen de conciencia que nos lleve a descubrir hasta dónde nos aferramos a nuestro egoísmo, a nuestros criterios personales, a nuestra forma de ser individual como obstáculo que nos impide llegar a vivir el verdadero cristianismo que nos dice que la vida no es sólo para mí: la vida tiene una función plural; la vida es también para ponerla al servicio de los demás hombres.

Estamos celebrando la Eucaristía, y la estamos celebrando de la única forma que se puede celebrar: de una forma comunitaria, formando una Asamblea junto al altar.

¿De verdad son así de auténticas nuestras Eucaristías?, ¿en la práctica son así, o vivimos cerrados a la fraternidad de los hombres que celebran el Día del Señor?

¿Damos parte, cuando menos una parte de nuestra actividad social a los demás hombres con los que vivimos en la familia, en el trabajo, en la diversión, en nuestras relaciones sociales?

¿Sabemos estar al lado de los que pasan alguna necesidad, de los que tienen problemas en la vida, de los ancianos abandonados, de los pobres sin trabajo y sin casa?

Cristiano es el hombre que cree en la Trinidad. Cristiana es la mujer que confiesa la Trinidad, y creer en la Trinidad es creer en la Comunidad de Dios.

Creer teóricamente en la Trinidad de Dios es muy fácil; confesar teóricamente la Comunidad es bastante sencillo.

Vivirla prácticamente ya es algo más difícil, porque supone acabar con el egoísmo: supone perder a veces la tranquilidad en un compromiso, supone sintonizar con los problemas de los demás hombres a los que quizá demasiado fácilmente llamamos hermanos.

Ojala sepamos sintonizar con los problemas de los demás hombres a los que quizá demasiado fácilmente llamamos “hermanos”.

Ojala sepamos no sólo decir sino vivir prácticamente la oración del Padre Nuestro, porque rezar el Padre Nuestro compromete a vivir prácticamente que los hombres tenemos un Padre que es Dios, somos hermanos en Cristo Jesús, y tenemos todos la vida del Espíritu.

Esto es vivir “en cristiano”, saber dejar el egoísmo del “yo” para saber abrirse en postura cristiana al “nosotros”.

Esto es lo que confesamos cuando decimos que creemos en la Trinidad.

Que Dios Uno y Trino os conceda una vivencia práctica de esa verdad: de ese modo podremos decir con toda verdad que “La Gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el Amor del Padre, y la Comunión del Espíritu Santo estén realmente con todos nosotros”.

Que así sea.

DIOS y LAS MATEMÁTICAS

 El pasado 17 de marzo, la “John Templeton Fundation” anunció en una rueda de prensa desde el Church Center de la O.N.U. el nombre del premiado 2008, el polaco Michael Heller (filósofo, matemático, astrofísico y sacerdote).

Ordenado sacerdote en 1959, el P. Michael Heller desempeña a la par de su ministerio pastoral, la labor como docente de filosofía en la Pontificia Academia de Teología de Cracovia desde 1985.

Ha sido profesor visitante en el Instituto de Astrofísica y Geofísica de la Universidad Católica de Lovaina, y ha impartido cursos en el Instituto de Astrofísica de la Universidad de Oxford, así como en el Departamento de Física y Astronomía de la Universidad de Leicester.

Desde 1986 colabora también con el Observatorio Vaticano en Castel Gandolfo donde conoció a los renombrados jesuítas George Coyne y William Stroeger, junto a los cuales ha publicado algunos ensayos.

El P. Heller, de 72 años (Tarnow, Polonia, 12 de Marzo de 1936) cuenta con una prolífica obra que incluye una treintena de libros, la mayoría en polaco y unos pocos en inglés.

Pero más que a la trayectoria o al conjunto general de su amplia obra, la Fundación ha querido centrar el reconocimiento en un punto más concreto del discurso intelectual del P. Heller.

Ese motivo lo ha resumido la misma Fundación en la interrogante "¿Necesita una causa el universo?". En buena medida, la concesión del premio estuvo motivada por los agudos enfoques y los conceptos originalmente desarrollados por el P. Heller sobre la causalidad y el origen del universo con su clara vinculación teísta.

Este hecho ha quedado remarcado en la declaración que el mismo P. Heller hizo recientemente y que resume parte de su pensamiento.  

"... Siempre quise hacer las cosas más importantes. ¿Y qué puede ser más importante que la ciencia y la religión?... La ciencia nos brinda el conocimiento, y la religión nos da el significado, y ambas son prerrequisitos de una existencia decente. Y la paradoja es que esos dos grandes valores parecen siempre estar en conflicto. A menudo  me preguntan ""¿Cómo puedo reconciliarlas""?...

Y cuando tal pregunta me es formulada por un científico o un filósofo, invariablemente me pregunto: ¿cómo es posible que personas bien educadas estén tan ciegas como para no ver que la ciencia no hace más que explorar la creación de Dios?..."

El P. Heller parece admitir el enfoque de la metafísica tomista clásica que exige, para la explicación del universo, una causa primera no creada y necesaria identificándola con Dios, ya que el mundo no puede atribuirse la necesidad. Siendo así, sólo Dios puede ser entendido como esa primera causa, fundamento del ser y único ser  necesario.

Esto se evidencia al repasar una reciente declaración a la prensa:

"Al contemplar el universo se impone una pregunta: ¿necesita el universo tener una causa?... Es claro que las explicaciones causales son una parte vital del método científico. Variados procesos en el universo pueden ser expuestos como una sucesión de estados, de tal manera que el estado precedente es causa del que le sucede.

Si observamos con más profundidad estos procesos, vemos que hay siempre una ley dinámica que perscribe cómo un estado debe producir el otro. Pero las leyes dinámicas se expresan en forma de ecuaciones matemáticas, y si preguntamos acerca de las causas del universo, deberíamos preguntar acerca de la causa de las leyes matemáticas.

Al hacerlo así, nos situamos en el gran plan maestro de Dios al pensar el universo. Al hacerlo, nos encontramos ante la pregunta de la causalidad definitiva: ¿Por qué existe algo en lugar de no existir nada?

Al hacer esta pregunta, nosotros no estamos preguntando por una causa como todas las otras causas. Nosotros estamos preguntando por la raíz de todas las posibles causas. La ciencia no es sino el esfuerzo colectivo de la mente humana para leer la mente de Dios desde las preguntas de las cuales nosotros y el mundoo parecemos estar hechos"

Interesantes reflexiones, ¿no creéis?...

Como siempre os digo, tal vez vosotros tengáis algo que opinar.

VIGILIA DE PENTECOSTÉS

Transcribimos hoy la interesante homilía que nos remite un amigo, el P. Larrazkueta, S.J. correspondiente a la Vigilia de Pentecostés. Las lecturas son las del ciclo A: Ezequiel 37, 1-14; Romanos 8, 22-27 y Juan 7, 37-39, y el contenido de la homilía es el siguiente:

““Siempre que la Iglesia, antes de una fiesta, pone una vigilia en su liturgia, es señal inequívoca de que esa fiesta es importante, y esto es lo que sucede con la fiesta de Pentecostés.

La fiesta de Pentecostés que celebramos mañana, tiene tanta importancia litúrgica que la Iglesia la hace preceder de una misa de vigilia propia y especial.

Pentecostés es el punto final de la Pascua: es la culminación del Misterio Pascual.

Hace unos días celebramos la fiesta de la Ascensión, una fiesta perfectamente consecuente con la Encarnación, donde se nos decía que Jesús es verdadero hombre. Como verdadero hombre, su presencia física entre nosotros no podía prolongarse en forma indefinida, y por eso físicamente nos dejó el día de la Ascensión.

Pero la Encarnación también nos dice que Jesús es verdadero Dios, y como verdadero Dios nos había prometido “no os dejaré huérfanos”, “yo estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos”, y así tenía que ser porque Jesús de Nazaret –verdadero Dios- es el Cristo válido para todos los hombres de todos los tiempos.

Y en su ausencia, encarga a los discípulos una misión: la de ser sus continuadores, la de ser su presencia física en el mundo para todos los hombres, la de llenar el hueco que Él deja el día de la Ascensión.

“Id y predicad el Evangelio a toda criatura”

Y para que puedan cumplir con este mandato les envía su Espíritu: el Espíritu que será su “presencia”, el Espíritu que hará con los Apóstoles el papel que hizo Jesús: el mismo que Él hacía cuando estaba físicamente entre ellos.

Esta es la fiesta que hoy celebramos, el envío del Espíritu de Jesús, el nacimiento de la Iglesia: Iglesia como presencia de Jesús en el mundo, e Iglesia vivificada por la presencia del Espíritu.

Espíritu que es el único capaz de llenar la ausencia del Jesús físico. Espíritu que es el alma, la vida de la Iglesia en el mundo y la presencia de Jesús de Nazaret cuando Jesús ya no está entre nosotros.

¿Cómo es, cómo actúa el Espíritu en el mundo, en la Iglesia?

La primera lectura nos narra una de las páginas, a mi gusto, más bellas de todo el Antiguo Testamento.

Se trata de una imagen plenamente poética: Dios toma al Profeta y lo saca a un descampado para que, con perspectiva, contemple la situación del Pueblo de Israel –un pueblo deshecho espiritual y materialmente, roto y sin ilusión para seguir viviendo y cuyos miembros son esos huesos secos y sin vida desparramados por el campo-. Un pueblo sin vida y sin ilusión, sin ganas de seguir viendo…

Algo parecido a lo que hoy puede ser nuestra situación en el mundo en que estamos, en la sociedad en la que nos ha tocado vivir. Un mundo de injusticias y guerras, de odios y violencias donde los hombres no tenemos de humanos más que el nombre y donde los hombres rivalizamos en poder demostrar quién es más cruel.

Y sobre ese mundo, sobre esa sociedad –como sobre el Pueblo de Israel- Dios derrama su Espíritu que nos vivifica, que nos recrea, y que nos da ilusión y esperanza para encontrar sentido a la vida y para que nos volvamos a poner otra vez en marcha.

Un Espíritu que nos abre a la Esperanza (segunda lectura), que viene en nuestra ayuda, que apoya nuestra debilidad, que alienta nuestro cansancio…

Este es el Espíritu que hoy derrama Jesús sobre nosotros: el Agua Viva (tercera lectura) que sacia nuestra sed de justicia y fraternidad, nuestra ansia de paz y de concordia.

El Espíritu que preside nuestras reuniones en el altar, que nos da valor para luchar, consuelo en las penas, perdón a nuestros pecados, alimento con la Palabra del Evangelio, fuerza en la Eucaristía…

El Espíritu que es el Padre de los pobres, de los que sufren y de los olvidados, de los que lloran y los hambrientos…

El Espíritu que alimenta nuestra esperanza en el más allá.

A ese Espíritu vamos a presentar nuestras peticiones:

Por la Iglesia, para que sea dócil a lo que Él quiera de ella. Para que sea valiente para extender su mensaje de salvación a los hombres.

Por nosotros, para que derrame sus dones de paz, amor, concordia, reconciliación, alegría… tan necesarios en estos tiempos de odio, tristeza, guerra, violencia…

A este Señor le decimos:

“Derrama los dones de tu Espíritu sobre todos los confines de la tierra, y no dejes de realizar hoy en el corazón de tus fieles, aquellas maravillas que obraste en los comienzos de la predicación evangélica”

Que así sea””

Sirva la transcripción de esta homilía (de alto contenido teológico a mi modo de ver) para darle la bienvenida al P. Larrazkueta entre nosotros. Quiera Dios que en un futuro próximo podamos seguir contando con su colaboración.

DISCURSO DE BENEDICTO XVI ANTE LA SEDE DE LAS NACIONES UNIDAS

Como os prometí, reproduzco a continuación el discurso de Benedicto XVI ante la Asamblea General de las Naciones Unidas distribuido por la Santa Sede y que dice así:

 

"NUEVA YORK, viernes, 18 abril 2008

 

Señor Presidente

Señoras y Señores

 

Al comenzar mi intervención en esta Asamblea, deseo ante todo expresarle a usted, Señor Presidente, mi sincera gratitud por sus amables palabras. Quiero agradecer también al Secretario General, el Señor Ban Ki-moon, por su invitación a visitar la Sede central de la Organización y por su cordial bienvenida. Saludo a los Embajadores y a los Diplomáticos de los Estados Miembros, así como a todos los presentes: a través de ustedes, saludo a los pueblos que representan aquí. Ellos esperan de esta Institución que lleve adelante la inspiración que condujo a su fundación, la de ser un «centro que armonice los esfuerzos de las Naciones por alcanzar los fines comunes», de la paz y el desarrollo (cf. Carta de las Naciones Unidas, art. 1.2-1.4).

 

Como dijo el Papa Juan Pablo II en 1995, la Organización debería ser "centro moral, en el que todas las naciones del mundo se sientan como en su casa, desarrollando la conciencia común de ser, por así decir, una ‘familia de naciones’" (Discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, Nueva York, 5 de octubre de 1995, 14).

 

A través de las Naciones Unidas, los Estados han establecido objetivos universales que, aunque no coincidan con el bien común total de la familia humana, representan sin duda una parte fundamental de este mismo bien. Los principios fundacionales de la Organización -el deseo de la paz, la búsqueda de la justicia, el respeto de la dignidad de la persona, la cooperación y la asistencia humanitaria- expresan las justas aspiraciones del espíritu humano y constituyen los ideales que deberían estar subyacentes en las relaciones internacionales. Como mis predecesores Pablo VI y Juan Pablo II han hecho notar desde esta misma tribuna, se trata de cuestiones que la Iglesia Católica y la Santa Sede siguen con atención e interés, pues ven en vuestra actividad un ejemplo de cómo los problemas y conflictos relativos a la comunidad mundial pueden estar sujetos a una reglamentación común. Las Naciones Unidas encarnan la aspiración a "un grado superior de ordenamiento internacional" Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis, 43), inspirado y gobernado por el principio de subsidiaridad y, por tanto, capaz de responder a las demandas de la familia humana mediante reglas internacionales vinculantes y estructuras capaces de armonizar el desarrollo cotidiano de la vida de los pueblos. Esto es más necesario aún en un tiempo en el que experimentamos la manifiesta paradoja de un consenso multilateral que sigue padeciendo una crisis a causa de su subordinación a las decisiones de unos pocos, mientras que los problemas del mundo exigen intervenciones conjuntas por parte de la comunidad internacional.

 

Ciertamente, cuestiones de seguridad, los objetivos del desarrollo, la reducción de las desigualdades locales y globales, la protección del entorno, de los recursos y del clima, requieren que todos los responsables internacionales actúen conjuntamente y demuestren una disponibilidad para actuar de buena fe, respetando la ley y promoviendo la solidaridad con las regiones más débiles del planeta. Pienso particularmente en aquellos Países de África y de otras partes del mundo que permanecen al margen de un auténtico desarrollo integral, y corren por tanto el riesgo de experimentar sólo los efectos negativos de la globalización. En el contexto de las relaciones internacionales, es necesario reconocer el papel superior que desempeñan las reglas y las estructuras intrínsecamente ordenadas a promover el bien común y, por tanto, a defender la libertad humana. Dichas reglas no limitan la libertad. Por el contrario, la promueven cuando prohíben comportamientos y actos que van contra el bien común, obstaculizan su realización efectiva y, por tanto, comprometen la dignidad de toda persona humana. En nombre de la libertad debe haber una correlación entre derechos y deberes, por la cual cada persona está llamada a asumir la responsabilidad de sus opciones, tomadas al entrar en relación con los otros. Aquí, nuestro pensamiento se dirige al modo en que a veces se han aplicado los resultados de los descubrimientos de la investigación científica y tecnológica. No obstante los enormes beneficios que la humanidad puede recabar de ellos, algunos aspectos de dicha aplicación representan una clara violación del orden de la creación, hasta el punto en que no solamente se contradice el carácter sagrado de la vida, sino que la persona humana misma y la familia se ven despojadas de su identidad natural. Del mismo modo, la acción internacional dirigida a preservar el entorno y a proteger las diversas formas de vida sobre la tierra no ha de garantizar solamente un empleo racional de la tecnología y de la ciencia, sino que debe redescubrir también la auténtica imagen de la creación. Esto nunca requiere optar entre ciencia y ética: se trata más bien de adoptar un método científico que respete realmente los imperativos éticos.

 

El reconocimiento de la unidad de la familia humana y la atención a la dignidad innata de cada hombre y mujer adquiere hoy un nuevo énfasis con el principio de la responsabilidad de proteger. Este principio ha sido definido sólo recientemente, pero ya estaba implícitamente presente en los orígenes de las Naciones Unidas y ahora se ha convertido cada vez más en una característica de la actividad de la Organización. Todo Estado tiene el deber primario de proteger a la propia población de violaciones graves y continuas de los derechos humanos, como también de las consecuencias de las crisis humanitarias, ya sean provocadas por la naturaleza o por el hombre.

 

Si los Estados no son capaces de garantizar esta protección, la comunidad internacional ha de intervenir con los medios jurídicos previstos por la Carta de las Naciones Unidas y por otros instrumentos internacionales. La acción de la comunidad internacional y de sus instituciones, dando por sentado el respeto de los principios que están a la base del orden internacional, no tiene por qué ser interpretada nunca como una imposición injustificada y una limitación de soberanía. Al contrario, es la indiferencia o la falta de intervención lo que causa un daño real. Lo que se necesita es una búsqueda más profunda de los medios para prevenir y controlar los conflictos, explorando cualquier vía diplomática posible y prestando atención y estímulo también a las más tenues señales de diálogo o deseo de reconciliación.

 

El principio de la "responsabilidad de proteger" fue considerado por el antiguo ius gentium como el fundamento de toda actuación de los gobernadores hacia los gobernados: en tiempos en que se estaba desarrollando el concepto de Estados nacionales soberanos, el fraile dominico Francisco de Vitoria, calificado con razón como precursor de la idea de las Naciones Unidas, describió dicha responsabilidad como un aspecto de la razón natural compartida por todas las Naciones, y como el resultado de un orden internacional cuya tarea era regular las relaciones entre los pueblos. Hoy como entonces, este principio ha de hacer referencia a la idea de la persona como imagen del Creador, al deseo de una absoluta y esencial libertad. Como sabemos, la fundación de las Naciones Unidas coincidió con la profunda conmoción experimentada por la humanidad cuando se abandonó la referencia al sentido de la trascendencia y de la razón natural y, en consecuencia, se violaron gravemente la libertad y la dignidad del hombre. Cuando eso ocurre, los fundamentos objetivos de los valores que inspiran y gobiernan el orden internacional se ven amenazados, y minados en su base los principios inderogables e inviolables formulados y consolidados por las Naciones Unidas. Cuando se está ante nuevos e insistentes desafíos, es un error retroceder hacia un planteamiento pragmático, limitado a determinar "un terreno común", minimalista en los contenidos y débil en su efectividad.

 

La referencia a la dignidad humana, que es el fundamento y el objetivo de la responsabilidad de proteger, nos lleva al tema sobre el cual hemos sido invitados a centrarnos este año, en el que se cumple el 60° aniversario de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. El documento fue el resultado de una convergencia de tradiciones religiosas y culturales, todas ellas motivadas por el deseo común de poner a la persona humana en el corazón de las instituciones, leyes y actuaciones de la sociedad, y de considerar a la persona humana esencial para el mundo de la cultura, de la religión y de la ciencia. Los derechos humanos son presentados cada vez más como el lenguaje común y el sustrato ético de las relaciones internacionales. Al mismo tiempo, la universalidad, la indivisibilidad y la interdependencia de los derechos humanos sirven como garantía para la salvaguardia de la dignidad humana. Sin embargo, es evidente que los derechos reconocidos y enunciados en la Declaración se aplican a cada uno en virtud del origen común de la persona, la cual sigue siendo el punto más alto del designio creador de Dios para el mundo y la historia. Estos derechos se basan en la ley natural inscrita en el corazón del hombre y presente en las diferentes culturas y civilizaciones. Arrancar los derechos humanos de este contexto significaría restringir su ámbito y ceder a una concepción relativista, según la cual el sentido y la interpretación de los derechos podrían variar, negando su universalidad en nombre de los diferentes contextos culturales, políticos, sociales e incluso religiosos.

 

Así pues, no se debe permitir que esta vasta variedad de puntos de vista oscurezca no sólo el hecho de que los derechos son universales, sino que también lo es la persona humana, sujeto de estos derechos.

 

La vida de la comunidad, tanto en el ámbito interior como en el internacional, muestra claramente cómo el respeto de los derechos y las garantías que se derivan de ellos son las medidas del bien común que sirven para valorar la relación entre justicia e injusticia, desarrollo y pobreza, seguridad y conflicto. La promoción de los derechos humanos sigue siendo la estrategia más eficaz para extirpar las desigualdades entre Países y grupos sociales, así como para aumentar la seguridad. Es cierto que las víctimas de la opresión y la desesperación, cuya dignidad humana se ve impunemente violada, pueden ceder fácilmente al impulso de la violencia y convertirse ellas mismas en transgresoras de la paz. Sin embargo, el bien común que los derechos humanos permiten conseguir no puede lograrse simplemente con la aplicación de procedimientos correctos ni tampoco a través de un simple equilibrio entre derechos contrapuestos. La Declaración Universal tiene el mérito de haber permitido confluir en un núcleo fundamental de valores y, por lo tanto, de derechos, a diferentes culturas, expresiones jurídicas y modelos institucionales. No obstante, hoy es preciso redoblar los esfuerzos ante las presiones para reinterpretar los fundamentos de la Declaración y comprometer con ello su íntima unidad, facilitando así su alejamiento de la protección de la dignidad humana para satisfacer meros intereses, con frecuencia particulares. La Declaración fue adoptada como un "ideal común" (preámbulo) y no puede ser aplicada por partes separadas, según tendencias u opciones selectivas que corren simplemente el riesgo de contradecir la unidad de la persona humana y por tanto la indivisibilidad de los derechos humanos.

 

La experiencia nos enseña que a menudo la legalidad prevalece sobre la justicia cuando la insistencia sobre los derechos humanos los hace aparecer como resultado exclusivo de medidas legislativas o decisiones normativas tomadas por las diversas agencias de los que están en el poder. Cuando se presentan simplemente en términos de legalidad, los derechos corren el riesgo de convertirse en proposiciones frágiles, separadas de la dimensión ética y racional, que es su fundamento y su fin. Por el contrario, la Declaración Universal ha reforzado la convicción de que el respeto de los derechos humanos está enraizado principalmente en la justicia que no cambia, sobre la cual se basa también la fuerza vinculante de las proclamaciones internacionales. Este aspecto se ve frecuentemente desatendido cuando se intenta privar a los derechos de su verdadera función en nombre de una mísera perspectiva utilitarista. Puesto que los derechos y los consiguientes deberes provienen naturalmente de la interacción humana, es fácil olvidar que son el fruto de un sentido común de la justicia, basado principalmente sobre la solidaridad entre los miembros de la sociedad y, por tanto, válidos para todos los tiempos y todos los pueblos. Esta intuición fue expresada ya muy pronto, en el siglo V, por Agustín de Hipona, uno de los maestros de nuestra herencia intelectual. Decía que la máxima no hagas a otros lo que no quieres que te hagan a ti "en modo alguno puede variar, por mucha que sea la diversidad de las naciones" (De doctrina christiana, III, 14). Por tanto, los derechos humanos han de ser respetados como expresión de justicia, y no simplemente porque pueden hacerse respetar mediante la voluntad de los legisladores.

 

Señoras y Señores, con el transcurrir de la historia surgen situaciones nuevas y se intenta conectarlas a nuevos derechos. El discernimiento, es decir, la capacidad de distinguir el bien del mal, se hace más esencial en el contexto de exigencias que conciernen a la vida misma y al comportamiento de las personas, de las comunidades y de los pueblos. Al afrontar el tema de los derechos, puesto que en él están implicadas situaciones importantes y realidades profundas, el discernimiento es al mismo tiempo una virtud indispensable y fructuosa.

 

Así, el discernimiento muestra cómo el confiar de manera exclusiva a cada Estado, con sus leyes e instituciones, la responsabilidad última de conjugar las aspiraciones de personas, comunidades y pueblos enteros puede tener a veces consecuencias que excluyen la posibilidad de un orden social respetuoso de la dignidad y los derechos de la persona. Por otra parte, una visión de la vida enraizada firmemente en la dimensión religiosa puede ayudar a conseguir dichos fines, puesto que el reconocimiento del valor trascendente de todo hombre y toda mujer favorece la conversión del corazón, que lleva al compromiso de resistir a la violencia, al terrorismo y a la guerra, y de promover la justicia y la paz. Además, esto proporciona el contexto apropiado para ese diálogo interreligioso que las Naciones Unidas están llamadas a apoyar, del mismo modo que apoyan el diálogo en otros campos de la actividad humana. El diálogo debería ser reconocido como el medio a través del cual los diversos sectores de la sociedad pueden articular su propio punto de vista y construir el consenso sobre la verdad en relación a los valores u objetivos particulares. Pertenece a la naturaleza de las religiones, libremente practicadas, el que puedan entablar autónomamente un diálogo de pensamiento y de vida. Si también a este nivel la esfera religiosa se mantiene separada de la acción política, se producirán grandes beneficios para las personas y las comunidades. Por otra parte, las Naciones Unidas pueden contar con los resultados del diálogo entre las religiones y beneficiarse de la disponibilidad de los creyentes para poner sus propias experiencias al servicio del bien común. Su cometido es proponer una visión de la fe, no en términos de intolerancia, discriminación y conflicto, sino de total respeto de la verdad, la coexistencia, los derechos y la reconciliación.

 

Obviamente, los derechos humanos deben incluir el derecho a la libertad religiosa, entendido como expresión de una dimensión que es al mismo tiempo individual y comunitaria, una visión que manifiesta la unidad de la persona, aun distinguiendo claramente entre la dimensión de ciudadano y la de creyente. La actividad de las Naciones Unidas en los años recientes ha asegurado que el debate público ofrezca espacio a puntos de vista inspirados en una visión religiosa en todas sus dimensiones, incluyendo la de rito, culto, educación, difusión de informaciones, así como la libertad de profesar o elegir una religión. Es inconcebible, por tanto, que los creyentes tengan que suprimir una parte de sí mismos -su fe- para ser ciudadanos activos. Nunca debería ser necesario renegar de Dios para poder gozar de los propios derechos. Los derechos asociados con la religión necesitan protección sobre todo si se los considera en conflicto con la ideología secular predominante o con posiciones de una mayoría religiosa de naturaleza exclusiva. No se puede limitar la plena garantía de la libertad religiosa al libre ejercicio del culto, sino que se ha de tener en la debida consideración la dimensión pública de la religión y, por tanto, la posibilidad de que los creyentes contribuyan la construcción del orden social. A decir verdad, ya lo están haciendo, por ejemplo, a través de su implicación influyente y generosa en una amplia red de iniciativas, que van desde las universidades a las instituciones científicas, escuelas, centros de atención médica y a organizaciones caritativas al servicio de los más pobres y marginados. El rechazo a reconocer la contribución a la sociedad que está enraizada en la dimensión religiosa y en la búsqueda del Absoluto -expresión por su propia naturaleza de la comunión entre personas- privilegiaría efectivamente un planteamiento individualista y fragmentaría la unidad de la persona.

 

Mi presencia en esta Asamblea es una muestra de estima por las Naciones Unidas y es considerada como expresión de la esperanza en que la Organización sirva cada vez más como signo de unidad entre los Estados y como instrumento al servicio de toda la familia humana. Manifiesta también la voluntad de la Iglesia Católica de ofrecer su propia aportación a la construcción de relaciones internacionales en un modo en que se permita a cada persona y a cada pueblo percibir que son un elemento capaz de marcar la diferencia. Además, la Iglesia trabaja para obtener dichos objetivos a través de la actividad internacional de la Santa Sede, de manera coherente con la propia contribución en la esfera ética y moral y con la libre actividad de los propios fieles. Ciertamente, la Santa Sede ha tenido siempre un puesto en las asambleas de las Naciones, manifestando así el propio carácter específico en cuanto sujeto en el ámbito internacional. Como han confirmado recientemente las Naciones Unidas, la Santa Sede ofrece así su propia contribución según las disposiciones de la ley internacional, ayuda a definirla y a ella se remite.

 

Las Naciones Unidas siguen siendo un lugar privilegiado en el que la Iglesia está comprometida a llevar su propia experiencia "en humanidad", desarrollada a lo largo de los siglos entre pueblos de toda raza y cultura, y a ponerla a disposición de todos los miembros de la comunidad internacional. Esta experiencia y actividad, orientadas a obtener la libertad para todo creyente, intentan aumentar también la protección que se ofrece a los derechos de la persona. Dichos derechos están basados y plasmados en la naturaleza trascendente de la persona, que permite a hombres y mujeres recorrer su camino de fe y su búsqueda de Dios en este mundo. El reconocimiento de esta dimensión debe ser reforzado si queremos fomentar la esperanza de la humanidad en un mundo mejor, y crear condiciones propicias para la paz, el desarrollo, la cooperación y la garantía de los derechos de las generaciones futuras.

 

En mi reciente Encíclica Spe salvi, he subrayado "que la búsqueda, siempre nueva y fatigosa, de rectos ordenamientos para las realidades humanas es una tarea de cada generación" (n. 25). Para los cristianos, esta tarea está motivada por la esperanza que proviene de la obra salvadora de Jesucristo. Precisamente por eso la Iglesia se alegra de estar asociada con la actividad de esta ilustre Organización, a la cual está confiada la responsabilidad de promover la paz y la buena voluntad en todo el mundo. Queridos amigos, os doy las gracias por la oportunidad de dirigirme hoy a vosotros y prometo la ayuda de mis oraciones para el desarrollo de vuestra noble tarea.

 

Antes de despedirme de esta asamblea, deseo saludar a todas las naciones aquí representadas en las lenguas oficiales.

 

[En inglés, en francés, en español, en árabe, en chino y en ruso:]

 

Paz y prosperidad con la ayuda de Dios!

 

Gracias."