Blogia
::: Dorotatxu :::

Artículos de opinión

LA GRAMÁTICA Y EL VERBO AMAR

Cuando utilizamos comparativos, adverbios, adjetivos, etc. -es decir, cuando estructuramos nuestro lenguaje de ese modo- parece que todo dependiera de nuestra apreciación. Pero realmente esto no es así cuando relacionamos nuestros sintagmas con el significado del verbo amar.

 

No amamos mucho, poco o tanto, sino que sencillamente amamos porque el amor es algo constitutivo y que no cabe constreñirse a un juego de palabras. De hecho, es cuando no damos valor a las palabras –cuando las mismas no nos condicionan- cuando verdaderamente hacemos nuestro con acierto el significado del verbo amar.

 

Esto es así porque el Amor no sólo es in-temporal e in-extenso, sino que subyace y prevalece a nuestro modo de ser, de modo que -si algo somos- lo somos “amando” y “amando en relación”.

 

Es por eso que para referirnos al acto de amar –o a nuestro “amar en acto”- la expresión más adecuada que se me antoja quizá sea la que utilizamos cuando decimos que “nosotr@s” –como integrantes de un todo unificador- “estamos amando” en cada momento de nuestra actualidad  -es decir, cuando utilizamos el plural mayestático enla primera persona del plural del presente continuo del verbo amar-.

 

No nos servirían los presentes de indicativo o de subjuntivo, los pretéritos perfectos o imperfectos, los tiempos futuros o condicionales, puesto que no estamos hablando de algo habitual, de algo pretérito, de algo futuro o de algo condicionado, sino de algo que -aún siendo todo eso también- sin ser actuado en todos nosotr@s y en cada momento, nosotr@s nunca seríamos.

 

Así pues, hablamos de algo que se nos participa y de lo que participamos participándolo, siendo que por esta participación y por el hecho de participarlo, aquel que actúa se hace actor y en tanto que actúa autor, al tiempo que cobra realidad por nuestra mediación todo lo que a través nuestro está llamado también a tener una existencia real.

 

La  cuestión es que todos tenemos el mismo modo de amar según cada una de las naturalezas, y sin embargo, no todos ponemos nuestro amor en acto con la misma pretensión.

 

La diferencia estriba en nuestra elección.

 

No es que sea necesario elegir para amar, puesto que también cuando elegimos estamos amando, sino que la cuestión es que podemos elegir desconocer o no asumir esta realidad.

 

Eso es lo que sucede cuando juzgamos el Amor o la medida del Amor en función de nuestra elección o según nuestra propia medida, lo cual nos lleva a convicciones ciertamente restrictivas de la realidad.

 

Porque el Amor es y existe, genera y motiva, opera y se expande con un dinamismo que le es propio y que, sin ser nuestro, por operar a nuestro través forma también parte de nuestra realidad.

 

Todo esto es lo que decimos cuando utilizamos el plural mayestático en la primera persona del plural del presente continuo del verbo amar, ¿qué os ha parecido?...

 

LA ESCUELA DE FOTOGRAFÍA DE ROMA

Mi viaje a Roma fue un regalo. Me lo hicieron mis hijos el día de la madre y me ha dado ocasión ciertamente de disfrutar y de descansar.  Nada os diré de la ciudad eterna, aunque todo lo que de Roma se percibe se puede referir: historia, arte, vestigios ancestrales, boato, manifestación de la sacralidad... Es ciertamente un regalo para los sentidos.

 

Pero, puestos a comparar, me pregunto qué pensaría un/a roman@ ante mi imagen favorita del Crucificado: El Cristo, la cruz, y una cristalera de alabastro de fondo como único adorno.

 

Ha sido esa imagen precisamente lo que yo me he preocupado por mantener en mi cabeza como punto de referencia de cuanto veía, porque sabía que en todo cuanto veía había un antes y un después aunque en todo aquello también latíera un similar actuar en pos de la vida, de la belleza, de la realización…

 

Un antes y un después de mi Cristo atestiguado por siglos de realización del espíritu humano en su coyuntural contextualización.

 

Mi imagen –de la que yo os hablo- la encontraríamos en la abadía cisterciense de Cañas -en La Rioja- y, para mirarla, es necesaria la elevación.

 

Para S. Bernardo de Claraval –fundador de la orden de l@s cistercienses- la luz era signo de la presencia de Dios en la historia, y os diré que yo comparto tal apreciación. La luz frente a la oscuridad. La luz que nos pone de manifiesto la oscuridad.

 

Así pues, con un objetivo –el de no desviar mi mirada del Cristo de la Luz- y equipada con mi trípode, mi diafragma y mi gran angular, es como procuré captar yo cuanto veía con la pretensión de no dejar velar la película de mi cámara con el resplandor que provenía de mi propio flash.

 

Las fotos que yo hice, me temo que no tienen materialidad. Me dediqué a captar el espíritu de las gentes a lo largo de los siglos, de esa gran ciudad.

 

Quise sentirme una romana más y tratar de coexistir con ellos a través de los distintos avatares y de las distintas concepciones de las que habla su materialidad: república, imperio, monarquía, politeísmo, monoteísmo, guerras, supervivencia...  

 

Ahí estaba y está nuestra luz, pero tal vez a ell@s -como a nosotr@s- pese a vislumbrarla les fuera difícil reconocerla. En nuestra Roma, en nuestro día a día, también hay politeísmos. También tendemos a sintetizar y a componer a nuestra manera la Luz. Hay guerras, supervivencia…

 

Pero lo que Roma nos dice es que esa luz existe, porque de ello dieron testimonio “iluminados” como Pedro y Pablo y algunos más. Todos ellos fueron auténticos fotógrafos de la Verdad. Fotógrafos admirables que descubrieron una nueva técnica.

 

En realidad no eran diferentes de ti y de mí. A lo largo de su vida realizaron múltiples instantáneas a través de las cuales podemos observar los claros-oscuros de su fe.

 

Pero un día llegó en el que descubrieron que otro tipo de ensayo producía unos mejores efectos. Aunque las vieran, ya no fotografiarían sus obras y sus circunstancias sin dejar que fueran traspasadas por una luz que, aunque no proviniera de ellos, sí estaba en su interior.

 

Allí estaba su laboratorio, y desde allí nos enseñaron a revelar.

 

Con ello “crearon escuela”, una escuela que fue expandiéndose desde Roma hasta los últimos confines del orbe en la actualidad.

 

Con su experiencia nosotr@s aprendimos, y también con sus ensayos aprendimos a ensayar.

 

Sin embargo el mayor de sus hallazgos, lo que quizá sea su  mayor aportación a la Escuela de Fotografía de la Verdad, sea el hacernos comprender que “el laboratorio de objetivación de la Verdad”, es decir, el taller de revelado de la misma, está en nuestro interior -como diría S. Juan de la Cruz-.

 

No es en lo que vemos con nuestros ojos en lo que encontraremos la Verdad, sino que lo haremos únicamente dejándonos impregnar con su Luz en la película personal de nuestra comprensión.

 

Esta es, por tanto, la fotografía sobre la verdad de Roma que en este viaje he efectuado para vosotros.

 

Con infinito cariño…

POR QUÉ NOSOTROS NO

A un año vista, bueno es que hagamos una reflexión en conjunto para poner de manifiesto que nuestro blog no pretende ser un blog sensacionalista, sino un vínculo de unión y un espacio de comunicación en el que un@s y otr@s nos sintamos cómod@s compartiendo y profundizando en una común apetencia cual es el conocimiento de Dios.

 

Las cosas así, y aunque en ocasiones podamos plantearnos o incluso criticar alguna intervención de representantes significativos de la Iglesia –por no decir de nosotros mismos- lo haremos desde la plena consciencia de nuestra pertenencia a la misma.

 

Somos cristianos “por la Gracia de Dios”.

 

Es el Espíritu de Dios que habita en nosotros precisamente el que nos constituye como Iglesia, tanto al Vicario de Cristo como al más reciente de los bautizados.

 

Vamos a decir por tanto, que todos “tenemos derecho” a ser Iglesia y que “tenemos deber” de modo concomitante, de ejercer como Ella.

 

Pero sabemos también que la Iglesia tiene una realidad temporal y que como tal precisa ser gobernada, una misión que se les encomienda -en principio y de entre todos sus miembros- a las personas más capacitadas.

 

Algunas de sus decisiones pueden ser conflictivas. Otras, incluso penosas. Pero aunque en realidad no tengamos ninguna garantía de acierto en la toma de decisiones, sabemos que incluso con ellas, incluso gracias a ellas, incluso a pesar de ellas o incluso después de que las mismas puedan ser superadas, la Iglesia sigue avanzando a través de los siglos pues es el Espíritu de Dios quien la anima y vivifica, y quien genera en los cristianos -ante determinados problemas- renovadas propuestas de solución.

 

Algunas de las soluciones están ensayadas, y otras no.

 

En el primero de los casos podríamos situar el planteamiento que nos hacía Martika el otro día, y en el segundo el que nos hacía Joaquim.

 

Ambos tenían que ver con decisiones tomadas en torno a la administración del Sacramento de la Eucaristía: en el primer caso, relacionándolo con la necesidad o no de uniformizar el atuendo de l@s comulgantes, y en el segundo, con el hecho de habérsele suministrado la Comunión a una persona significativa de una concepción política determinada manifiestamente proclive al aborto.

 

La manera correcta de interpretar ambas situaciones nos la planteaba Gorka97 en el mismo artículo. “Los Sacramentos son para las personas” –nos decía- “y no las personas para los Sacramentos”.

 

Lo que realmente importa para la recepción de un Sacramento, es el conocimiento adecuado de lo que representa y la disposición interior. Poco importan los atuendos o las componendas. No seremos nosotros por tanto quienes juzguemos al Sr. Giuliani por haberse acercado a recibir la Eucaristía, ni tampoco al Sacerdote que se la haya suministrado si únicamente estaba considerando su disposición interior.

 

Podemos juzgar sin embargo el hecho como escandaloso, pero por otros motivos. Parece ser que no se respetó un acuerdo anterior que podía haber  evitado el escándalo, pero no es de eso de lo que quería hablaros yo.

 

La cuestión es que –según dicen quienes la responsabilidad ostentan- “con el cargo” viene “la carga”.  

 

Pero aparte de lo que de carga la responsabilidad supone, tal vez esa carga se vea gravada en ocasiones por nuestra ligereza, que es precisamente lo que mediante este artículo pretendíamos denunciar.

 

Hablaríamos de juicios de valor formulados sin la suficiente mesura, y que propalaran de un modo indiscreto una determinada situación.

 

Pero si decimos “de un modo indiscreto”, no es porque creamos que las cosas no deban saberse, sino porque creemos que las cosas de la Iglesia realmente han de saberse tal y como son,

  • han de ser transmitidas con las dosis de sensatez y de tacto suficientes,
  • con un espíritu constructivo,
  • y siempre con la debida delicadeza a la vista de su condición.

 En resumidas cuentas: hemos de hablar de la Iglesia desde el amor.

Como si de nuestra propia familia se tratara.

Reconociendo sus defectos, pero confiando y favoreciendo siempre su renovada re-conversión.

 

Esto es, al menos, lo que con nuestro blog pretendemos, y eso es también lo que, a mi modo de ver vamos consiguiendo, gracias a vuestra colaboración y con la sustentación de nuestras razones…  

TODOS TENEMOS UN COMIENZO

En palabras de S. Juan, os diré que en nuestra vida aún no se ha manifestado lo que seremos, puesto que –esto lo añado yo- la vida no se nos da por lo que somos, sino para que seamos, y para que seamos –concretamente- viviendo y vividos por Dios.

Porque la Vida vive en nosotros, nosotros vivimos y estamos vivos.

Somos seres abiertos además a la transcendencia, lo cual presupone –si no lo impedimos- la posibilidad de que Dios habite en nuestra alma, y la posibilidad de actuar nuestras capacidades, siendo por ende actuados por Dios.

Pero aunque es éste el motivo fundamental de nuestra argumentación, no es de esto de lo que vamos a hablar hoy, sino de la interrupción voluntaria mediada nuestra intervención, de la acción de la Vida sobre un ser llamado a ser, lo cual no es otra cosa que la práctica de un aborto.

La cuestión no es cuándo nosotros decidimos que un embrión o un feto es un ser humano, ni si lo es o no lo es porque nosotros lo convengamos: la cuestión es que desde el momento de la concepción esa criatura es ya un ser vivo, con todas sus potencialidades y debidamente actuado por una Vida que le transciende, que sobre él inhiere, y que es y procede únicamente de Dios.

Hay un libro muy interesante de la Dra. Natalia López Moratalla, Licenciada en Ciencias Químicas por la Universidad de Granada, Doctora en Ciencias Biológicas por la Universidad de Navarra, y Catedrática de Bioquímica desde 1981 en esta Facultad. Se llama “Los quince primeros días de una vida humana” y constituye un relato de lo que se sabe científicamente sobre la historia de los primeros momentos de la vida de un embrión humano en marcha y en diálogo molecular con la madre. Nos descubre cómo el cigoto se convierte en embrión: un conjunto perfectamente ordenado de células que crecen, se diferencian y transmiten unas a otras informaciones precisas.

Yo entresacaré algunos párrafos de este texto, para intentar expresar hasta qué punto nuestra vida es un proceso que tuvo un origen, en el transcurso del cual nos realizamos y perpetuamos nuestra especie, y que tendrá también una transformación final.

Dice la Dra. López Moratalla lo siguiente:

“Desde los más antiguos tiempos los hombres se han planteado cuestiones nucleares acerca de los seres vivos: ¿cómo surgen?, ¿por qué hasta el más insignificante viviente es capaz de engendrar otro igual a él, mientras que el más maravilloso de los diamantes jamás hará que los átomos de carbono se combinen para dar su réplica?, ¿cómo consigue llegar a ser planta o animal una semilla o un huevo fecundado? ¿por qué todo lo que tiene vida muere?. En la segunda mitad del siglo XIX la ciencia biológica comenzó a comprender la lógica de los seres vivos. Y más tarde, fue posible dar razón de esta lógica de la vida al explicar los procesos vitales en términos de estructura de biomoléculas, entidades capaces de organizarse en complejos supramoleculares –células, órganos, tejidos, sistemas y organismos- precisamente por las propiedades que les confiere su peculiar estructura.

Actualmente la Biología ha alcanzado una comprensión aún más clara de los procesos vitales, entendiéndola como una cooperación dinámica de genes y medio, que da lugar a la expresión regulada de los genes durante la constitución y desarrollo de un nuevo ser. Cada ser vivo tiene una vida suya y propia, con un inicio y un final, y un desarrollo temporal en el que se completa, crece, se adapta a diversas circunstancias y transmite la vida.

Desde esta perspectiva, el inicio de la vida de un individuo se puede definir como un proceso constitutivo,

·         con un comienzo neto;

·         el posterior desarrollo, como un proceso consecutivo de construcción, con crecimiento, maduración y envejecimiento;

·         y la muerte natural, como un final también neto del proceso.

A lo largo de la vida del individuo, éste sin estar prefigurado ni estrictamente determinado por la dotación genética recibida de los progenitores, mantiene gracias a ella su identidad biológica, al tiempo que durante su desarrollo va recibiendo nueva información que proviene del medio. De este modo, la interacción de los componentes del medio interno y externo, y el soporte material de la información genética –la secuencia de nucleótidos del polímero DNA- cambia constantemente a lo largo de la vida del individuo, y con ello, a su vez, el estado del viviente mismo.

Así, cuando hablamos del desarrollo de un embrión a partir de una única célula, decimos que éste puede dividirse en varias etapas:

·         La fecundación conlleva la fusión de un espermatozoide y un óvulo, y la organización celular polarizada de la célula resultante para dar el cigoto.

·         Inmediatamente después de la constitución del cigoto comienzan las divisiones celulares, que dan lugar a células con una altísima especificidad para organizarse como individuo.

·         Estas células aún poco diferenciadas (como son las presentes en el embrión en estado de mórula) se organizan en el estadio de blástula.

·         Posteriormente tiene lugar un acontecimiento importante que es la gastrulación: un movimiento organizado de capas celulares para generar tres estratos de células que son progenitoras de todos los tejidos y órganos, incluidas las células germinales, precursoras de los gametos.

·         Cada estrato o línea de células va siguiendo una vía que conducirá a su especialización, y al mismo tiempo hace crecer al embrión por la división de las células que lo componen.

·         Después del nacimiento, el organismo seguirá creciendo y manteniendo y regenerando las células a lo largo de toda su vida.”

Hasta aquí las palabras de la Dra. López Moratalla. Ya me diréis si con su utilización he cumplido con lo pretendido.

Como veis, estamos hablando de un proceso animado, y, como ella nos dice, un embrión tiene la vida en sí; una vida susceptible de desarrollo…

… como lo es la nuestra en cada momento...

Pienso que el no impedirlo, es precisamente nuestra responsabilidad.

CUANDO LA INTIMIDAD ESTÁ EN VENTA

 Lo cierto es que yo no he sido nunca prostituta.

Pero convendréis conmigo en que cuando una relación de tipo económico se establece, frecuentemente se confunden los límites de la misma y tendemos a convertirla, mediado el precio, en una relación de dominio-sumisión entre las partes.

Es así que, en una relación como de la que hablamos, caben y pueden darse distintos tipos de abusos por parte del “contratador”,  y/o también del “intermediario” respecto o sobre la supuesta “víctima” o prostitut@.

El problema yo creo que está en la asunción de estos papeles.

Claro que si no se diera tal, no estaríamos hablando propiamente de explotación sexual como ahora lo hacemos, sino de una prestación de servicios en la que podría ejercerse la  libertad –estaríamos hablando, por ejemplo, de uniones o de relaciones de conveniencia en las que no tendrían por qué estar excluidos el afecto o incluso  el amor-

Pero en la relación de dominio-sumisión-aspiración de la que ahora hablamos, lo que se ve comprometida precisamente es nuestra libertad.

No porque no podamos ejercitar una opción libremente, sino porque nuestra libertad se ve realmente desvirtuada, como consecuencia precisamente de haber ejercitado ese determinado tipo de opción.

Porque lo que sucede, es que cuando una persona no se respeta a sí misma, entrega inconscientemente su libertad.

Es de ese modo como su intimidad se ve comprometida, y es de ese modo también como puede comenzar un auténtico proceso de desestructuración de su personalidad.

Por supuesto, no es que nosotr@s no podamos vender “algo”.

La cuestión es que al hacerlo no vendamos el “alguien” que cada uno de nosotr@s somos, por grande que sea nuestra motivación.

Porque la intimidad es algo que se comparte, que en ocasiones se entrega, pero que en ningún caso debería estar a la venta, ¿no lo creéis vosotros así?...

 

EL VALOR DE UN LÍDER

Hablando de estrategia militar, nuestro amigo Xabier Uría decía que ganaban más batallas una manada de ciervos mandada por un león, que una manada de leones mandada por un ciervo.

Él, que es Licenciado en Ciencias Empresariales y un experto en Organización de Empresas, dentro de la misma conversación nos hablaba también de lo que yo denominaría “técnicas de seducción” aplicándolas precisamente al concepto sobre el que pretendo escribir hoy.

Nos decía, que para introducir un artículo de un modo exitoso en el mercado, habían de cubrirse cuatro fases u objetivos:

1.       llamar la atención sobre el producto;

2.       generar el interés de su clientela potencial;

3.       suscitar el deseo de su adquisición;

4.       optimizar las acciones para su venta.

La idea, pues, se resumía en una sigla: atención, interés, deseo, y acción (AIDA).

Pues bien.

Ese mismo proceso es el que creo yo que se produce cuando hablamos del modo de compartir (intencionado o no) un determinado carisma.

En primer lugar, nos llama la atención “el producto”.

Lo encontramos personalizado.

Pero nos llama la atención, no porque quien lo posea lo pretenda interesadamente, sino porque sencillamente es algo que se hace evidente en él. 

A partir de ahí puede o no darse un proceso de manipulación, pero quiero que consideréis que en una persona carismática (un/a líder) hay siempre un principio de coherencia que es estimable en sí mismo, y que es precisamente lo que le hacer carismática en lo que puede ser considerado como un determinado valor.

Una persona líder por tanto, es una persona carismática que puede además llegar a convertirse en manipuladora.

Pero sigamos hablando ahora de “su" producto, de un carisma que es en sí mismo generador en tanto que posea una razón de bondad...

... aunque no siempre es así...

Bastaría con que lo consideráramos como bueno, pero me explicaré:

Decíamos que la segunda fase de la introducción de un producto en el mercado, era la de generar el interés de una clientela potencial, y el tercero el de suscitar el deseo de su posesión, como paso previo a la cuarta de las fases, que era la de la adquisición.

Pues bien.

Como tod@s optamos por una razón de bien, en principio y como “clientela potencial” tod@s somos particularmente manipulables siempre que se nos presente un determinado carisma como potencialmente bueno para nosotr@s y al mismo tiempo como de definitiva utilidad.

Así –y en su momento- gran cantidad de gente consideró a Hitler como un gran líder, y la pertenencia al tercer Reich como un valor.

No vamos a negarle la coherencia, ni tampoco vamos a decir que no supiera lo que quería, que no confiara en alcanzarlo, o que no priorizara sus opciones para conseguir “sus” objetivos…  Sin embargo, era su “autoridad moral” lo que le diferenciaba del tipo de líderes de l@s que yo hablo, y el motivo por el cual le ha juzgado la historia.

Es mediante un veredicto de este tipo como un líder llega a considerarse tirano, tras comprobarse la ausencia de bondad en aquello que preconizaba.

El auténtico liderazgo por tanto, no tiene tanto que ser reconocido, cuanto que ser ordenado.

¿Y ordenado a qué, os preguntaréis?... Pues ordenado a la plena realización tanto de quien lo ostenta, como de sus seguidores.

Me diréis -como ya lo habéis hecho, que según el valor que consideremos, distintos serán los líderes y también el conjunto de virtudes que en ellos valoremos. Pero ahora voy a hablaros de un tipo de liderazgo muy especial...

Recordaréis que hablábamos de las virtudes como de hábitos operativos buenos que partiendo de nuestras capacidades y a base de la repetición de actos, facilitaban nuestro actuar en un determinado sentido. Siendo esto así, decíamos, para determinados liderazgos podría llegar a suplirse la no excesiva capacidad intelectual con virtudes como la pericia, por ejemplo, o el tesón, o la perseverancia.

Sin embargo, hay en tod@s una capacidad de inteligencia suficiente –casi instintiva, diría- para reconocer el bien cuando se nos manifiesta.

No quiero decir con esto que siempre acertemos en nuestra valoración o que no nos equivoquemos, sino que –en caso de yerro- alcanzamos inmediatamente a distinguir nuestro error por comparación con aquello que nos resulta evidente.

Pues bien.

Es esta capacidad precisamente la que se perfecciona en el alma a través de la adquisición de las virtudes infusas (tres Teologales y cuatro Cardinales), que puesto que son perfectivas, que se dan en un mismo sujeto y que lo hacen de un modo intrínsecamente relacionado además, constituyen lo que se ha dado en denominar el “cuerpo de las virtudes”.

 En este caso si hablamos de virtudes, porque no lo hacemos de nuestra capacidad de conocer, sino de nuestra capacidad de integrar un conocimiento superior, precisamente a base de la repetición de actos.

Así pues, tras la adquisición de las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad, llegamos a conocer “de otra manera” lo que queremos, llegamos a confiar por encima de nuestras fuerzas en alcanzarlo, y somos capaces (también por encima de nuestras fuerzas) de priorizar nuestras opciones de cara a conseguirlo y de instrumentalizar para ello los medios adecuados.

Pero puesto que esta adquisición pasa y presupone nuestra evolución, es ésta precisamente la que se ve favorecida por la adquisición de las virtudes cardinales de la prudencia, la justicia, la fortaleza, y la templanza…

Tod@s tenemos un poco de cada una de ellas.

Más o menos.

Algunos dirán de nosotr@s que somos más o menos justos, que somos comedidos, que somos creyentes…

Pero la idea de un líder no es otra que la de un ser evolucionado a través de la adquisición de virtudes y capaz de transmitir su querencia, por lo que,

  • aunque el Sr. Havard mantenía en el artículo anterior que jugando con una serie de valores realizados, tod@s estábamos llamados a ser “seductores de masas”, es decir, líderes,
  • quizá le faltó decir que el común liderazgo al que tod@s estamos llamados no es otro que el de ser rectores de nuestro propio destino, haciéndonos líderes de los demás en la medida en que -en tanto que las virtudes de las que hablo se hagan patentes en nosotr@s- seamos capaces de arrastrarles a la consecución del suyo.

Y porque la excelencia de un líder no estriba en su excelencia en un detrminado valor, sino en ser excelente en sí mismo, es conveniente que no seamos ciervos sino leones; pero no por razón de nuestra fuerza física, sino por mor de nuestra fuerza moral y graciosamente adquirida, que no hará sino manifestar en nosotr@s, y como líderes, nuestro auténtico valor.

He dicho.

 

NO TE MENTIRÁS

Sabido es –o al menos los lectores de este blog sabréis que así lo venimos manteniendo- que cuanto somos lo somos en relación y por efecto de nuestros actos. Vamos a tratar ahora de referirnos a la moralidad de los mismos, es decir, al juicio que cabe efectuarse en base a su coherencia o no con una razón de bondad “objetiva” y común a todos los que de común tenemos el ser y el actuar. 

Para ello trataremos de analizar dos conceptos -el del bien, y el del mal- que, aunque como en el caso de los valores no tengan una forma material concreta, en realidad tienen su plasmación en nosotros mismos, como vamos seguidamente a tratar de argumentar. 

Comenzaremos recordando que, como cuando hablábamos de los transcendentales decíamos, cualquier ente –y por el hecho de serlo- posee en sí y por participación, unas características que le transcienden y que son comunes al común de los entes: la unidad, la bondad, la verdad y la belleza. 

Quiere esto decir que cada ente, en la medida en que lo sea y por el simple hecho de serlo,

  • es uno (diferenciable de lo diverso),
  • verdadero (coherente con ello mismo),
  • bello (armónico con el conjunto de lo real)
  • y bueno (tendría en sí una razón de bondad, que es precisamente de lo que ahora pretendemos tratar).  

Observaréis que hemos utilizado la expresión “en la medida en que lo sea”, lo cual nos remite a la característica evolutiva de nuestro ser “en relación”. 

La cuestión es que esta evolución se produce en la medida en que se actualizan nuestras potencias,

o        y que es en la medida en que se actualizan precisamente,

o      como de un modo diverso el común de los entes va evolucionando de un modo relacionado

o        conformando de ese modo y entre todos el común de la realidad. 

Pues bien. 

La potencialidad del ser humano implica la capacidad de distinguir esta realidad. Puede así juzgarla en tanto que conveniente, así como optar en uno u otro sentido de cara a lo que interprete como conveniente para su propia realización personal. 

Una de esas opciones es la del bien, y otra lo es la del mal, como decíamos nada tangible si no fuera porque –en tanto que asumidos- nos los encontramos condicionando nuestra realidad. 

Nos introducimos así de lleno en el campo de los valores, y aquí es donde “para no engañarnos” como nos advertía el título de nuestro artículo, sería deseable que distinguiéramos entre los significados de los términos valor, valioso, y evaluable,

  • porque una cosa es distinguir la singularidad de un valor perfectamente identificable en el común de lo existente, que es precisamente lo que hace a un ente en la medida en que participa de él evaluable en el valor que se esté considerando,
  • y otra cosa que –por nuestro modo de conocimiento, a la vista de las circunstancias, o por razones de practicidad sencillamente- por nuestra coyuntural conveniencia como valioso lo consideremos. 

La cuestión es,

  • que como todos optamos por una razón de bien (es decir, partiendo de la consideración de algo en cuanto que conveniente, tras cuyo intento de aprehensión se encuentra la motivación de toda nuestra conducta),
  • sucede que,
    • el yerro en cuanto a la consideración objetiva de un valor o de un contra-valor en sí mismo, así como la opción por él en base a un criterio meramente subjetivo,
    • podría comportar a través de nuestra actuación una serie de efectos tanto para nosotros mismos como para nuestro entorno, que podrían llegar a confundir, si no a trastocar, la realidad de aquello que, siendo objetivamente valioso –o aun no siéndolo aún- “estaría llamado a ser”. 

La opción correcta supondría la aprehensión y la existencia en nosotros como principio dinamizador de nuestra conducta de algo que como tal hemos asumido y a lo que hemos denominamos “bien”, y la incorrecta –y con sus mismos efectos- la presencia dinamizadora de algo que -también en cuanto asumido- hemos denominado “mal”. 

El bien y el mal, por tanto –como el resto de los valores- nos los encontramos encarnados y en forma de tendencias. 

Lo que me gustaría recalcar ahora, es que la opción por uno u otro, supone para nosotros la evolución o no hacia el logro de nuestra propia razón de bondad -tanto como individuos, como como integrantes del conjunto de la realidad-. 

Que esto sea así, supone la coherencia, la armonía, la unidad y la bondad en la actuación de un sujeto que -por el hecho de serlo y de serlo en relación- actuaría verdaderamente, como tal sería cognoscible, y participaría mediante sus actos, en la realización de la estructura finalística y en la verdadera razón de bondad de toda la creación. 

Así, pues, el bien y el mal son en nosotros mismos, pero mientras que uno conduce a la plena realización de lo que siendo como debe, es bueno, el otro no. 

  • Pero no somos buenos o malos, ni algo es bueno o malo porque así lo juzguemos y mucho menos porque así lo juzguemos en razón de nuestra conveniencia,
  • sino que lo es o lo somos en tanto que evolucionados en lo que verdaderamente nos conviene, que no es otra cosa que la plena realización de nuestras capacidades, como forma de realización –individual y colectiva- de nuestro propio ser relacional. 

No se si hemos avanzado un poquito en la comprensión del por qué y de la bondad de nuestros valores, querid@s  amig@s. 

Vosotros diréis. 

LAS CÁRCELES DEL ALMA

Hay situaciones en las que parece que el pasado aherrojara nuestro ánimo dentro de una indefinible prisión, y de las que sólo se sale tras efectuar una determinada opción que quizá a través de la película de Ruzowitzky podamos analizar.  

Trataremos para ello de introducirnos en su planteamiento, no tanto para hacer sobre él una valoración moral, cuanto que para efectuar en base a él una serie de consideraciones. 

Imaginémonos, pues, en un campo de concentración en el que se nos obligara a ejercer una determinada opción. Una opción de la que se derivaran determinantes efectos tanto para nosotros y para cuantos estuvieran en nuestra misma situación (nuestra propia supervivencia), como para el resultado en uno u otro sentido de un hipotético final de la guerra. 

Las circunstancias serían las mismas para todos los optantes, y por lo tanto las limitaciones de su libertad también. En realidad, fueron las circunstancias las que hicieron que nuestros dos protagonistas sobrevivieran pese a que sus opciones fueron diversas, pero sin considerar ese resultado, se nos propone ahora que imaginemos cuál hubiera sido nuestra opción. 

Habida cuenta de las circunstancias, me temo que no cabría en principio más que una posibilidad: la de intentar sobrevivir.  

Nuestra libertad se vería tan violentada, y nuestra voluntad tan mermada, que a mi modo de ver cualquier conducta sería disculpable, puesto que en esas circunstancias no caben los análisis racionales ni el ejercicio de la libertad.  

Sin embargo, y una vez tomada la opción básica –la de sobrevivir- puede suceder que, aunque los resultados hayan sido los pretendidos, se produzca en nuestro interior una cierta desafección. 

Se llegaría entonces a una situación en la que el sujeto –sabiéndose juez y parte de su comportamiento- “se malquisiera” a sí mismo por no haber llegado a optar por una auténtica y objetiva razón de bien. 

Son los sentimientos los que entrarían en juego en este caso, puesto que es a través de sus emociones como el ser humano llega a intuir “lo bueno” y “lo malo” de su actuación.  

Como sin duda sabréis, las pasiones (los afectos, los sentimientos) son componentes naturales del psiquismo humano que constituyen como si dijéramos un “lugar de paso” que asegurase el vínculo entre la vida sensible y la vida del espíritu.  

El amor (una de ellas) causa el deseo del bien ausente y la esperanza de obtenerlo -lo que culmina en su caso en el placer y el gozo del bien poseído-, mientras que la aprehensión del mal causa el odio, la aversión y el temor ante el mal que puede sobrevenir, lo que culmina –también en su caso- con la tristeza a causa del mal presente o con la ira con la que el ser humano se opone a él. 

No es que nuestros sentimientos más íntimos decidan la moralidad de nuestros actos, pero sí que nos informan sobre ellos.  

Constituyen como un depósito inagotable de las imágenes y de las afecciones de nuestra vida moral, y sucede que, aunque en ocasiones podamos reconocer una opción como la única posible y en ese sentido no considerarla como inmoral -supongamos que el objeto y la intención al tomarla fueron válidas, y las circunstancias ante la misma insalvables y extremas-, hay algo en nuestro interior que la rechaza, y que hace que nos sintamos responsables –en tanto que optantes- de nuestra actuación.   

Esto es así porque la libertad conlleva responsabilidad, y aunque estemos totalmente de acuerdo en que hay circunstancias en la que nuestra libertad podría verse fatalmente violentada, hay una libertad como tendencia –que es la que nuestros sentimientos nos recuerdan- que nadie nos puede quitar. 

Es pues cuando un ser humano se encuentra a solas con su conciencia, cuando puede llegar por encima de todo análisis racional a sentirse reo de sí mismo, y a esa situación es a la que yo aludo cuando os hablo de nuestras hipotéticas -aunque posibles- “cárceles del alma”. 

En el caso de nuestro protagonista, el resultado que pretendía –la supervivencia- estaría garantizado, y sin embargo de algún modo (interpreto) se recriminaba a sí mismo el hecho de haber tenido en ello siquiera una mínima participación. Con su intervención, el objetivo de los torturadores llegó a realizarse, aunque coincidió en el tiempo con el final de la contienda, lo que hizo que las circunstancias cambiaran a su alrededor.  

Llegó entonces el momento de pasar página, y con él el de la propia objetividad.  

Pero -si lo pensamos bien- no es esta una realidad que nos resulte tan distante. 

En ocasiones también nosotros podríamos llegar a encontramos en una de esas especie de “cárceles del alma”, y aunque nuestro íntimo deseo fuera el de evadirnos –el de “pasar página”- comprobamos que esto no es posible, sin haber ejercitado antes una nueva y generadora opción. 

Se trataría de una experiencia del perdón. 

En primer lugar, tendríamos que llegar a concebir esa posibilidad;  pero en ocasiones nuestra conducta nos resulta tan abyecta, tan imperdonable, que sabemos positivamente que en ningún caso llegaríamos a restañar una situación maleada por nuestra culpa, ni a compensar a terceros de los perjuicios causados por nuestra actuación.   

Es por tanto necesario conocernos a nosotros mismos y nuestras posibilidades para llegar a perdonarnos, puesto que el no perdonarnos supone el no aceptarnos, y sólo en la medida en que nos aceptamos a nosotros mismos podremos asimilar una situación y ser capaces de aceptar las situaciones de los demás. 

No se trata de pactar con nuestros errores, sino de ser capaces de reconocerlos y de aprender de una situación: de saber hacer de ella una ocasión para evolucionar.  

Desde esa comprensión únicamente seremos capaces de abandonar nuestras prisiones, con la firme intención –en la medida en que nos sepamos capaces- de regenerarnos y de intentar restañar -en la medida en que de nosotros dependa- los efectos negativos de nuestra actuación. 

Será la aspiración al Bien lo que nos aliente, y la opción por Él la que nos permitirá nuestra evasión.  Nuestros propios y nuevos sentimientos ante nuestros aciertos y/o errores nos informarán, e iremos con todo ello progresando en la adquisición de unos nuevos valores, que serán los que nos den, a nuestros propios ojos, un nuevo valor.  

En fin. 

Yo el camino lo veo claro. 

Realmente no se lo que hubiera hecho en aquellas circunstancias, pero pienso que es posible que de aquella experiencia hubiera aprendido a –de una manera diferente- sobrevivir...  

Eso creo, al menos…