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Teología

LA HOMILÍA DEL CORPUS DE BENEDICTO XVI

Me hubiese encantado estar en esta Eucaristía en S. Juan de Letrán, pero de hecho llegué a Roma al día siguiente, el día 23.

En la Eucaristía de la que os hablo, Benedicto XVI dirigió a los presentes esta preciosa homilía que ahora me gustaría compartir con todos vosotros. Es la correspondiente a la festividad del Corpus Christi, y dice así:

Queridos hermanos y hermanas:

Tras el tiempo fuerte del año litúrgico, que centrándose en la Pascua se extiende durante tres meses -primero los cuarenta días de la Cuaresma, después los cincuenta días del Tiempo Pascual-, la liturgia nos permite celebrar tres fiestas que tienen un carácter "sintético": la Santísima Trinidad, el Corpus Christi, y por último el Sagrado Corazón de Jesús.

¿Cuál es el significado de la solemnidad de hoy, del Cuerpo y la Sangre de Cristo? Nos los explica la misma celebración que estamos realizando, con el desarrollo de sus gestos fundamentales: ante todo, nos hemos reunido alrededor del Señor para estar juntos en su presencia; en segundo lugar, tendrá lugar la procesión, es decir, caminar con el Señor; por último, vendrá el arrodillarse ante el Señor, la adoración que comienza ya en la misa y acompaña toda la procesión, pero que culmina en el momento final de la bendición eucarística, cuando todos nos postraremos ante Aquél que se ha agachado hasta nosotros y ha dado la vida por nosotros.

Analicemos brevemente estas tres actitudes para que sean realmente expresión de nuestra fe y de nuestra vida.

Reunirse en la presencia del Señor

El primer acto es el de reunirse en la presencia del Señor. Es lo que antiguamente se llamaba "statio". Imaginemos por un momento que en toda Roma sólo existiera este altar, y que se invitara a todos los cristianos de la ciudad a reunirse aquí, para celebrar al Salvador, muerto y resucitado. Esto nos permite hacernos una idea de cuáles fueron los orígenes de la celebración eucarística, en Roma y en otras muchas ciudades, a las que llegaba el mensaje evangélico: en cada Iglesia particular había un solo obispo y, a su alrededor, alrededor de la Eucaristía celebrada por él, se constituía la comunidad, única, pues uno era el Cáliz bendecido y uno era el Pan partido, como hemos escuchado en las palabras del apóstol Pablo en la segunda lectura (Cf. 1 Corintio s 10,16-17).

Pasa por la mente otra famosa expresión de Pablo: "ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús" (Gálatas 3, 28). "¡Todos vosotros sois uno!". En estas palabras se percibe la verdad y la fuerza de la revolución cristiana, la revolución más profunda de la historia humana, que se experimenta precisamente alrededor de la Eucaristía: aquí se reúnen en la presencia del Señor personas de diferentes edades, sexo, condición social, ideas políticas. La Eucaristía no puede ser nunca un hecho privado, reservado a personas escogidas según afinidades o amistad. La Eucaristía es un culto público, que no tiene nada de esotérico, de exclusivo. En esta tarde, no hemos decidido con quién queríamos reunirnos, hemos venido y nos encontramos unos junto a otros, reunidos por la fe y llamados a convertirnos en un único cuerpo, compartiendo el único Pan que es Cristo. Estamos unidos más allá de nuestras diferencias de nacionalidad, de profesión, de clase social, de ideas políticas: nos abrimos los unos a los otros para convertirnos en una sola cosa a partir de Él. Esta ha sido desde los inicios la característica del cristianismo, realizada visiblemente alrededor de la Eucaristía, y es necesario velar siempre para que las tentaciones del particularismo, aunque sea de buena fe, no vayan en el sentido opuesto. Por tanto, el Corpus Christi nos recuerda ante todo esto: ser cristianos quiere decir reunirse desde todas las partes para estar en la presencia del único Señor y ser uno en Él y con Él.

Caminar con el Señor

El segundo aspecto constitutivo es caminar con el Señor. Es la realidad manifestada por la procesión, que viviremos juntos tras la santa misa, como una prolongación natural de la misma, avanzando tras Aquél que es el Camino. Con el don de sí mismo en la Eucaristía, el Señor Jesús nos libera de nuestras "parálisis", nos vuelve a levantar y nos hace "pro-ceder", nos hace dar un paso adelante, y luego otro, y de este modo nos pone en camino, con la fuerza de este Pan de la vida. Como le sucedió al profeta Elías, que se había refugiado en el desierto por miedo de sus enemigos, y había decidido dejarse morir (Cf. 1 Reyes 19,1-4). Pero Dios le despertó y le puso a su lado una torta recién cocida: "Levántate y come -le dijo--, porque el camino es demasiado largo para ti" (1 Reyes 19, 5.7). La procesión del Corpus Christi nos enseña que la Eucaristía nos quiere liberar de todo abatimiento y desconsuelo, quiere volver a levantarnos para que podamos retomar el camino con la fuerza que Dios nos da a través de Jesucristo. Es la experiencia del pueblo de Israel en el éxodo de Egipto, la larga peregrinación a través del desierto, de la que nos ha hablado la primera lectura. Una experiencia que para Israel es constitutiva, pero que para toda la humanidad resulta ejemplar. De hecho, la expresión "no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca del Señor" (Deuteronomio 8,3) es una afirmación universal, que se refiere a cada hombre en cuanto hombre. Cada uno puede encontrar su propio camino, si encuentra a Aquél que es Palabra y Pan de vida y se deja guiar por su amigable presencia. Sin el Dios-con-nosotros, el Dios cercano, ¿cómo podemos afrontar la peregrinación de la existencia, ya sea individualmente ya sea como sociedad y familia de los pueblos?

La Eucaristía es el sacramento del Dios que no nos deja solos en el camino, sino que se pone a nuestro lado y nos indica la dirección. De hecho, ¡no es suficiente avanzar, es necesario ver hacia dónde se va! No basta el "progreso", sino no hay criterios de referencia. Es más, se sale del camino, se corre el riesgo de caer en un precipicio, o de alejarse de la meta. Dios nos ha creado libres, pero no nos ha dejado solos: se ha hecho él mismo "camino" y ha venido a caminar junto a nosotros para que nuestra libertad tenga el criterio para discernir el camino justo y recorrerlo.

Arrodillarse en adoración ante el Señor

Al llegar a este momento no es posible de dejar de pensar en el inicio del "decálogo", los diez mandamientos, en donde está escrito: "Yo, el Señor, soy tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa d e servidumbre. No habrá para ti otros dioses delante de mí" (Éxodo 20, 2-3). Encontramos aquí el tercer elemento constitutivo del Corpus Christi: arrodillarse en adoración ante el Señor. Adorar al Dios de Jesucristo, que se hizo pan partido por amor, es el remedio más válido y radical contra las idolatrías de ayer y hoy. Arrodillarse ante la Eucaristía es una profesión de libertad: quien se inclina ante Jesús no puede y no debe postrarse ante ningún poder terreno, por más fuerte que sea. Nosotros, los cristianos, sólo nos arrodillamos ante el santísimo Sacramento, porque en él sabemos y creemos que está presente el único Dios verdadero, que ha creado el mundo y lo ha amado hasta el punto de entregar a su unigénito Hijo (Cf. Juan 3, 16).

Nos postramos ante un Dios que se ha abajado en primer lugar hacia el hombre, como el Buen Samaritano, para socorrerle y volverle a dar la vida, y se ha arrodillado ante nosotros para lavar nuestros pies sucios. Adorar el Cuerpo de Cristo quiere decir creer que allí, en ese pedazo de pan, se encuentra realmente Cristo, quien da verdaderamente sentido a la vida, al inmenso universo y a la más pequeña criatura, a toda la historia humana y a la más breve existencia. La adoración es oración que prolonga la celebración y la comunión eucarística, en la que el alma sigue alimentándose: se alimenta de amor, de verdad, de paz; se alimenta de esperanza, pues Aquél ante el que nos postramos no nos juzga, no nos aplasta, sino que nos libera y nos transforma.

Por este motivo, reunirnos, caminar, adorar, nos llena de alegría. Al hacer nuestra la actitud de adoración de María, a quien recordamos particularmente en este mes de mayo, rezamos por nosotros y por todos; rezamos por cada persona que vive en esta ciudad para que pueda conocerte e ti, Padre, y a Aquél que tú has enviado, Jesucristo. Y de este modo tener la vida en abundancia. Amén”.

No me digáis que no es especialmente luminosa y que no utiliza un lenguaje reconocible y plenamente humano. Como ya os he dicho en alguna otra ocasión, considero a Benedicto XVI un gran teólogo. Que el Espíritu de Dios le siga iluminando siempre.

EL PRIMER GRAN TEÓLOGO MÍSTICO

El pasado día 14, Benedicto XVI presentó durante la audiencia general de los miércoles la figura de Pseudo-Dionisio Areopagita. Sus palabras tienen mucho que ver con el ecumenismo del que os hablaba en un artículo anterior, por lo que os recomiendo vivamente su lectura.

Ésta fué su intervención:

“Queridos hermanos y hermanas:

En el curso de las catequesis sobre los Padres de la Iglesia, quisiera hablar hoy de una figura sumamente misteriosa: un teólogo del siglo VI, cuyo nombre es desconocido, que escribió bajo el pseudónimo de Dionisio Areopagita. Con este pseudónimo aludía al pasaje de la Escritura que acabamos de escuchar, es decir, el caso narrado por san Lucas en el capítulo XVII de los Hechos de los Apóstoles, donde se narra que Pablo predicó en Atenas, en el Areópago, dirigiéndose a una élite del mundo intelectual griego, pero al final la mayor parte de los que le escuchaban no se mostró interesada, y se alejó ridiculizándole; sin embargo, unos cuantos, pocos, según nos dice san Lucas, se acercaron a Pablo abriéndose a la fe. El evangelista nos revela dos nombres: Dionisio, miembro del Areópago, y una mujer llamada Damaris.

Si el autor de estos libros escogió cinco siglos después el pseudónimo de Dionisio Areopagita, quiere decir que tenía la intención de poner la sabiduría griega al servicio del Evangelio, promover el encuentro entre la cultura y la inteligencia griega con el anuncio de Cristo; quería hacer lo que pretendía aquel Dionisio, es decir, que el pensamiento griego se encontrara con el anuncio de san Pablo, siendo griego, quería ser discípulo de san Pablo y de este modo discípulo de Cristo.

¿Por qué escondió su nombre y escogió este pseudónimo? Una parte de la respuesta ya se ha dado: quería expresar esta intención fundamental de su pensamiento. Pero hay dos hipótesis sobre este anonimato y sobre su pseudónimo. Según la primera, se trataba de una falsificación, a través de la cual, fechando sus obras en el primer siglo, en tiempos de san Pablo, quería dar a su producción literaria una autoridad casi apostólica. Pero hay una hipótesis mejor que ésta -que me parece poco creíble-: quería hacer un acto de humildad. No quería dar gloria a su nombre, no quería erigir un monumento a sí mismo con sus obras, sino realmente servir al Evangelio, crear una teología eclesial, no individual, basada en sí mismo. En realidad logró elaborar una teología que ciertamente podemos fechar en el siglo VI, pero no la podemos atribuir a una de las figuras de esa época: es una teología un poco "des-individualizada", es decir, una teología que expresa un pensamiento y un lenguaje común. Eran tiempos de acérrimas polémicas tras el Concilio de Calcedonia; él, por el contrario, en su Séptima Epístola, dice: «No quisiera hacer polémica; hablo simplemente de la verdad, busco la verdad». Y la luz de la verdad por sí misma hace que caigan los errores y que resplandezca lo que es bueno. Y con este principio purificó el pensamiento griego y lo puso en relación con el Evangelio. Este principio, que él afirma en su séptima carta, es también expresión de un verdadero espíritu de diálogo: no se trata de buscar las cosas que separan, hay que buscar la verdad en la Verdad misma; esta, después, resplandece, y hace que caigan los errores.

Por tanto, a pesar de que la teología de este autor es, por así decir «supra-personal», realmente eclesial, podemos enmarcarla en el siglo VI. ¿Por qué? El espíritu griego, que puso al servicio del Evangelio, lo encontró en los libros de un cierto Prócolo, fallecido en el año 485 en Atenas: este autor pertenecía platonismo tardío, una corriente de pensamiento que había transformado la filosofía de Platón en una especie de religión, cuyo objetivo al final consistía en crear una gran apología del politeísmo griego y volver, tras el éxito del cristianismo, a la antigua religión griega. Quería demostrar que, en realidad, las divinidades eran las fuerzas del cosmos. La consecuencia era que debería considerarse como más verdadero el politeísmo que el monoteísmo, con un solo Dios creador. Prócolo presentaba un gran sistema cósmico de divinidades, de fuerzas misteriosas, según el cual, en este cosmos deificado, el hombre podía encontrar acceso a la divinidad. Ahora bien, hacía una distinción entre las sendas de los sencillos --los que no eran capaces de elevarse a las cumbres de la verdad, para quienes ciertos ritos podían ser suficientes--, de los caminos de los sabios, que por el contrario debían purificarse para llegar a la luz pura.

Como se puede ver, este pensamiento es profundamente anticristiano. Es una reacción tardía contra la victoria del cristianismo. Un manejo anticristiano de Platón, mientras ya tenía lugar una lectura cristiana del gran filósofo. Es interesante que el Pseudo-Dionisio se haya atrevido a servirse precisamente de este pensamiento para mostrar la verdad de Cristo; transformar este universo politeísta en un cosmos creado por Dios, en la armonía del cosmos de Dios, donde todas as fuerzas son alabanza de Dios, y mostrar esta gran armonía, esta sinfonía del cosmos que va desde los serafines a los ángeles y arcángeles, hasta el hombre y a todas las criaturas, que juntas reflejan la belleza de Dios y son alabanza a Dios. Transformaba así la imagen politeísta en un elogio del Creador y de su criatura. De este modo, podemos descubrir las características esenciales de su pensamiento: ante todo, es una alabanza cósmica. Toda la creación habla de Dios y es un elogio de Dios. Siendo la criatura una alabanza de Dios, la teología del Pseudo-Dionisio se convierte en una teología litúrgica: Dios se encuentra sobre todo alabándolo, no sólo reflexionando; y la liturgia no es algo construido por nosotros, algo inventado para hacer una experiencia religiosa durante un cierto período de tiempo; consiste en cantar con el coro de las criaturas y en entrar en la misma realidad cósmica. Y así la liturgia, aparentemente sólo eclesiástica, se hace amplia y grande, nos une con el lenguaje de todas las criaturas. Dice: no se puede hablar de Dios de manera abstracta; hablar de Dios es siempre --lo dice con la palabra griega--, un «hymnein», un elevar himnos para Dios con el gran canto de las criaturas, que se refleja y concreta en la alabanza litúrgica.

Sin embargo, si bien su teología es cósmica, eclesial y litúrgica, también es profundamente personal. Creo que es la primera gran teología mística. Es más, la palabra «mística» adquiere con él un nuevo significado. Hasta esa época para los cristianos esta palabra era equivalente a la palabra «sacramental», es decir, lo que pertenece al «mysterion», sacramento. Con él, la palabra «mística» se hace más personal, más íntima: expresa el camino del alma hacia Dios. Y, ¿cómo es posible encontrar a Dios? Aquí observamos nuevamente un elemento importante en su diálogo entre filosofía griega y cristianismo, en particular, la fe bíblica. Aparentemente lo que dice Platón y lo que dice la gran filosofía sobre Dios es mucho más elevado, mucho más verdadero; la Biblia parece bastante «bárbara», simple, precrítica diríamos hoy; pero él observa que precisamente esto es necesario para que de este modo podamos comprender que los conceptos más elevados sobre Dios no llegan nunca hasta su auténtica grandeza; son siempre impropios.

Estas imágenes nos hacen comprender, en realidad, que Dios está por encima de todos los conceptos; en la sencillez de las imágenes, encontramos más verdad que en los grandes conceptos. El rostro de Dios es nuestra incapacidad para expresar realmente lo que es. De este modo habla --lo dice el mismo Pseudo-Dionisio-- de una «teología negativa». Es más fácil decir lo que no es Dios, que expresar lo que es realmente. Sólo a través de estas imágenes podemos adivinar su verdadero rostro y, por otra parte, este rostro de Dios es muy concreto: es Jesucristo. Y si bien Dionisio nos muestra, siguiendo a Prócolo, la armonía de los coros celestes, de manera que parece que todos dependen de todos, es verdad que nuestro camino hacia Dios queda muy lejos de Él; el Pseudos-Dionisio demuestra que al final el camino hacia Dios es Dios mismo, el cual se hace cercano a nosotros en Jesucristo.

De este modo, una grande y misteriosa teología se hace también muy concreta, ya sea en la interpretación de la liturgia, ya sea en la reflexión sobre Jesucristo: con todo ello, Dionisio Areopagita tuvo una gran influyo en toda la teología medieval, en toda la teología mística, tanto de Oriente como de Occidente, fue casi redescubierto en el siglo XIII sobre todo por san Buenaventura, el gran teólogo franciscano que en esta teología mística encontró el instrumento conceptual para interpretar la herencia tan sencilla y profunda de san Francisco: el pobrecillo, como Dionisio, nos dice que al final el amor ve más que la razón. Donde está la luz del amor las tinieblas de la razón se desvanecen; el amor ve, el amor es un ojo y la experiencia nos da mucho más que la reflexión. Buenaventura vio en san Francisco lo que significa esta experiencia: es la experiencia de un camino muy humilde, muy realista, día tras día, es caminar con Cristo, aceptando su cruz. En esta pobreza y en esta humildad, en la humildad que se vive también en la eclesialidad, se da una experiencia de Dios que es más elevada que la que se alcanza a través de la reflexión: en ella, realmente tocamos el corazón de Dios.

Hoy Dionisio Areopagita tiene una nueva actualidad: se presenta como un gran mediador en el diálogo moderno entre el cristianismo y las teologías místicas de Asia, cuya característica está en la convicción de que no se puede decir quién es Dios; de Él sólo se puede hablar con formas negativas; de Dios sólo se puede hablar con el «no», y sólo es posible alcanzarle si se entra en esta experiencia del «no». Y aquí se ve una cercanía entre el pensamiento del Areopagita y el de las religiones asiáticas: puede ser hoy un mediador como lo fue entre el espíritu griego y el Evangelio.

De este modo, se ve que el diálogo no acepta la superficialidad. Precisamente cuando uno entra en la profundidad del encuentro con Cristo, abre también el amplio espacio para el diálogo. Cuando uno encuentra la luz de la verdad, se da cuenta de que es una luz para todos; desaparecen las polémicas y es posible entenderse mutuamente o al menos hablar el uno con el otro, acercarse. El camino del diálogo consiste precisamente en estar cerca de Dios en Cristo, en la profundidad del encuentro con Él, en la experiencia de la verdad, que nos abre a la luz y nos ayuda a salir al encuentro de los demás: la luz de la verdad, la luz del amor. Al fin y al cabo nos dice: tomad el camino de la experiencia, de la experiencia humilde de la fe, cada día. Entonces, el corazón se hace grande y puede ver e iluminar también la razón para que vea la belleza de Dios. Pidamos al Señor que nos ayude también hoy a poner al servicio del Evangelio la sabiduría de nuestro tiempo, descubriendo de nuevo la belleza de la fe, el encuentro con Dios en Cristo.”

¡No me digáis que la Iglesia y la tradición no tienen muchas cosas que decirnos!...

CON UN LENGUAJE PRIMORDIAL

Éstas son las últimas palabras de Benedicto XVI aparecidas en la revista Zenit el día 14 de este mes sobre el purgatorio, el cielo y el infierno. Toca tangencialmente el tema del Sacramento  de la Reconciliación sobre el que estoy preparando un próximo artículo, y puesto que éste es un tema que se ha tocado en la 7ª PREGUNTA REALIZADA, me ha parecido prudente en este momento su inclusión.

Benedicto XVI dice así: 

En la Encíclica Spe salvi he querido precisamente hablar también del juicio final, del juicio en general, y en este contexto asimismo sobre purgatorio, infierno y paraíso. Pienso que todos nosotros estamos aún afectados por la objeción de los marxistas, según los cuales los cristianos sólo han hablado del más allá y han descuidado la tierra. Así, queremos demostrar que realmente nos comprometemos por la tierra y no somos personas que hablan de realidades lejanas, que no ayudan a la tierra. Pero aunque sea justo mostrar que los cristianos trabajan por la tierra -y todos nosotros estamos llamados a trabajar para que esta tierra sea realmente una ciudad para Dios y de Dios- no debemos olvidar la otra dimensión. Sin tenerla en cuenta, no trabajamos bien por la tierra. Mostrar esto ha sido para mi uno de los objetivos fundamentales al escribir la Encíclica. Cuando no se conoce el juicio de Dios, no se conoce la posibilidad del infierno, del fracaso radical y definitivo de la vida, no se conoce la posibilidad y la necesidad de la purificación. Entonces el hombre no trabaja bien por la tierra dado que pierde al final los criterios, ya no se conoce a sí mismo, al no conocer a Dios, y destruye la tierra. Todas las grandes ideologías han prometido: tomaremos las cosas en nuestras manos, ya no descuidaremos la tierra, crearemos el mundo nuevo, justo, correcto, fraterno. En cambio han destruido el mundo. Lo vemos con el nazismo, lo vemos también con el consumismo, que han prometido construir el mundo tal como debería haber sido y sin embargo han destruido el mundo.  

En las visitas ad limina de los obispos de países ex comunistas, veo siempre de nuevo cómo en esas tierras se ha destruido no sólo el planeta, la ecología, sino sobre todo, y con mayor gravedad, las almas. Reencontrar la conciencia verdaderamente humana, iluminada por la presencia de Dios, es el primer trabajo de reedificación de la tierra. Ésta es la experiencia común de aquellos países. La reedificación de la tierra, respetando el grito de sufrimiento de este planeta, se puede llevar a cabo sólo reencontrando en el alma a Dios, con los ojos abiertos hacia Dios.  

Por ello usted tiene razón (se refiere aquí a un interlocutor que le interpela): debemos hablar de todo esto precisamente por responsabilidad hacia la tierra, hacia los hombres que viven hoy. Debemos hablar también y precisamente del pecado como posibilidad de destruirse a uno mismo y también otras partes de la tierra. En la Encíclica he intentado demostrar que precisamente el juicio final de Dios garantiza la justicia. Todos queremos un mundo justo. Pero no podemos reparar todas las destrucciones del pasado, a todas las personas injustamente atormentadas y asesinadas. Sólo Dios mismo puede crear la justicia, que debe ser justicia para todos, también para los muertos. Y como dice Adorno, un gran marxista, sólo la resurrección de la carne, que él considera irreal, podría crear justicia. Nosotros creemos en esta resurrección de la carne, en la que no todos serán iguales. Actualmente se suele pensar: qué es el pecado, Dios es grande, nos conoce, así que el pecado no cuenta, al final Dios será bueno con todos. Es una bella esperanza. Pero existe la justicia y existe la verdadera culpa. Quienes han destruido al hombre y la tierra no pueden sentarse de inmediato en la mesa de Dios junto a las víctimas. Dios crea justicia. Debemos tenerlo presente. Por ello me parecía importante escribir este texto también sobre el purgatorio, que para mí es una verdad tan obvia, tan evidente y también tan necesaria y consoladora, que no puede faltar. He intentado decir: tal vez no son muchos los que se han destruido así, los que son insanables para siempre, los que carecen de elemento alguno sobre el que pueda apoyarse el amor de Dios, los que no tienen en sí mismos una mínima capacidad de amar. Esto sería el infierno. Por otra parte, son ciertamente pocos -o en cualquier caso no demasiados- los que son tan puros que pueden entrar inmediatamente en la comunión de Dios. Muchísimos de nosotros esperamos que haya algo sanable en nosotros, que haya una voluntad final de servir a Dios y de servir a los hombres, de vivir según Dios. Pero hay tantas y tantas heridas, tanta inmundicia. Tenemos necesidad de ser preparados, de ser purificados. Ésta es nuestra esperanza: incluso con tanta suciedad en nuestra alma, al final el Señor nos da la posibilidad, nos lava por fin con su bondad que viene de su cruz. Nos hace así capaces de existir eternamente para Él. Y de tal forma el paraíso es la esperanza, es la justicia por fin cumplida. Y nos da también los criterios para vivir, para que este tiempo sea de alguna forma paraíso, una primera luz del paraíso. Donde los hombres viven según estos criterios, aparece un poco de paraíso en el mundo, y esto es visible. Me parece también una demostración de la verdad de la fe, de la necesidad de seguir el camino de los mandamientos, de los que debemos hablar más. Estos son realmente indicadores del camino y nos muestran cómo vivir bien, cómo elegir la vida. Por ello debemos también hablar del pecado y del sacramento del perdón y de la reconciliación. Un hombre sincero sabe que es culpable, que debería recomenzar, que debería ser purificado. Y ésta es la maravillosa realidad que nos ofrece el Señor: existe una posibilidad de renovación, de ser nuevos. El Señor comienza con nosotros de nuevo y nosotros podemos recomenzar así también con los demás en nuestra vida.  

Este aspecto de la renovación, de la restitución de nuestro ser después de tantos errores, después de tantos pecados, es la gran promesa, el gran don que la Iglesia ofrece. Y que, por ejemplo, la psicoterapia no puede ofrecer. La psicoterapia hoy está muy difundida y es también necesaria ante tantas psiquis destruidas o gravemente heridas. Pero las posibilidades de la psicoterapia son muy limitadas: sólo puede intentar un poco reequilibrar un alma desequilibrada. Pero no puede brindar una verdadera renovación, una superación de estas graves enfermedades del alma. Y por eso sigue siendo siempre provisional, jamás definitiva. El sacramento de la penitencia nos da la ocasión de renovarnos hasta el fondo con el poder de Dios -ego te absolvo- que es posible porque Cristo cargó sobre sí estos pecados, estas culpas. Me parece que ésta es precisamente hoy una gran necesidad. Podemos ser sanados. Las almas que están heridas y enfermas, como es la experiencia de todos, necesitan no sólo consejos, sino una verdadera renovación que sólo puede venir del poder de Dios, del poder del Amor crucificado. Me parece éste el gran nexo de los misterios que al final inciden realmente en nuestra vida. Nosotros mismos debemos volver a meditarlos y así acercarlos de nuevo a nuestra gente.” 

Como diría Joaquim, Benedicto XVI dixit.

PRESUPUESTO 2008

Sabemos que “presupuesto” es aquello que va “delante del supuesto”. Vamos ahora a tratar de pre-supuestar, pues, los distintos supuestos que pudieran dársenos en el 2008.  

Para un mejor posicionarnos, comenzaremos recordando que,

  • cuando hablamos del Espíritu Santo lo hacemos refiriéndonos al Poder del Espíritu de Dios,
  •  y que cuando hablamos del Hijo, hablamos de la manifestación mediante obras de la Voluntad y el Poder del Espíritu de Dios.  

Así, y por la participación en la persona del Hijo encarnado de su naturaleza humana y de su Gracia creada, aunque nos cueste creerlo se nos alcanza la comunicación con Él. 

Para creérnoslo necesitamos la fe,

  • una fe que nos permita conocer superando las limitaciones de nuestro conocimiento sensible,
  • una fe que nos permita también confiar, es decir, poner nuestra confianza en aquello conocido y con ello nuestra esperanza en llegar a alcanzar nuestra libre comunicación con Él,
  • y una esperanza que nos motive para actuar de un modo tendente a ello, empeñando decididamente nuestra voluntad.

Es, pues, la Gracia de la que participamos por nuestra adhesión al Cristo lo que plenifica nuestras capacidades de conocer (la fe), de tender (la esperanza) y de actuar (la caridad) de un modo progresivo hacia la plena unión con Dios…

Pero con esto nosotros no hacemos sino corresponder,

  • porque es la acción del Espíritu Santo, es decir, la acción del Poder del Espíritu de Dios que se nos alcanza por los méritos de Nuestro Señor Jesucristo quien actúa sobre nosotros y a través nuestro.

Pues bien. 

  • Que la comunión con Él a través del Espíritu Santo, sea para nosotros valor ante nuestro temor y alegría en nuestra tristeza ante las circunstancias adversas del 2008,
    •  Que plenifique nuestro conocimiento para que seamos conscientes, agradecidos y coherentes ante las favorables,
    • Y en todo caso, que plenifique nuestro deseo de tender a Él, en comunión con aquellos que amamos y con aquellos que deberíamos amar más. 

Que sea ésta la idea que justifique nuestra esperanza,

  • y que ante Él sepamos rendir, en suma, nuestro conocimiento, nuestra voluntad y nuestra libertad para que seamos, conforme a sus designios, más libres, más conscientes y más gozosamente humanos. 

Digamos que en esto se concretan mis buenos deseos,

… todo ello a mayor gloria de Dios… 

Que Nuestra Señora nos acompañe en nuestro caminar, y que nunca nos falte la paz y la alegría que, viniendo de quien vienen, colman por completo nuestro corazón. 

Así, pues, sea como sea…

… recibamos y transcurramos con paz y alegría a lo largo de este que seguro será un FELIZ Y FECUNDO 2008… 

¡PERO QUÉ SABIO DEBÍA DE SER AFRAATES!...

Benedicto XVI nos dice que la oración para el cristiano no consiste sino en llevar a Jesús en el corazón. Es la conclusión a la que llegó este miércoles durante la audiencia general en la que presentó las enseñanzas del obispo Afraates el Sabio, quien vivió en el actual Irak, y al que definió como «uno de los personajes más importantes y, al mismo tiempo, más enigmáticos del cristianismo siríaco del siglo IV». 

«Según este antiguo “Sabio”, la oración se realiza cuando Cristo habita en el corazón del cristiano, y lo invita a un compromiso coherente de caridad con el prójimo», explicó el Santo Padre a los más de 15 mil peregrinos congregados en la plaza de San Pedro del Vaticano.Citando al obispo iraquí, el Papa explicó que

  • la oración «es aceptada cuando consuela al prójimo.
  • La oración es escuchada cuando en ella se encuentra también el perdón de las ofensas.
  • La oración es fuerte cuando rebosa de la fuerza de Dios».

«Con estas palabras, Afraates nos invita a una oración que se convierte en vida cristiana, en vida realizada, en vida impregnada de fe, de apertura a Dios y, así, de amor al prójimo», explicó el Santo Padre.

Fiel a la tradición siríaca, el sabio obispo presentó la salvación realizada por Cristo «como una curación y, por consiguiente, a Cristo mismo como médico». «En cambio, considera el pecado como una herida, que sólo la penitencia puede sanar».

«Un hombre que ha sido herido en batalla -decía Afraates-, no se avergüenza de ponerse en las manos de un médico sabio». Y añadía: «del mismo modo, quien ha sido herido por Satanás no debe avergonzarse de reconocer su culpa y alejarse de ella, pidiendo el remedio de la penitencia».

Para el Papa al igual que para Afraates, Cristo es el «maestro de oración».

Para mí también.

¿No lo creéis vosotros así?

LA «THEOTÒKOS»

Ella estuvo allí con nosotros y para nosotros en “el cuando” de la Nueva Alianza (Pentecostés).

Su presencia en Dios y su solicitud justifican el título de Omnipotencia Suplicante con el que le adornamos (ver la argumentación de lo que decimos en el artículo EL REGALO DE UNA MADRE). 

Pero sin duda el título que más singularmente le conviene, es el de ser la «Theotòkos», es decir, “la que dio a luz a Dios”. 

Fue su intervención lo que motivó el origen de la vida pública de Nuestro Señor, y fue también su intervención lo que motivó que la Luz de Dios se hiciera presente entre nosotros, a través de la actuación de su Hijo, el Hijo único de Dios. 

Todos sabemos de su intimidad, y todos sabemos también de sus entrañas de misericordia. A Ella acudimos constantemente como intercesora, y por eso sabemos cuánto le hemos de agradecer.

Por eso tanto hoy como ayer (hoy bajo la advocación de Ntra. Sra. del Pilar y ayer bajo la de Ntra. Sra. de Begoña) acudimos a Ella para agasajarle. 

Es una fiesta íntima, una fiesta del corazón. Es la misma Señora, claro está, y por eso me permitiréis que yo hable de Ella como de “nuestra amatxu” de Begoña. 

Desde hace ocho siglos, generaciones de bizkainos nos llegamos a sus plantas, como a Ella le decimos, “para cantarte” (“zugana kantari”). 

Impresiona ver cómo los txikiteros (cuadrillas de hombres que acostumbran a tomar txikitos de tasca en tasca) cantan a la Amatxu de Begoña. Sus voces son roncas, pero grande su unción. 

Ellos saben, pero nosotros también, que están cantándole a su Madre. A Aquella que vela. A Aquella que consuela. A Aquella que en numerosas ocasiones es causa de su alegría. ¡Cómo no!... 

No necesitan ninguna teoría. Tampoco los romeros que hasta sus pies subimos. Su presencia es entre nosotros una vivencia. Lo sabemos, y por ello cantando subimos hasta sus plantas a agradecer. 

A agradecerle que sea Madre de todos los hombres, bizkainos o zaragozanos, vascos y/o españoles, porque ante Ella no hay baskidad ni españolidad. 

Quien tuvo en sus entrañas y nos dio a luz a la Luz, es también quien con la comprensión y el amor de una Madre, con su sonrisa, muestra a la Iglesia su Luz.

Que Ella nos ilumine siempre. 

Gracias, Madre. Esker'ik asko, Ama. 

 

DEFENSA NECESARIA ANTE LAS IDEOLOGÍAS Y EL RELATIVISMO

Ayer mismo Benedicto XVI ha hecho un llamamiento a todas las conciencias para redescubrir en la ley natural el fundamento de la convivencia democrática y evitar así que el humor de la mayorías o de los más fuertes se conviertan en el criterio del bien o del mal.

La ley natural es, según explicó el Papa, esa «norma escrita por el Creador en el corazón del hombre» que le permite distinguir el bien del mal. Ahora bien, reconoció, «en muchos pensadores parece dominar hoy una concepción positivista del derecho. Según ellos, la humanidad, o la sociedad, o de hecho la mayoría de los ciudadanos se convierte en la fuente última de la ley civil».

«El problema que se plantea no es por tanto la búsqueda del bien, sino la del poder, o más bien, la del equilibrio de poderes». 

«En la raíz de esta tendencia se encuentra el relativismo ético, en el que algunos ven incluso una de las condiciones principales de la democracia, pues el relativismo garantizaría la tolerancia y el respeto recíproco de las personas", afirmó.

Pero si fuera así, siguió advirtiendo, «la mayoría de un momento se convertiría en la última fuente del derecho».

«La historia demuestra con gran claridad que las mayorías pueden equivocarse --alertó--. La verdadera racionalidad no queda garantizada por el consenso de una mayoría, sino sólo por la transparencia de la razón humana ante la Razón creadora y por la escucha de esta Fuente de nuestra racionalidad».

Cuando están en juego «las exigencias fundamentales de la dignidad de la persona humana, de su vida, de la institución familiar, de la justicia del ordenamiento social, es decir, los derechos fundamentales del hombre, ninguna ley hecha por los hombres puede trastocar la norma escrita por el Creador en el corazón del hombre, sin que la sociedad quede golpeada dramáticamente en lo que const ituye su fundamento irrenunciable», aclaró.

«La ley natural se convierte de este modo en garantía ofrecida a cada quien para vivir libremente y ser respetado en su dignidad, quedando al reparo de toda manipulación ideológica y de todo arbitrio o abuso del más fuerte».

«Nadie puede sustraerse a esta exigencia -siguió advirtiendo el Papa-. Si por un trágico oscurecimiento de la conciencia colectiva el escepticismo y el relativismo ético llegaran a cancelar los principios fundamentales de la ley moral natural, el mismo ordenamiento democrático quedaría radicalmente herido en sus fundamentos».

«Contra este oscurecimiento, que es la crisis de la civilización humana, antes incluso que cristiana, es necesario movilizar a todas las conciencias de los hombres de buena voluntad, laicos o pertenecientes a religiones diferentes al cristianismo, para que juntos y de manera concreta se comprometan a crear, en la cultura y en la sociedad civil y política, las condiciones necesarias para una plena conciencia del valor innegable de la ley moral natural».

«Del respeto de ésta depende de hecho el avance de los individuos y de la sociedad en el camino del auténtico progreso, en conformidad con la recta razón, que es participación en la Razón eterna de Dios», concluyó el Papa.

Cuesta mucho no estar de acuerdo con estas palabras, ¿no creéis?, sobre todo si se considera a la familia humana como una comunidad en la que el Amor de Dios se comparte, sea cual sea su status jurídico ...

LA CIUDAD DE DIOS

Relacionado con el artículo hoy, permitidme que os presente la intervención de Benedicto XVI en la audiencia general de este miércoles dedicada a presentar los últimos momentos de vida de san Juan Crisóstomo y su enseñanza social. Dice así:

"Queridos hermanos y hermanas:
Continuamos nuestra reflexión sobre san Juan Crisóstomo. Tras el período pasado en Antioquía, en el año 397, fue nombrado obispo de Constantinopla, capital del Imperio romano de Oriente. Desde el inicio, Juan proyectó la reforma de su Iglesia: l a austeridad del palacio episcopal tenía que ser un ejemplo para todos: clero, viudas, monjes, personas de la corte y ricos.

Por desgracia no pocos de ellos, tocados por sus juicios, se alejaron de él. Solícito con los pobres, Juan fue llamado también «el limosnero». Como administrador atento logró crear instituciones caritativas muy apreciadas. Su capacidad emprendedora en los diferentes campos hizo que algunos le vieran como un peligroso rival. Sin embargo, como auténtico pastor, trataba a todos de manera cordial y paterna. En particular, siempre tenía gestos de ternura especial por la mujer y dedicaba una atención particular al matrimonio y a la familia. Invitaba a los fieles a participar en la vida litúrgica, que hizo espléndida y atractiva con creatividad genial.

A pesar de su bondad, no tuvo una vida tranquila. Pastor de la capital del Imperio, se vio envuelto a menud o en intrigas políticas por sus continuas relaciones con las autoridades y las instituciones civiles. A nivel eclesiástico, dado que había depuesto en Asia, en el año 401 a seis obispos indignamente elegidos, fue acusado de haber superado los límites de su jurisdicción, convirtiéndose en diana de acusaciones fáciles. Otro pretexto de ataques contra él fue la presencia de algunos monjes egipcios, excomulgados por el patriarca Teófilo de Alejandría, que se refugiaron en Constantinopla. Después se creó una fuerte polémica causada por las críticas de Crisóstomo a la emperatriz Eudoxia y a sus cortesanas, que reaccionaron desacreditándolo e insultándolo. De este modo, fue depuesto, en el sínodo organizado por el mismo patriarca Teófilo, en el año 403, y condenado a un primer exilio breve. Tras regresar, la hostilidad que suscitó a cau sa de sus protestas contra las fiestas en honor de la emperatriz, que el obispo consideraba como fiestas paganas, lujosas, y la expulsión de los presbíteros encargados de los bautismos en la Vigilia Pascual del año 404 marcaron el inicio de la persecución contra Juan Crisóstomo y sus seguidores, llamados «juanistas».
Entonces, Juan denunció con una carta los hechos al obispo de Roma, Inocencio I. Pero ya era demasiado tarde. En el año 406 fue exiliado nuevamente, esta vez en Cucusa, Armenia. El Papa estaba convencido de su inocencia, pero no tenía poder para ayudarle. No se pudo celebrar un concilio, promovido por Roma para lograr la pacificación entre las dos partes del Imperio y entre sus Iglesias. El duro viaje de Cucusa a Pitionte, destino al que nunca llegó, debía impedir las visitas de los fieles y romper la resistencia del prelado agotado: ¡la condena al exilio fue una auténtica condena a muerte! Son conmovedoras las numerosas cartas del exilio, en las que Juan manifiesta sus preocupaciones pastorales con tonos de dolor por las persecuciones contra los suyos. La marcha hacia la muerte se detuvo en Comana Pontica. Allí Juan fue llevado a la capilla del mártir san Basilisco, donde entrego el espíritu a Dios y fue sepultado, como mártir junto al mártir (Paladio, «Vida» 119). Era el 14 de septiembre de 407, fiesta de la Exaltación de la santa Cruz. La rehabilitación tuvo lugar en el año 438 con Teodosio II. Las reliquias del santo obispo, colocadas en la iglesia de los Apóstoles, en Constantinopla, fueron transportadas en el año 1204 a Roma, en la primitiva Basílica de Constantino, y yacen en ahora en la capilla del Coro de los Canónigos de la Basílica de San Pedro.

El 24 de agosto de 2004 una parte importante de las misma f ue entregada por el Papa Juan Pablo II al patriarca Bartolomé I de Constantinopla. La memoria litúrgica del santo se celebra el 13 de septiembre. El beato Juan XXIII le proclamó patrón del Concilio Vaticano II.

De Juan Crisóstomo se dijo que, cuando se sentó en el trono de la Nueva Roma, es decir, Constantinopla, Dios hizo ver en él un segundo Pablo, un doctor del universo. En realidad, en Crisóstomo se da una unidad esencial de pensamiento y de acción tanto en Antioquía como en Constantinopla. Sólo cambian su papel y las situaciones. Al meditar en las ocho obras realizadas por Dios en la secuencia de los seis días, en el comentario del Génesis, Juan Crisóstomo quiere hacer que los fieles se remonten de la creación al Creador: «Es de gran ayuda saber qué es la criatura y qué es el Creador», dice. Nos muestra la belleza de la creació ;n y la transparencia de Dios en su creación, que se convierte de este modo en una especie de «escalera» para ascender a Dios, para conocerle.

Pero a este primer paso le sigue otro: este Dios, creador, es también el Dios de la condescendencia («synkatabasis»). Nosotros somos débiles para «ascender», nuestros ojos son débiles. De este modo, Dios se convierte en el Dios de la condescendencia, que envía al hombre caído y extranjero una carta, la Sagrada Escritura. De este modo, la creación y la escritura se completan. A la luz de la Escritura, de la carta que Dios nos ha dado, podemos descifrar la creación. Dios es llamado «padre tierno» («philostorgios») (ibídem), médico de las almas (Homilía 40,3 sobre el Génesis), madre (ibídem) y amigo cariñoso («Sobre la Providencia» 8,11-12).

Pero al prime r paso de la creación como «escalera» hacia Dios y al segundo de la condescendencia de Dios, a través de la carta que nos ha dado, la Sagrada Escritura, se le añade un tercer paso: Dios no sólo nos transmite una carta, en definitiva, Él mismo baja, se encarna, se convierte realmente en «Dios con nosotros», nuestro hermano hasta la muerte en la Cruz.

Y a estos tres pasos --Dios que se hace visible en la creación, Dios que nos envía una carta, Dios que desciende y se convierte en uno de nosotros-- se llega al final a un cuarto paso: en la vida y acción del cristiano, el principio vital y dinámico es el Espíritu Santo («Pneuma»), que transforma la realidad del mundo. Dios entra en nuestra misma existencia a través del Espíritu Santo y nos transforma desde dentro de nuestro corazón.

Con este telón de fondo, precisamente en Constantinopla, Juan, al comentar los Hechos de los Apóstoles, propone el modelo de la Iglesia primitiva (Hechos 4, 32-37) como modelo para la sociedad, desarrollando una «utopía» social (como una «ciudad ideal»). Se trataba, de hecho, de dar un alma y un rostro cristiano a la ciudad. En otras palabras, Crisóstomo comprendió que no es suficiente hacer limosna, ayudar a los pobres de vez en cuando, sino que es necesario crear una nueva estructura, un nuevo modelo de sociedad; un modelo basado en la perspectiva del Nuevo Testamento. Es la nueva sociedad que se revela en la Iglesia naciente. Por tanto, Juan Crisóstomo se convierte de este modo en uno de los grandes padres de la Doctrina Social de la Iglesia: la vieja idea de la «polis» griega es sustituida por una nueva idea de ciudad inspirada en la fe cristiana. Crisóstomo defendió como Pablo (Cf. 1 Corintios 8, 11) el primado de cada cristian o, de la persona en cuanto tal, incluso del esclavo y del pobre. Su proyecto corrige de este modo la tradicional visión de la «polis» griega, de la ciudad, en la que amplias capas de la población quedaban excluidas de los derechos de ciudadanía, mientras en la ciudad cristiana todos son hermanos y hermanas con los mismos derechos. El primado de la persona es también la consecuencia del hecho de que basándose en ella se construye la ciudad, mientras que en la «polis» griega la patria se ponía por encima del individuo, que quedaba totalmente subordinado a la ciudad en su conjunto. De este modo, con Crisóstomo comienza la visión de una sociedad construida con la conciencia cristiana. Y nos dice que nuestra «polis» es otra, «nuestra patria está en los cielos» (Filipenses 3, 20) y esta patria nuestra, incluso en esta tierra, nos hace a todos iguales, hermanos y hermanas, y nos obliga a la solidaridad.

Al final de su vida, desde el exilio en las fronteras de Armenia, «el lugar más remoto del mundo», Juan, enlazando con su primera predicación del año 386, retomó el tema que tanto le gustaba del plan que Dios tiene para la humanidad: es un plan «inefable e incomprensible», pero seguramente guiado por Él con amor (Cf. «Sobre la providencia» 2, 6). Esta es nuestra certeza. Aunque no podamos descifrar los detalles de la historia personal y colectiva, sabemos que el plan de Dios está siempre inspirado por su amor. De este modo, a pesar de sus sufrimientos, Juan Crisóstomo reafirmaba el descubrimiento de que Dios ama a cada uno de nosotros con un amor infinito, y por este motivo quiere la salvación de todos. Por su parte, el santo obispo, cooperó con esta salvación con generosidad, sin ahorrar nada, durante todo su vida. De hecho, consideraba como último fin de su existencia esa gloria de Dios que, ya moribundo, dejó como último testamento: «¡Gloria a Dios por todo!» (Paladio, «Vida» 11)."
Espero que os haya interesado. A mí sí.