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DIOS ES ESPÍRITU

 Dios es Espíritu, y Dios es Amor. Y, como decía Sto. Tomás de Aquino, la naturaleza del Amor es difusiva, expansiva... Tiende a comunicarse, a participarse, a crear... En un acto de Amor, y en su infinita Sabiduría, Dios crea al hombre, como dicen los primeros capítulos del Génesis, “a Su imagen y semejanza”. Y lo crea capaz del infinito, capaz de Dios mismo.  Lo destina a la contemplación, al gozo eterno. Lo crea para Sí: lo crea para el Amor.  Es el único ser de la creación a quien Dios quiere por él mismo. Lo quiere como lo ha creado, y lo crea para que, plenamente consciente de su ser y su existir, y usando y participando de y con todo lo creado, ame y de gloria a su Creador. Pero Dios quiere que sea el hombre le que “actualice” su amor. Quiere un “movimiento” de amor por parte del hombre.  Quiere que el hombre participe y sea amor para El. Que el hombre Le conozca y Le quiera, pero voluntariamente. Y para ello le capacita para que esa opción pueda ejercitarla libremente. Dios es Acto Puro de Ser. Pero la criatura no tiene el ser como una de sus perfecciones, sino que tiene el ser participadamente: participa del ser, de la vida, conforme a una gradación.  La vida se da en un estado incoactivo, y ese vivir, ese desarrollarse, ese evolucionar hacia el fin para el que cada cosa fue creada, pasa o se lleva a cabo mediante sucesivas “actuaciones” de las potencias para las que cada criatura está dotada. Esto es lo que queremos decir cuando afirmamos que la Creación tiene un sentido teleológico.  Por un acto de Amor Benevolente, Dios Uno y Trino confiere a la creación entera la esencia y la existencia.  El Que es, Perfección suma, en su infinita Sabiduría crea “lo que es”, y lo da realidad conforme a una composición determinada, dotándolo además, de una dinámica propia que hace que todo lo creado, evolucione, se desarrolle y se dirija hacia lo que le es conveniente según su naturaleza, hacia lo que supone la perfección de su especie. En la cima de la creación, Dios sitúa al hombre, y lo constituye compuesto de dos co-principios: el cuerpo (materia), y el alma (su forma sustancial). Por la materia, que es un principio de limitación, el ser humano se encuentra inserto en unas coordenadas espacio-temporales y comparte con el resto de la creación algunas características y funciones propias de la materia creada. Pero la creación del hombre constituye una “auténtica novedad” por las características de su otro co-principio: el alma. El alma humana es de naturaleza espiritual e inmortal. Por estas características que el alma humana comparte con otros seres creados de naturaleza no material (los seres angélicos) y con una analogía de semejanza con las Tres Personas Divinas, decimos que el hombre es una persona. En virtud de su alma, el hombre es capaz de Dios. Es capaz de acceder a un nivel trascendente, superador de las limitaciones de la materia, y es capaz de abrirse a la totalidad de lo que tiene existencia real. En virtud de su alma también, el hombre posee de modo participado esas cualidades “casi divinas” (la inteligencia y la voluntad) que le hacen libre, capaz de conocer y de amar al resto de las criaturas, y a través de ellas, a su Creador. Es, por tanto, capaz de autodeterminarse, de discernir y optar (o  no) por aquello que supone su plena realización. El hombre conoce, y el hombre quiere y, comoquiera que consciente y libremente, opta, puede elegir o no lo conveniente para su propio bien.  En la media en que lo hace, con ese acto de su voluntad, incrementa o disminuye la gradación de sus perfecciones y, con ello, su mayor o menor participación en el ser.  Cuando Dios creó al hombre, lo hizo responsable de sus actos y partícipe de Su amor. El ser de Dios es el Amor, y el hombre tenía participación en el Amor, en la intimidad divina. Del hombre, Dios esperaba amor. Pero el hombre optó. Se creyó Dios. Pensó que podía alcanzar lo que discernía como su fin por sus propios medios y, con ello, se apartó voluntariamente de Dios. Con esta opción equivocada, se introdujo el primer pecado en el mundo, y con él, el apartamiento voluntario de la persona humana del estado de justicia y felicidad para el que, y en el que fue creada. Este apartamiento voluntario del Ser, supuso para el hombre una degradación de sus perfecciones, una disminución en su propio ser: un detrimento de su vida teologal (la pérdida de la intimidad con Dios), y la pérdida también de unos dones llamados preternaturales, derivados de la participación en esa misma intimidad (la inmortalidad, la felicidad y plenitud que supone la contemplación de Dios...). La naturaleza original del hombre se vio así modificada, pero no anulada. El hombre se apartó de la eternidad y lo encontramos así situado en medio de unas coordenadas espacio-temporales; pero, en virtud de su alma, su espíritu seguía, sigue y seguiría siempre tendiendo a Dios. Tiene en sí una semilla de eternidad. Y Dios, fiel a Sí mismo, seguía, y sigue, y seguirá siempre, convocando al hombre a la plena participación en Su Amor. Permitiendo y posibilitando recorrer al hombre, contando de nuevo con su voluntad, y a través de la Persona encarnada del Verbo, el camino de retorno a Sí mismo.  Decíamos antes que en el hombre coexisten dos principios: el cuerpo y el alma, y que ambos co-principios constituyen el ser humano. Decíamos también que la creación entera (y con ella el hombre) está dotada con una dinámica propia que hace a cada criatura evolucionar hacia el fin para el fue creada.  De nuevo tenemos al hombre autodeterminándose: capaz de reconocer su propio Fin, capaz de hacerse persona por su participación en el diálogo amical con la Persona divina que Dios mismo genera a través de Su Palabra, y mediante su adhesión voluntaria a la Misma. Para participar en ese diálogo personal con Dios, el hombre presta su adhesión, pero es Dios el que convoca: actúa su Palabra, y el hombre responde a esa convocatoria al Amor reconociendo en Ella la Voluntad de Dios y sometiendo a ella la voluntad propia, mediante un acto de fe.  Dios se hace presente en este diálogo interpersonal mediante su Espíritu de Verdad y de Amor, y el hombre, reconociéndolo, Lo ama y se adhiere a El, sometiendo su propia voluntad a la Divina. Es el Espíritu de Amor el que hace partícipe (de nuevo) al hombre de esa vida teologal que había perdido, y es en la Persona del Verbo encarnado a través de La que, el hombre, autodetermilnándose, puede aspirar y conseguir introducirse definitivamente en el estado de beatitud y justicia que supone la contemplación de Dios, y la plena participación en la intimidad divina. Para que lo consiga, el Espíritu Santificador comunica al hombre sus Dones y suple así las carencias humanas, posibilitando que, a través de ellos, puede llegar el comportamiento del hombre a actuar con unos criterios no propios sino Divinos.             

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